Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Gracias a tí Clause por poner una voz a la palabra.Y tambien por oir en la voz de Joan M.Serrat las palabras de Miguel Hernandez, aqui pongo unos títulos de él Vientos del pueblo me llevan Orillas de tu vientre Me sobra el corazón Cantar, un fragmento: Es la casa un palomar y la cama un jazminero. Las puerta de par en par y en el fondo el mundo entero....................... Dice la crítica de él "arrebatado, tierno, popular , solidario con su época y sus hermanos , los hombres , ha dejado su voz a generaciones futuras , al lado de grandes líricos...
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Si ,Pink...me encanta,Miguel Hernández tuvo una vida muy corta, con un tiempo final muy trágico, y aun así deja una obra maravillosa!!! ...y en la voz de Serrat, más hermoso suena todavía!!!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO LA DESPEDIDA DE PORTHOS Cuando los dejó D'Artagnan, Aramis y Porthos entraron en el fuerte principal para hablar con más libertad. Porthos, siempre receloso, molestaba a Herblay, que en su vida había tenido más libre el espíritu que en aquellos momentos. ––Mi querido Porthos, ––dijo de pronto el obispo, ––dejad que os explique la idea de D'Artagnan. Una idea a la cual vamos a deber la libertad antes de doce horas. ––¿De veras? ––exclamó Porthos con admiración. Vamos a ver. ––Por lo que ha pasado entre nuestro amigo y el oficial, ya habéis visto que le sujetaban ciertas órdenes referentes a nosotros dos. ––Sí; lo he visto. ––Pues bien, D'Artagnan va a presentar su dimisión al rey, y durante la confusión que de su ausencia va a originarse, nosotros nos fugaremos; es decir, os fugaréis vos, si únicamente uno de los dos podemos fugarnos. ––O nos fugamos juntos o los dos nos quedamos aquí, ––replicó Porthos meneando la cabeza. ––Generoso tenéis el corazón, amigo mío, ––dijo Aramis: –– pero, francamente, vuestra inquietud me aflije. ––¿Yo inquieto? no lo creáis. ––Entonces estáis resentido conmigo. ––Tampoco. ––Pues ¿a qué esa cara lúgubre? ––Es que estoy haciendo mi testamento, ––dijo el buen Porthos mirando con tristeza a Herblay. ––¡Vuestro testamento! ––exclamó el obispo. ––¡Qué! ¿os tenéis por perdido? ––No, pero me siento fatigado. Esta es la primera vez que me sucede, y como en mi familia hay cierta herencia... ––¿Cuál? ––Mi abuelo era hombre dos veces más robusto que yo. ––¡Diantre! ¿Acaso era Sansón vuestro abuelo? ––No, se llamaba Antonio. Pues sí, mi abuelo tenía mi edad cuando, al partir un día para la caza, le flaquearon las piernas, lo cual nunca le había pasado. ––¿Qué significaba tal fatiga? ––Nada bueno, como vais a verlo; porque a pesar de quejarse de la debilidad de piernas partió para la caza, y un jabalí le hizo frente y él le tiró un arcabuzazo que falló y la bestia le abrió a él un canal. ––Esta no es razón para que os alarméis. ––Mi padre era más robusto que yo; pero no se llamaba Antonio, como mi abuelo, sino Gaspar, como Coligny. Fue mi padre valerosísimo soldado de Enrique 111 y de Enrique IV, siempre a caballo. Pues bien, mi padre, que nunca había sabido qué era el cansancio, le flaquearon las piernas una noche al levantarse de la mesa. ––Puede que hubiese cenado bien, y por eso se tambaleaba, –– dijo Aramis. ––¡Bah! ¿Un amigo de Bassompierre tambalearse? ¡No! Como decía, mi padre le dijo a mi madre, que hacía burla de él: “¿A ver si a mí me sale un jabalí como a mi padre?” ––¿Y qué pasó? ––Que arrostrando aquella debilidad, mi padre se empeñó en bajar al jardín en vez de meterse en. la cama, y al sentar la planta en la escalera, le faltó el pie y fue a dar de cabeza contra la esquina de una piedra en la que había un gozne de hierro que le partió la sien y quedó muerto. ––Realmente son extraordinarias las circunstancias que acabáis de contar, ––dijo Aramis fijando los ojos en su amigo; ––pero no infiramos de ellas que puede presentarse una tercera. A un hombre de vuestra robustez no le pega ser supersticioso; por otra parte, ¿en qué se ve que os flaquean las piernas? En mi vida os he visto tan campante: cargaríais en hombros una casa. ––Bueno, sí, por ahora estoy bien, pero hace poco sentía mis piernas débiles, y este fenómeno, como vos decís, se ha repetido cuatro veces en poco tiempo. No os digo que esto me ha asustado, pero sí que me ha contrariado, porque la vida es agradable. Tengo dinero, hermosos feudos, preciados caballos, y amigos queridos como D'Artagnan, Athos, Raúl y vos. El admirable Porthos ni siquiera se tomó el trabajo de disimular a Herblay la categoría que le daba en sus amistades. ––Viviréis aún largos años para conservar al mundo ejemplares de hombres extraordinarios, ––repuso el obispo estrechándole la mano. ––Descansad en mí, amigo mío; no nos ha llegado contestación alguna de D'Artagnan, y esta es buena señal; debe de haber hecho concentrar la escuadra y despejar el mar. Yo, por mi parte, hace poco he ordenado que lleven, sobre rodillos, una barca hasta la salida del gran subterráneo de Locmaría, donde tantas veces hemos cazado zorras al acecho. ––Ya, os referís a la gruta que desemboca en el ancón por el pasadizo que descubrimos el día en que se escapó por allí aquel soberbio zorro. ––Precisamente. Si