Re: ... de poetas, cuentos y leyendas El director de la escuela Viernes, 18 Coretti estaba muy contento esta mañana por haber venido presenciar los exámenes mensuales su maestro de la segunda, el señor Coatti, un hombretón con abundante pelo muy crespo, gran barba negra, ojos grandes oscuros y una voz de trueno, que acostumbra a amenazar a los niños con hacerlos pedazos y llevarlos de la oreja a la prevención, pone el semblante adusto; pero nunca castiga a nadie, y se sonríe por detrás de su barba, sin que los chicos se percaten. Con el señor Coatti son ocho los maestros del grupo, incluyendo también un suplente, barbilampiño, que parece un chiquillo. Hay un maestro, el de la sección cuarta, algo cojo, arropado en una gran bufanda de lana, siempre con dolores adquiridos cuando era maestro rural, pues ejercía en una escuela húmeda, cuyas paredes goteaban. Otro maestro, el de la cuarta B, es ya viejo, muy canoso y ha sido profesor de ciegos. Hay uno bien vestido, con lentes y bigotitos, al que apodan el abogadillo, porque siendo ya maestro se hizo abogado, cursó la licenciatura de Derecho y es autor de un libro para enseñar a escribir cartas. En cambio, el que nos da la gimnasia tiene tipo de soldado, estuvo sirviendo con Garibaldi y se le ve en el cuello la cicatriz de una herida de sable que recibió en la batalla de Milazzo. Luego está el Director, un hombre alto, calvo, que usa gafas con armazón de oro, y tiene una barba que le llega al pecho; viste de negro y siempre va abotonado hasta la barbilla; es tan bueno con los chicos, que, cuando van a la dirección temblando para recibir una reprimenda, no les grita, sino que los toma de la mano y les dice paternalmente que no deben portarse como lo hacen, que deben arrepentirse, prometer ser buenos. Habla con modos tan suaves y con una voz tan dulce, que todos salen con los ojos enrojecidos y más confusos que si los hubiese castigado. ¡Pobre Director! Es el primero que llega por la mañana al grupo para esperar a los alumnos y hablar con los padres; y cuando los maestros ya se han ido a su casa, todavía da una vuelta alrededor de la escuela para ver si hay chicos que se cuelgan en la trasera de los coches o se entretienen por las calles a jugar o llenando las carteras de arena o de piedras; cada vez que aparece por una esquina, tan alto y enlutado, escapan bandadas de muchachos en todas direcciones, suspendiendo al instante el juego de bolas o de peonza, y él les amenazaba desde lejos con el índice, pero sin perder su aire afable y tristón. -Nadie le ha visto reír -dice mi madre- desde que murió su hijo, que era voluntario en el ejército, y tiene siempre a la vista su retrato sobre la mesa de la dirección. No quería seguir ejerciendo su profesión después de semejante desgracia; había extendido la petición para jubilarse y la tenía de continuo en la mesa; pero no la presentaba porque le disgustaba separarse de los niños. Sin embargo, el otro día parecía decidido, y mi padre, que se hallaba con él en la dirección, le decía: -Es una lástima que usted se vaya, señor Director. En esto entró un hombre con un hijo suyo que pasaba de otro colegio al nuestro por haber cambiado de domicilio. Al ver a aquel chico, el Director hizo un gesto de extrañeza; le miró un ratito, luego observó el retrato que tenía en la mesa, volvió a fijarse en el muchacho, lo sentó en sus rodillas, haciéndole levantar la cara. Aquel chico se parecía mucho a su hijo, y dijo el Director: -Está bien-. Acto seguido hizo la matrícula, despidió al padre y al hijo, y se quedó pensativo. -Es una lástima que se vaya- repitió mi padre. Y entonces el Director tomó su instancia de jubilación, la rompió en dos pedazos, y dijo: -Me quedo.