esto va mal, esconderán para nosotros una barca en aquel subterráneo, si es que no lo han hecho ya, y en el instante favorable, durante la noche, nos escapamos. ––Comprendo. ––¿Qué tal las piernas? ––En este instante, muy bien. ––¡Lo veis! Todo conspira a darnos tranquilidad y esperanza. ¡Vive Dios! Porthos, todavía nos queda medio siglo de prósperas aventuras, y si yo llego a tierra de España, vuestro ducado no es tan ilusorio. ––Esperemos, ––dijo el gigante un poco contento por el nuevo calor de su compañero. De pronto se oyeron gritos de: “¡A las armas!” cuyas voces penetraron en el aposento en que estaban los dos amigos y llenaron de sorpresa al uno y de inquietud al otro. Aramis abrió la ventana y vio correr a muchos hombres con hachas de viento encendidas, seguidos de sus mujeres, mientras los defensores acudían a sus puestos. ––¡La escuadra! ¡La escuadra! ––gritó un soldado que conoció a Aramis. ––¿La escuadra? ––repitió el obispo. ––Sí, monseñor, está a medio tiro de cañón, ––continuó el soldado. ––¡A las armas! ––vociferó Aramis. ––¡A las armas! ––repitió con voz tonante Porthos, lanzándose en pos de su amigo y en dirección al muelle para ponerse al abrigo de las baterías. Vieron acercarse las chalupas cargados de soldados, formando tres divisiones divergentes para desembarcar en tres puntos a la vez. ––¿Qué debemos hacer? ––preguntó un oficial de guardia. ––Detenerlas, y si no ceden, ¡fuego! ––respondió Aramis. Cinco minutos después empezó el cañoneo, cuyos ecos fueron los que llegaron a oídos de D'Artagnan al desembarcar en Francia. Pero las chalupas estaban ya demasiado cerca del muelle para que los cañones hiciesen blanco; atracaron, y el combate empezó casi cuerpo a cuerpo. ––¿Qué tenéis, Porthos? ––preguntó Aramis a su amigo. ––Nada... las piernas... Es verdaderamente incomprensible... pero al cargar se repondrán. En efecto, Porthos y Aramis cargaron con tal vigor y animaron tanto a los suyos, que los realistas se reembarcaron atropelladamente sin haber sacado más ventaja que algunos heridos que consigo se llevaron. ––¡Porthos, necesitamos un prisionero! ––gritó Aramis. ––¡Pronto, pronto! Porthos se agachó en la escalera del muelle, agarró por la nuca a uno de los oficiales del ejército real que para embarcarse esperaba que todos lo hubiesen hecho, y levantándolo, se sirvió de él como de una rodela sin que le pegasen un tiro. ––Ahí va un prisionero, ––dijo Porthos a su amigo. ––Calumniad ahora a vuestras piernas, ––repuso Herblay echándose a reír. ––Es que no lo he tomado con las piernas, sino con los brazos, ––replicó Porthos con tristeza.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capitulo 43 EL HIJO DE BISCARRAT Los bretones de la isla estaban orgullosos de aquella victoria; pero Aramis; no les alentaba y decía a Porthos: ––Lo que va a suceder es que, despertada la cólera del rey por la resistencia, una vez la isla en su poder, lo que de seguro diezmada o abrasada. ––Esto quiere decir que no hemos hecho nada útil, ––replicó Porthos. ––Por lo de pronto sí, ––repuso el obispo, ––pues tenemos un prisionero, por boca de quien sabremos qué preparan nuestros enemigos ––Interroguémosle, ––dijo Porthos, ––y el modo de hacerle hablar es sencillísimo: le convidamos a cenar, y bebiendo se le desatará la lengua. Dicho y hecho. El oficial, un poco inquieto al principio, se tranquilizó viendo con quién tenía que habérselas y, sin temor de comprometerse, dio todos los pormenores imaginables sobre la dimisión y la partida de D'Artagnan y sobre las órdenes que dio el nuevo jefe para apoderarse de Belle-Isle por sorpresa. Aramis y Porthos cruzaron una mirada de desesperación, ya no podían contar con las ideas de D'Artagnan, y por consiguiente con ningún recurso en caso de derrota. Continuó su interrogatorio; Herblay preguntó al prisionero cómo pensaban tratar las tropas reales a los jefes de Belle-Isle, y al responderle aquél que había orden de matarlos durante el combate y de ahorcar a los supervivientes, cruzó otra mirada con Porthos. ––Soy muy ligero para la horca ––repuso Herblay; ––a los hombres como yo no se les cuelga. ––Y yo soy demasiado pesado, ––dijo Porthos; ––los hombres como yo rompen la soga. ––Estoy seguro de que hubiéramos dejado a vuestra elección el género de muerte, ––dijo con finura el prisionero. ––Mil gracias, ––contestó con formalidad el obispo. ––Vaya pues a vuestra salud este vaso de vino, ––dijo Porthos bebiendo. Charlando se prolongó la cena, y el oficial, que era hidalgo de buen entendimiento, se aficionó al ingenio de Aramis y a la cordial llaneza de Porthos. ––Una pregunta, con perdón ––dijo el prisionero, ––y excusad mi franqueza el que nos hallemos ya en la sexta botella. ––Hablad, ––dijo Aramis. ––¿No servíais los dos en el cuerpo de mosqueteros del difunto rey? ––Sí, y que éramos de los mejores, ––respondió Porthos. ––Es verdad, ––exclamó el oficial ––y aun añadiría que no había soldados como vosotros, si no temiese ofender la memoria de mi padre. ––¿De vuestro padre? ––repuso Aramis. ––Sí, ¿sabéis cómo me llamo? Me llamo Jorge de Biscarrat. ––¡Biscarrat?... ––repuso Aramis recorriendo su memoria. –– Creo... ––Buscad bien ––dijo el oficial. ––¡Voto al diablo! ––exclamó Porthos, ––no hay para qué pensar mucho, Biscarrat, alias Cardenal... fue uno de los cuatro que vinieron a interrumpirnos el día que espada en mano nos hicimos amigos de D'Artagnan. ––Esto es, señores. ––El único a quien no herimos, ––añadió Aramis. ––Es decir que era un espadachín, ––repuso el prisionero. ––Es cierto, muy cierto, ––dijeron a una los dos amigos. –– Plácenos conocer a un hombre tan bravo. Biscarrat estrechó las manos que le tendieron los dos antiguos mosqueteros. Aramis miró a su amigo como diciéndole: “Este va a ayudarnos”, y luego dijo: ––¿Verdad que el haber sido hombre digno le enorgullece a uno? ––Eso mismo se lo oí siempre a mi padre. ––¿Verdad también, ––prosiguió Herblay, ––que para uno es triste encontrarse con hombres a quienes van a arcabucear o a colgar, tanto más cuanto esos hombres resultan ser antiguos conocidos, relaciones hereditarias? ––¡Bah! no os aguarda un fin tan desastroso, señores míos, –– repuso con viveza el oficial. ––Vos lo habéis dicho. ––Cuando aun no os conocía; pero ahora os digo que podéis evitar tan funesto destino. ––¡Que podemos! ––exclamó Herblay, chispeándole de inteligencia los ojos y mirando alternativamente al prisionero y a Porthos. ––Con tal que no nos exijan una bajeza, ––repuso con noble intrepidez Porthos mirando a su vez a Biscarrat y al prelado. ––No os exigirán nada, señores, ––dijo el oficial. ––¿Qué queréis que os exijan, cuando si os prenden os matan? Evitad que os encuentren. ––Para encontrarnos, fuerza es que vengan a buscarnos aquí, ––repuso Porthos con dignidad. ––Habéis dicho bien, mi buen amigo, ––dijo Aramis sin dejar de interrogar con la mirada la fisonomía de Biscarrat, silencioso y cohibido. Y dirigiendo la palabra a este último, le dijo: ––O mucho me engaño, o queréis hacernos una confidencia y no os atrevéis. ––¡Ah! señores, es que, de hablar, hago traición a la consigna; pero escuchad, habla una voz que me releva de mi compromiso. ––¡El cañón! ––exclamó Porthos. ––¡El cañón y la mosquetería! ––prorrumpió el obispo. Entre las rocas y a lo lejos oíase el fragor siniestro de un combate breve. ––¿Qué significa eso? ––dijo Porthos. ––Lo que yo sospeché, ––respondió Aramis. ––¿Y qué habéis sospechado? ––preguntó el prisionero. continua
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas EL OTOÑO SE ACERCA El otoño se acerca con muy poco ruido: apagadas cigarras, unos grillos apenas, defienden el reducto de un verano obstinado en perpetuarse, cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste. Se diría que aquí no pasa nada, pero un silencio súbito ilumina el prodigio: ha pasado un ángel que se llamaba luz, o fuego, o vida. Y lo perdimos para siempre. Ángel González
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capítulo 43 continuación ––Que vuestra embestida no era más que un ataque simulado, y que mientras vuestras compañías se dejaban rechazar, teníais la certeza de efectuar un desembarco en la parte opuesta de la isla. ––No uno, sino muchos, ––contestó Biscarrat. ––Entonces estamos perdidos, ––repuso con toda calma el prelado. ––No digo que no estemos perdidos, ––arguyó el señor de Pierrafonds; ––pero todavía no nos han hecho prisioneros, ni mucho menos estamos ahorcados. Dicho esto, Porthos se íevantó de la. mesa; se acercó a la pared del aposento, y descolgó con la mayor impasibilidad su espada y sus pistolas que inspeccionó con el minucioso cuidado del veterano que se dispone a luchar y que conoce que su vida depende en gran parte de las excelencias y del buen estado de sus armas. Al estampido de los cañonazos, a la; nueva de. la sorpresa que podía poner la isla en manos de las tropas reales, la muchedumbre entró aterrada y atropelladamente al fuerte para pedir auxilio y consejo a sus jefes. Aramis, pálido y vencido, se asomó, entre dos hachones, a la ventana que daba al patio principal, en aquel instante lleno de soldados que esperaban órdenes y dijo con voz grave y sonora: ––Amigos míos, el señor Fouquet, vuestro protector, vuestro arraigo, vuestro padre, ha sido arrestado por orden del rey y sepultado en la Bastilla. ––¡Venguemos al señor Fouquet! ¡Mueran los realistas! ––gritaron los más exaltados. ––No, amigos míos ––contestó solemnemente el prelado, ––no opongáis resistencia. El rey es señor en su reino. Humillaos ante Dios y amad a Dios, y al rey, que han castigado al señor Fouquet. Pero no venguéis a vuestro señor, ni lo intentéis, pues os sacrificaríais en vano, y sacrificaríais esposas, hijos, bienes y libertad. Pues el rey os lo ordena, abajo las armas, amigos míos, y retiraos sosegadamente a vuestras casas. Os lo pido, os lo ruego, y si fuera menester os lo ordeno en nombre del señor Fouquet. La muchedumbre reunida al pie de la ventana acogió las palabras de Aramis con un murmullo de cólera y de terror. ––Los soldados del rey Luis XIV han entrado en la isla, –– prosiguió Herblay, ––y ya no sería un combate lo que hubiese entre ellos y vosotros, sino una carnicería. Idos, pues, y olvidad; y ahora os lo ordeno en nombre de Dios. Aunque con lentitud, los amotinados se retiraron sumisos y silenciosos. ––¿Qué demonios acabáis de decir, amigo mío? ––dijo Porthos. ––Habéis salvado a esos habitantes, caballero, ––repuso Biscarrat, ––pero