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capítulo 45 Continuación Biscarrat, sano y salvo, se sentó en una roca y esperó. De los diez y seis guardias no quedaban más que seis. ––¿Si de verdad será el diablo? ––dijo uno de los supervivientes. ––Peor es ––repuso otro. ––Preguntémoslo a Biscarrat; él lo sabe. ––¿Dónde está Biscarrat? ––Está muerto ––respondieron dos o tres. ––No ––replicó otro. ––Por fuerza conoce a los que están dentro. ––¿Por qué? ––¿No ha estado prisionero entre los rebeldes? ––Es verdad. Llamémosle, pues, y sepamos por su boca contra quién nos las habemos. ––Para nada necesitamos de él; nos llegan refuerzos ––dijo el otro oficial. En efecto, llegaba una compañía de guardias compuestas de setenta y cinco a ochenta individuos, a la que en su ardor por la caza dejaron atrás sus oficiales, que ahora salieron al encuentro de sus soldados, y con elocuencia fácil de concebir les explicaron la aventura y solicitaron su ayuda. ––¿Dónde están vuestros compañeros? ––preguntó el capitán. ––Están muertos. ––¿Pero no erais diez y seis? ––Han perecido diez. Biscarrat está en la caverna, y estamos aquí los cinco restantes. ––¿Luego Biscarrat está prisionero? ––Es probable. ––No; vedle ––repuso uno de los oficiales mostrando a Biscarrat, que en aquel instante apareció en la entrada de la caverna. Y luego añadió ––Vamos allá a ver qué nos quiere, pues nos hace seña de que nos acerquemos. ––¡Vamos! ––repitieron todos adelantándose al encuentro de Biscarrat. ––Señor de Biscarrat ––dijo el capitán dirigiéndose al joven, –– me aseguran que vos conocéis a los que están en la gruta y hacen una defensa tan desesperada. Así, pues, en nombre del rey, os intimo que declaréis cuanto sepáis. ––Mi capitán ––contestó Biscarrat, ––no tenéis ya necesidad de intimarme, pues vengo en nombre de ellos. ––¿A decirme que se rinden? ––No, señor, sino a deciros que están decididos a defenderse hasta la muerte si no les conceden buenas condiciones. ––¿Cuántos son? ––Dos, ––respondió Biscarrat. ––¿Dos y quieren imponernos condiciones? ––Dos son, capitán ––repuso Biscarrat, ––y nos han matado ya diez compañeros. ––¿Qué hombres son esos, pues? ¿Por ventura son titanes? ––Más, mi capitán, más. ¿Os acordáis de la historia del bastión de San Gervasio? ––¿Donde cuatro mosqueteros del rey hicieron frente a un ejército? Sí, la recuerdo. ––Pues los que están ahí dentro son dos de ellos. ––¿Y qué interés tienen en tal defensa? ––Son los que defendían a Belle-Isle en nombre del señor Fouquet. ––¡Los mosqueteros! ¡Los mosqueteros! ––dijeron los soldados. Y al pensar que iban a luchar contra dos de las más antiguas glorias militares del ejército, aquellos valientes se estremecieron de terror a la vez que de entusiasmo. ––¿Dos hombres y han matado diez oficiales en dos descargas? ––exclamó el capitán. ––No puede ser, señor Biscarrat. ––Yo no digo que no los acompañen dos o tres hombres, como a los mosqueteros les acompañaron tres o cuatro criados en el bastión de San Gervasio; pero, creedme, mi capitán, yo he visto a esos hombres, he sido prisionero de ellos, los conozco; bastan ellos dos para destruir un cuerpo de ejército. ––Eso es lo que vamos a ver, y pronto, ––repuso el capitán. Entonces, todos se dispusieron a obedecer; sólo Biscarrat hizo la última tentativa, diciendo en voz baja al capitán: ––Creedme, pasemos de largo. ¿Qué ganaremos combatiéndolos? ––Ganaremos la conciencia de no haber hecho retroceder a ochenta guardias del rey ante dos rebeldes. Si escuchase vuestro consejo, señor de Biscarrat, sería hombre deshonrado, y al deshonrarme, deshonraría al ejército. El capitán se hizo describir por Biscarrat y sus compañeros el interior del subterráneo, y cuando le pareció saber bastante, dividió la compañía en tres secciones, que debían entrar sucesivamente haciendo fuego graneado en todas direcciones. Sin duda en aquel ataque sucumbirían cinco hombres más, diez quizá; pero acabarían por apresar a los rebeldes, ya que la caverna no tenía salida, y por mucho que hicieran, dos hombres no podían acabar con ochenta. ––Reclamo el honor de ponerme al frente del primer pelotón, mi capitán ––dijo Biscarrat. ––Bien ––respondió el capitán. ––Gracias ––dijo el joven con la entereza de los de su estirpe. ––¡Qué! ¿Os vais sin espada? ––Sí, tal cual estoy, mi capitán ––dijo Biscarrat; ––porque no voy para matar, sino a que me maten. Y poniéndose al frente del primer pelotón, con la cabeza descubierta y los brazos cruzados, añadió: ––¡Marchen!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas OCTAVIO PAZ Mi vida con la ola Cuando dejé aquel mar, una ola se adelanto entre todas. Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo saltando. No quise decirle nada, porque me daba pena avergonzarla ante sus compañeras. Además, las miradas coléricas de las mayores me paralizaron. Cuando llegamos al pueblo, le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola que nunca ha salido del mar. Me miro seria: "Su decisión estaba tomada. No podía volver." Intente dulzura, dureza, ironía. Ella lloro, grito, acaricio, amenazo. Tuve que pedirle perdón. Al día siguiente empezaron mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la policía? Es cierto que los reglamentos no dicen nada respecto al transporte de olas en los ferrocarriles, pero esa misma reserva era un indicio de la severidad con que se juzgaría nuestro acto. Tras de mucho cavilar me presente en la estación una hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía, vacié el depósito de agua para los pasajeros; luego, cuidadosamente, vertí en él a mi amiga. El primer incidente surgió cuando los niños de un matrimonio vecino declararon su ruidosa sed. Les salí al paso y les prometí refrescos y limonadas. Estaban a punto de aceptar cuando se acerco otra sedienta. Quise invitarla también, pero la mirada de su acompañante me detuvo. La señora tomo un vasito de papel, se acerco al depósito y abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando me interpuse de un salto entre ella y mi amiga. La señora me miro con asombro. Mientras pedía disculpas, uno de los niños volvió abrir el depósito. Lo cerré con violencia. La señora se llevo el vaso a los labios: -Ay el agua esta salada. El niño le hizo eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamo al Conductor: -Este individuo echo sal al agua. El Conductor llamo al Inspector: -¿Conque usted echo substancias en el agua? El Inspector llamo al Policía en turno: -¿Conque usted echo veneno al agua? El Policía en turno llamo al Capitán: - ¿Conque usted es el envenenador? El Capitán llamo a tres agentes. Los agentes me llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y a empujones me arrastraron a la cárcel. Durante días no se me hablo, excepto durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: "El asunto es grave, verdaderamente grave. ¿No había querido envenenar a unos niños?". Una tarde me llevaron ante el Procurador. -Su asunto es difícil -repitió-. Voy a consignarlo al Juez Penal. Así paso un año. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas, mi condena fue ligera. Al poco tiempo, llego el día de la libertad. El Jefe de la Prisión me llamo: -Bueno, ya esta libre. Tuvo suerte. Gracias a que no hubo desgracias. Pero que no se vuelva a repetir, por que la próxima le costara caro... Y me miro con la misma mirada seria con que todos me veían. Esa misma tarde tome el tren y luego de unas horas de viaje incómodo llegue a México. Tome un taxi y me dirigí a casa. Al llegar a la puerta de mi departamento oí risas y cantos. Sentí un dolor en el pecho, como el golpe de la ola de la sorpresa cuando la sorpresa nos golpea en pleno pecho: mi amiga estaba allí, cantando y riendo como siempre. -¿Cómo regresaste? -Muy fácil: en el tren. Alguien, después de cerciorarse de que sólo era agua salada, me arrojo en la locomotora. Fue un viaje agitado: de pronto era un penacho