no a vos ni a vuestro amigo. ––Señor de Biscarrat, ––dijo con acento noble y cortés el obispo de Vannes, ––hacedme la merced de marcharos. ––Con mil amores, caballero; pero... ––Nos haréis un favor con ello, señor de Biscarrat, porque al anunciar vos al teniente del rey la sumisión de los moradores de la isla y decirle cómo se ha verificado la sumisión, tal vez consigáis para nosotros alguna gracia. ––¡Gracia! ¿Qué palabra es esa? ––exclamó Porthos despidiendo rayos por los ojos. Aramis dio un fuerte codazo a su amigo, como hacía en sus buenos años, cuando quería advertirle que iba a cometer o había cometido alguna torpeza. ––Iré, señores, ––dijo Biscarrat, ––sorprendido también de haber oído la palabra “gracia” en boca del altivo mosquetero de quien poco hacía contó y ensalzó con entusiasmo las heroicas proezas. ––Id, pues, señor de Biscarrat, ––dijo Aramis, ––y contad anticipadamente con nuestra gratitud. ––Pero entretanto ¿qué va a ser de vosotros, señores, de vosotros a quienes me honro en llamar amigos míos, ya que os habéis dignado aceptar este título? ––repuso el oficial, conmovido, al despedirse de los dos antiguos adversarios de su padre. ––Nos quedamos aquí. ––Ved que la orden es formal, señores. ––Soy obispo de Vannes, señor de Biscarrat, y así como no arcabucean a un obispo, tampoco ahorcan a un noble. ––Tenéis razón, monseñor, ––dijo Biscarrat; ––todavía podéis contar con esta posibilidad. Parto, pues, en busca del jefe de la expedición, del teniente del rey. Guárdeos Dios, señores; o mejor dicho, hasta la vista. El oficial montó sobre un caballo que Aramis le hizo preparar, y partió hacia donde se oían los mosquetazos cuando la irrupción de la muchedumbre en el fuerte interrumpió la conversación de los dos amigos con su prisionero. ––¿Comprendéis? ––preguntó Aramis a Porthos una vez a solas con su amigo y después de haber mirado cómo partía Biscarrat. ––Nada, ––respondió el gigante. ––¿Por ventura no os molestaba la presencia de Biscarrat? ––No, es un buen muchacho. ––Sí, pero ¿es prudente que todo el mundo conozca la gruta de Locmaria? ––¡Ah, diantre! ¡Es verdad! ¡Es verdad! Comprendo, comprendo. Nos escapamos por el subterráneo. ––Si gustáis, ––repuso jovialmente Herblay. ––Andando, amigo Porthos, nuestra barca nos espera, y el rey todavía no nos ha echado la mano. Un silencio espantoso reinaba en la isla.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas De vez en cuando la vida (Joan Manuel Serrat) De vez en cuando la vida nos besa en la boca y a colores se despliega como un atlas, nos pasea por las calles en volandas, y nos sentimos en buenas manos; se hace de nuestra medida, toma nuestro paso y saca un conejo de la vieja chistera y uno es feliz como un niño cuando sale de la escuela. De vez en cuando la vida toma conmigo café y está tan bonita que da gusto verla. Se suelta el pelo y me invita a salir con ella a escena. De vez en cuando la vida se nos brinda en cueros y nos regala un sueño tan escurridizo que hay que andarlo de puntillas por no romper el hechizo. De vez en cuando la vida afina con el pincel: se nos eriza la piel y faltan palabras para nombrar lo que ofrece a los que saben usarla. De vez en cuando la vida nos gasta una broma y nos despertamos sin saber qué pasa, chupando un palo sentados sobre una calabaza.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Ángel González Poeta, catedrático y ensayista español nacido en Oviedo en 1922. Su poesía, llena de contrastes, discurre entre lo efímero y lo eterno, características que llevan al lector a divagar y soñar en los temas del amor y de la vida. Fue maestro nacional, licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y periodista por la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid. Enseñó Literatura Española Contemporánea en la Universidad de Alburquerque, U.S.A., habiendo sido profesor visitante en las de Nuevo México, Utah, Maryland y Texas. Miembro de la Real Academia Española, fue galardonado, entre otros, con el Premio Antonio Machado en 1962, el Premio Príncipe de Asturias en 1985, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 1996 y el Primer Premio Internacional de Poesía Ciudad de Granada en el año 2004. De su obra se destacan los títulos: "Áspero mundo" 1955 , "Sin esperanza, con convencimiento" 1961, "Grado elemental" 1961, "Tratado de urbanismo" 1967, "Breves acotaciones para una biografía" 1971, "Prosemas o menos" 1983, "Deixis de un fantasma" 1992 y su último libro, "Otoño y otras luces" 2001. Falleció en Madrid el 12 de enero de 2008. DEIXIS EN FANTASMA Aquello. No eso. Ni -mucho menos- esto. Aquello. Lo que está en el umbral de mi fortuna. Nunca llamado, nunca esperado siquiera; sólo presencia que no ocupa espacio, sombra o luz fiel al borde de mí mismo que ni el viento arrebata, ni la lluvia disuelve, ni el sol marchita, ni la noche apaga. Tenue cabo de brisa que me ataba a la vida dulcemente. Aquello que quizá hubiese sido posible, que sería posible todavía hoy o mañana si no fuese un sueño. ángel González
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas CUMPLEAÑOS Yo lo noto: cómo me voy volviendo menos cierto, confuso, disolviéndome en el aire cotidiano, burdo jirón de mí, deshilachado y roto por los puños Yo comprendo: he vivido un año más, y eso es muy duro. ¡Mover el corazón todos los días casi cien veces por minuto! Para vivir un año es necesario morirse muchas veces mucho. ángel gonzález
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capitulo 44 LA GRUTA DE LOCMARIA El subterráneo de Locmaria estaba bastante lejos del muelle para que los dos amigos tuviesen necesidad de economizar sus fuerzas antes de llegar a él. Por otra parte, había sonado ya la media noche en el reloj del fuerte, y Aramis y Porthos iban cargados de dinero y de armas. Caminaban, pues, nuestros dos fugitivos por el arenal que separaba del subterráneo el muelle, oído atento y procurando evitar todas las emboscadas. De cuando en cuando y por el camino que deliberadamente dejaban a su izquierda, pasaban habitantes procedentes del interior, a quienes hizo huir la nueva del desembarco de los realistas. Al fin y tras una rápida carrera, frecuentemente interrumpida por prudentes paradas, los dos amigos penetraron a la profunda gruta de Locmaria, y a la que el previsor obispo de Vannes hizo llevar, sobre cilindros, una barca capaz de afrontar las olas en aquella hermosa estación. ––Mi buen amigo, ––dijo Porthos después de haber respirado estrepitosamente, ––por lo que se ve ya hemos llegado; pero si mal no me acuerdo, me hablasteis de tres hombres, que debían acompañaros. ¿Dónde están que nos los veo? ––Indudablemente nos aguardan en la caverna, donde de fijo descansan del penoso trabajo que han hecho. ––Y al ver que Porthos iba a entrar en el subterráneo, le detuvo, y añadió: –– Dejad que pase yo delante, mi buen amigo. Como sólo conozco yo la señal que he dado a los nuestros, os recibirían a tiros u os lanzarán sus cuchillos en la oscuridad. ––Pasad, amigo Aramis, sois todo sabiduría y prudencia. ¡Perdiez, pues no me flaquean otra vez las piernas! Aramis dejó sentado a Porthos en la entrada de la gruta, y encorvado se internó en ella y lanzó un grito imitando al del mochuelo, al que contestó un arrullo plañidero y apenas perceptible, que invitó a Herblay a continuar su marcha prudente, hasta que le detuvo un grito igual al que él lanzó al entrar, y que resonó a diez pasos de él. ––¿Sois vos, Ibo? ––preguntó el obispo. ––Sí, monseñor, y también Goennec con su hijo. ––Bueno. ¿Está todo preparado? ––Sí, monseñor. ––Llegaos los tres a la entrada de la gruta, mi buen Ibo, donde está descansando el señor de Pierrefonds. Los tres bretones obedecieron; Porthos, rehecho, entraba ya, y sus fuertes pisadas resonaban en medio de las cavidades formadas y sostenidas por las columnas de sílice y de granito. En cuanto se unió el señor de Bracieux con el obispo, los bretones encendieron una linterna de que se proveyeron. ––Veamos la barca, ––dijo Aramis, ––y cerciorémonos de lo que encierra. ––No acerquéis mucho la luz, monseñor, ––dijo el patrón Ibo, ––pues según me habéis recomendado, he metido, bajo el banco de popa, el barril de pólvora y las cargas de mosquete, que desde el fuerte me habíais enviado. ––Está bien, ––repuso Herblay. Y tomando la linterna, inspeccionó minuciosamente la barca, con todas las precauciones del hombre ni tímido ni ignorante ante el peligro. La barca era larga, ligera, de poco calado, de quilla estrecha, bien construida, como tienen fama de construirlas en Belle-Isle, de bordas un poco altas, resistente en el agua, muy manejable, y provista de tablas para formar con ellas en tiempo inseguro como una cubierta por la que se deslizan las olas y protege a los remeros. En dos cofres bien cerrados y colocados bajo los bancos de popa y proa, Aramis encontró pan, bizcocho, fruta seca, tocino, y una buena provisión de agua potable en dos odres; lo cual era suficiente para quienes debían navegar siempre por la costa y podían refrescar sus vituallas en caso apremiante. Además, en la barca había ocho mosquetes y otras tantas pistolas de caballería, cargados todos y en buen estado; remos y una pequeña vela llamada de trinquete, que ayuda a los remeros, es útil al soplar la brisa y no carga la embarcación. Una vez lo hubo inspeccionado todo, dijo Aramis a Porthos: ––Falta saber si debemos hacer salir la barca por el extremo desconocido de la gruta, siguiendo la pendiente y la oscuridad del subterráneo, o si es mejor hacerla resbalar sobre rodillos al raso; al través de los zarzales, allanando el camino de la costa, no más alta de veinte pies, y que en la alta marea ofrece tres o cuatro brazas de agua sobre un buen fondo. ––Eso es lo menos, monseñor, ––repuso el patrón Ibo con el mayor respeto. ––Pero creo que por la pendiente del subterráneo y en medio de la oscuridad en que nos veremos obligados a maniobrar nuestra embarcación, el camino no será tan cómodo como el aire libre. Yo conozco la costa y puedo deciros que es rasa; el interior de la gruta, al contrario, es escabroso, sin contar que al extremo de ella vamos a dar con la salida que conduce al mar y por la cual tal vez no pase la barca. ––Ya he echado mis cálculos, ––dijo el obispo, ––y estoy seguro de que pasará. ––Bien, monseñor, ––insistió el patrón; ––pero vuestra grandeza sabe muy bien que para hacer llegar la barca a la extremidad de la salida, es preciso quitar una piedra enorme, aquella por debajo de la cual se escurren siempre los zorros y que cierra la salida como una puerta. ––No importa, ––dijo Porthos, ––la quitaremos. ––Creo que el patrón tiene razón, ––repuso Aramis. ––Probemos al aire libre. ––Tanto más, monseñor ––continuó el marino, ––cuanto no podemos embarcarnos antes que amanezca; tal es el trabajo que falta hacer. Además, en cuanto claree, es menester que en la parte superior de la gruta se coloque un buen vigía para vigilar las maniobras de las chalanas y de los cruceros que nos acecharán. ––––Decís bien, Ibo, pasaremos por la costa. Y los tres robustos bretones habían colocado ya sus rodillos bajo la barca e iban a hacerla deslizar, cuando en el campo y lejos resonaron ladridos que movieron a Aramis a salir de la gruta, y a Porthos a seguir a su amigo. El alta teñía de púrpura y nácar mar y llanura; en medio de aquella vaga claridad veíanse los pequeños y melancólicos abetos retorcerse sobre las piedras, y largas bandadas de cuervos rasa ban con sus negras alas los sembrados de trigo. Sólo faltaba un cuarto de hora para el nuevo día, al que anunciaban con sus alegres gorjeos los pajarillos. Los ladridos que detuvieron en su tarea a los tres bretones e hicieron salir de la gruta a los dos amigos, se prolongaban en un profundo collado, casi a una legua del subterráneo. ––Es una jauría ––dijo Porthos; ––los perros están sobre un rastro. ––¿Qué es eso? ¿Quién caza a estas horas? ––repuso Herblay. ––Y sobre todo por este lado, donde temen la llegada de las tropas reales ––prosiguió Porthos. ––Pero... ¡Ibo! ¡Ibo Llegaos acá. Ibo acudió dejando el cilindro que aun tenía en la mano e iba a colocar bajo la barca cuando la exclamación del obispo le interrumpió en su tarea. ––¿Qué caza es esa, patrón? ––preguntó Porthos. ––No sé, monseñor ––respondió Ibo. ––Lo único que puedo deciros es que a estas horas el señor de Locmaria no cazaría. Y, sin embargo los perros... ––A no ser que se hayan escapado de la perrera... ––No ––dijo Goennec. ––No son los perros del señor de Locmaria. ––Por prudencia volvámonos adentro ––repuso Aramis. ––Los ladridos se acercan, y dentro de poco vamos a saber a qué atenernos. Todos se internaron nuevamente en la gruta; pero apenas se hubieron adelantado un centenar de pasos en la obscuridad, cuando resonó en la caverna un ruido semejante al ronco suspiro de una persona aterrorizada, y, jadeante, veloz, asustado, un zorro pasó como un rayo por delante de los fugitivos, saltó por encima de la barca y desapareció, dejando tras sí un vaho acre, que no se desvaneció hasta algunos momentos después bajo las chatas bóvedas del subterráneo. ––¡El zorro! ––exclamaron los bretones con la alegre sorpresa del cazador. ––¡Maldición.! ––prorrumpió el obispo. ––Han descubierto nuestro refugio. ––¡Qué! ––dijo Porthos. ––¿Un zorro nos asusta? ––¿Qué decís? ––replicó Herblay. ––¿En el zorro os fijáis? No se trata de él ¡vive Dios! ¿Acaso no sabíais que tras el zorro vienen los perros, y tras los perros los hombres? Porthos bajó la cabeza. Como para confirmar las palabras de Aramis, la ladradora jauría llegó con vertiginosa rapidez, y seis galgos corredores desembocaron en el pequeño arenal. ––¡He aquí a los perros ––dijo Aramis, al acecho tras una hendedura abierta entre dos peñas; ––ahora falta saber quiénes son los cazadores! ––Si es el señor de Locmaria ––repuso el patrón, ––dejará que los perros registren la gruta, y se irá a esperar al zorro al otro lado. ––No es el señor de Locmaria quien caza ––replicó Herblay, palideciendo a pesar suyo. ––¿Quién, pues? ––preguntó Porthos. ––Mirad. ––¡Los guardias! ––exclamó Porthos al ver, al través de la abertura y en lo alto del otero, a una docena de jinetes que aguijaban a sus caballos y excitaban a los perros. ––Sí, los guardias, amigo mío ––dijo Aramis. ––¿Los guardias del rey, monseñor? ––preguntaron los bretones palideciendo a su vez. ––Sí, y Biscarrat al frente de ellos montado en mi tordillo. Los perros entraron en la gruta, cuyas profundidades repitieron los asordadores ladridos de la jauría. ––¡Ah diantres! ––exclamó Aramis, recobrando su sangre fría ante el peligro. Ya sé que estamos perdidos. Pero todavía nos queda una probabilidad: si los guardias advierten que la gruta tiene una salida, no hay esperanza, porque al entrar aquí van a descubrir la barca y a descubrirnos a nosotros. Así, pues, ni los perros deben salir del subterráneo, ni los guardias entrar en él. ––Es verdad ––repuso Porthos. ––Los seis perros que han entrado ––continuó Aramis con la rápida precisión del mando, ––se pararán ante la gruesa piedra por debajo de la cual se ha escurrido el zorro, y allí deben morir. Los bretones se lanzaron, cuchillo en mano, y poco después se oyó un lamentable concierto de gemidos y aullidos mortales, a los que siguió el silencio. ––Está bien ––dijo Aramis con frialdad. ––Ahora a los amos. Esperad que lleguen, escondernos y matar. ––¡Matar! ––repitió Porthos. ––Son diez y seis ––dijo Aramis, ––a lo menos por el pronto. ––Y bien armados ––añadió Porthos, sonriéndose. ––El asunto durará diez minutos ––dijo Herblay. ––Vamos. Y con ademán resuelto empuñó un mosquete y se puso entre los dientes su cuchillo de monte. Luego añadió: ––Ibo. Goennec y su hijo nos pasarán los mosquetes. Haced fuego a quemarropa, Porthos. Antes de que los otros se hayan enterado, habremos derribado ocho, y luego mataremos a los demás a cuchilladas. ––¿Y el pobre Biscarrat también? ––preguntó Porthos. ––A Biscarrat primero que todo ––respondió Aramis y con la mayor frialdad. ––Nos conoce.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas JOSÉ HIERRO VIDA Después de todo, todo ha sido nada, a pesar de que un día lo fue todo. Después de nada, o después de todo supe que todo no era más que nada. Grito "¡Todo!", y el eco dice "¡Nada!". Grito "¡Nada!", y el eco dice "¡Todo!". Ahora sé que la nada lo era todo, y todo era ceniza de la nada. No queda nada de lo que fue nada. (Era ilusión lo que creía todo y que, en definitiva, era la nada.) Qué más da que la nada fuera nada si más nada será, después de todo, después de tanto todo para nada. Cuando lees esta poesía te desanima , pues el poeta dice :nada es nada , pero luego dice nada es todo, a lo primero dices , sí nada es nada no vale la pena ya que dejamos todo, pero este" todo "es importante aún el hecho más pequeño, que pueda hacer el ser humano.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Si , Pink , es muy buena!!! Lo que hoy es nada ,en un momento lo fue todo...y a la vez ,será la nada de hoy tal vez el todo de otro tiempo...no es para desanimar, es para reflexionar!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas ANDANDO Andando, andando. Que quiero oír cada grano de la arena que voy pisando. Andando. Dejad atrás los caballos, que yo quiero llegar tardando (andando, andando) dar mi alma a cada grano de la tierra que voy rozando. Andando, andando. ¡Qué dulce entrada en mi campo, noche inmensa que vas bajando! Andando. Mi corazón ya es remanso; ya soy lo que me está esperando (andando, andando) y mi pie parece, cálido, que me va el corazón besando. Andando, andando. ¡Que quiero ver el fiel llanto del camino que voy dejando! Juan Ramón Jiménez
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capitulo 45 EN LA GRUTA A pesar de la especie de adivinación que constituía la nota más saliente del carácter de Aramis, los acontecimientos, sujetos a las alternativas de todo lo que está sometido al azar, no se desenvolvieron en absoluto cual previó el obispo de Vannes. Biscarrat, mejor montado que sus compañeros, y comprendiendo que zorro y perros habían desaparecido en las profundidades del subterráneo, fue el que primero llegó a la entrada de la gruta; pero dominado por el supersticioso terror que infunde naturalmente al hombre toda vía subterránea y obscura, se detuvo en la parte exterior y aguardó a sus compañeros. ––¿Y bien? ––preguntaron éstos al llegar jadeantes y no explicándose la inacción de Biscarrat. ––Fuerza es que zorro y jauría hayan desaparecido engullidos en ese subterráneo, pues no se oye a los perros. ––¿Por qué han dejado de ladrar, pues? ––objetó uno de los guardias. ––Es extraño ––añadió otro. ––¡Qué caramba! ––repuso otro de los guardias. ––Entremos. ¿Acaso está prohibido entrar en la gruta? ––No ––respondió Biscarrat. ––Pero está obscura como boca de lobo y puede uno descalabrarse. ––Y si no que lo digan nuestros perros ––dijo un guardia. ––De fijo se han estrellado. ––¿Qué diablos ha sido de ellos? ––se preguntaron unos y otros. Y cada uno llamó a su respectivo perro por su nombre y lanzó su silbido favorito; pero ninguno respondió al silbido ni al llamamiento. ––Puede que sea una gruta encantada ––dijo Biscarrat. Y apeándose y adelantándose un paso hacia el subterráneo añadió: –– Veamos. ––Aguárdate: te acompaño ––repuso uno de los guardias al ver que Biscarrat iba a desaparecer en las tinieblas. ––No ––replicó Biscarrat. ––No nos arriesguemos todos a la vez. Aquí ha pasado algo extraordinario. Si dentro de diez minutos no he vuelto, entrad juntos. ––Bien, te aguardamos ––dijeron los guardias. Y, sin apearse, formaron un círculo alrededor de la gruta. Biscarrat entró, pues, solo; se adelantó en medio de la negrura hasta tocar con el pecho el mosquete de Porthos, y al tender la mano para saber lo que le oponía aquella resistencia, tomó el frío cañón del arma. Al mismo instante Ibo blandió su cuchillo, que iba a descargar sobre el joven con toda la fuerza de un brazo bretón, cuando el férreo puño de Porthos le detuvo a la mitad del camino. ––¡No quiero que le maten! ––exclamó Porthos con voz de trueno. Biscarrat se encontró entre una protección y una amenaza, casi tan terrible la una como la otra. Aunque valiente, Biscarrat lanzó una exclamación, que Aramis ahogó al punto metiendo un pañuelo en la boca de aquél. ––Señor de Biscarrat ––dijo Herblay en voz baja. ––No os queremos mal, como debéis saberlo si nos habéis conocido; pero si proferís una palabra, si exhaláis un suspiro, nos veremos forzados a mataros como hemos matado a vuestros perros. ––Sí, os conozco, señores ––contestó también con voz remisa el joven. ––Pero, ¿por qué estáis aquí? ¿Qué hacéis en este sitio? ¡Desventurados! Creía que estabais en el fuerte. ––Y vos, ¿qué condiciones habéis obtenido en nuestro favor? ––He hecho cuanto ha estado en mis manos, señores; pero... ––¿Pero qué? ––Hay orden formal, señores. ––¿De matarnos? Biscarrat no atreviéndose a decirles que había orden de ahorcarlos, no respondió. ––Señor de Biscarrat ––dijo Aramis comprendiendo su silencio. ––Si no hubiésemos tenido en consideración vuestra juventud y nuestra antigua amistad con vuestro padre, a estas horas ya no viviríais; pero todavía podéis escaparos de aquí si nos dais palabra de no decir a vuestros compañeros nada de lo que habéis visto. ––No sólo os empeño mi palabra en cuanto a lo que me pedís, sino también os la doy de que haré todo lo posible para evitar que mis compañeros entren en esta gruta. ––¡Biscarrat! ¡Biscarrat! ––gritaron desde afuera varias voces que se engolfaron cual torbellino en el subterráneo. ––Responded ––dijo Aramis. ––¡Aquí estoy! ––gritó Biscarrat. ––Podéis marcharos; descansamos en la fe de vuestra palabra ––repuso Herblay, soltando al joven, que tomó el camino de la entrada. ––¡Biscarrat! ¡Biscarrat! ––gritaron más cerca las voces, al tiempo que se proyectaban en el interior de la gruta las sombras de algunas formas humanas. Biscarrat se abalanzó al encuentro de sus amigos para detenerlos. Aramis y Porthos escucharon con la atención de quien se juega la vida a un soplo del aire. Biscarrat llegó a la entrada de la gruta seguido de sus amigos. ––¡Oh! ¡Oh! ––exclamó uno de ellos al llegar a la luz. ––¡Qué pálido estás! ––Verde, querrás decir ––repuso otro. ––¿Yo? ––exclamó Biscarrat esforzándose en llamar a sí todas sus fuerzas. ––La cosa es seria, señores ––dijo otro. ––Le va a dar algo. ¡Quién trae sales! Interpelaciones y burlas se cruzaban en torno de Biscarrat, como se cruzan en el campo de batalla los proyectiles. ––¿Qué queréis que haya visto? ––dijo Biscarrat, rehaciéndose bajo aquel diluvio de interrogaciones. ––Cuando he entrado en la gruta tenía mucho calor, y en ella me ha dado frío. ––Pero ¿y los perros? ¿Los has visto? ––Es de suponer que hayan tomado otro camino ––respondió Biscarrat. ––Señores ––dijo uno de los guardias, ––en lo que pasa y en la palidez de nuestro amigo hay un misterio que Biscarrat no puede o no quiere revelar. Es indudable que Biscarrat ha visto algo en la gruta, y yo también quiero verlo, aunque sea el diablo. ¡A la gruta, señores; a la gruta! ––¡A la gruta! ––repitieron todos. ––¡Señores! ¡Señores! ––exclamó Biscarrat poniéndose delante de sus compañeros para cerrarles el paso. ––¡Por favor, no entréis! ––¿Pero qué hay en esta gruta? ––Decididamente ha visto al diablo ––repuso el que ya sentó esta hipótesis. ––Pues si lo ha visto, que no sea egoísta y deje que también lo veamos nosotros ––dijo otro. ––Vamos, échate a un lado. ––Señores ––dijo un oficial de más edad que los demás, que hasta entonces había callado y se expresó con sosiego que hacía contraste con la animación de los jóvenes. ––Señores, en esta gruta hay algo o alguien que no es el diablo, pero que ha tenido poder bastante para enmudecer a nuestros perros. Es preciso, pues, que sepamos qué es o quién es ese algo o ese alguien. Biscarrat intentó aún detener a sus amigos; pero todo fue inútil. Sus amigos entraron en la caverna tras el oficial que había sido el último en hablar; pero fue el primero en lanzarse, espada en mano, al subterráneo para arrostrar el peligro desconocido. Biscarrat, repelido por sus amigos, y no pudiendo acompañarles, so pena de pasar a los ojos de Porthos y Aramis por traidor y perjuro, fue a apoyarse, con el oído atento y las manos todavía extendidas en ademán de súplica, en uno de los ásperos lados de una roca que a él le pareció expuesta al fuego de los mosqueteros. En cuanto a los guardias, iban internándose por momentos y dando voces que se debilitaban a proporción de la distancia. De repente rugió como un trueno, bajo las bóvedas, una descarga de mosquetería, dos o tres balas vinieron a aplastarse contra la roca en que Biscarrat se apoyaba, y acompañados de suspiros, aullidos e imprecaciones, reaparecieron los guardias, pálidos unos, otros ensangrentados, y todos envueltos en una nube de humo que el aire exterior parecía aspirar del fondo de la caverna. ––¡Biscarrat! ¡Biscarrat! ––gritaron los fugitivos. ––¡Tú sabías que en esta caverna había una emboscada y no nos has prevenido! ¡Tú eres causa de que hayan perecido cuatro de los nuestros! ¡Ay de ti, Biscarrat! ––A lo menos dinos quién está ahí dentro ––exclamaron muchos furiosos. ––Dilo o muere ––dijo un herido incorporándose sobre una de sus rodillas y blandiendo contra su compañero una espada ya inútil. Biscarrat se precipitó a él con el pecho descubierto; pero el herido volvió a caer para no levantarse más. ––Tenéis razón ––dijo entonces Biscarrat adelantándose hacia el interior de la caverna, fuera de sí, con los cabellos erizados y la mirada fosca. ––¡Muera yo que he dejado que asesinaran a mis compañeros! ¡Soy un cobarde! Y arrojando lejos de sí su espada, pues quería morir sin defenderse, agachó la cabeza y se entró en el subterráneo, pero no solo, como él supuso, sino seguido de los demás; es decir, de los once que de los diez y seis quedaban. Pero no pasaron de donde los primeros: una segunda descarga tendió a los cinco en la fría arena, y como era imposible ver de dónde partía el mortífero rayo, los otros retrocedieron con espanto indescriptible. Continua