blanco de vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la máquina. Adelgace mucho. Perdí muchas gotas. Su presencia cambio mi vida. La casa de pasillos obscuros y muebles empolvados se lleno de aire, de sol, de rumores y reflejos verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos. ¡Cuántas olas es una ola o como puede hacer playa o roca o rompeolas un muro, un pecho, una frente que corona de espumas! Hasta los rincones abandonados, los abyectos rincones del polvo y los detritus fueron tocados por sus manos ligeras. Todo se puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en las viejas habitaciones y se quedaba en casa por horas, cuando ya hacia tiempo que había abandonado las otras casas, el barrio, la ciudad, el país. Y varias noches, ya tarde, las escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa, a escondidas. El amor era un juego, una creación perpetua. Todo era playa, arena, lecho de sábanas siempre frescas. Si la abrazaba, ella se erguía, increíblemente esbelta, como tallo liquido de un chopo; y de pronto esa delgadez florecía en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas de caían sobre mi cabeza y mi espalda y me cubrían de blancuras. O se extendía frente a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacia horizonte y silencio. Plena y sinuosa, me envolvía como una música o unos labios inmensos. Su presencia era un ir y venir de caricias, de rumores, de besos. Entraba en sus aguas, me ahogaba a medias y en un cerrar de ojos me encontraba arriba, en lo alto del vértigo, misteriosamente suspendido, para caer después como una piedra, y sentirme suavemente depositado en lo seco, como una pluma. Nada es comparable a dormir mecido en las aguas, si no es despertar golpeado por mil alegres látigos ligeros, por arremetidas que se retiran riendo. Pero jamás llegue al centro de su ser. Nunca toque el nudo del ay y de la muerte. Quizá en las olas no existe ese sitio secreto que hace vulnerable y mortal a la mujer, ese pequeño botón eléctrico donde todo se enlaza, se crispa y se yergue, para luego desfallecer. Su sensibilidad, como las mujeres, se propagaba en ondas, solo que no eran ondas concéntricas, sino excéntricas, que se extendían cada vez mas lejos, hasta tocar otros astros. Amarla era prolongarse en contactos remotos, vibrar con estrellas lejanas que no sospechamos. Pero su centro... no, no-tenia centro, sino un vació parecido al de los torbellinos, que me chupaba y me asfixiaba. Tendido el uno al lado de otro, cambiábamos confidencias, cuchicheos, risas. Hecha un ovillo, caía sobre mi pecho y allí se desplegaba como una vegetación de rumores. Cantaba a mi oído, caracola. Se hacia humilde y transparente, echada a mis pies como un animalito, agua mansa. Era tan límpida que podía leer todos sus pensamientos. Ciertas noches su piel se cubría de fosforescencias y abrazarla era abrazar un pedazo de noche tatuada de fuego. Pero se hacia también negra y amarga. A horas inesperadas mugía, suspiraba, se retorcía. Sus gemidos despertaban a los vecinos. Al oírla el viento del mar se ponía a rascar la puerta de la casa o deliraba en voz alta por alas azoteas. Los días nublados la irritaban; rompía muebles, decía malas palabras, me cubría de insultos y de una espuma gris y verdosa. Escupía, lloraba, juraba, profetizaba. Sujeta a la luna, las estrellas, al influjo de la luz de otros mundos, cambiaba de humor y de semblante de una manera que a mí me parecía fantástica, pero que era tal como la marea. Empezó a quejarse de soledad. Llene la casa de caracolas y conchas, pequeños barcos veleros, que en sus días de furia hacia naufragar (junto con los otros, cargados de imágenes, que todas las noches salían de mi frente y se hundía en sus feroces o graciosos torbellinos) ¡Cuantos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo! Pero no le bastaban mis barcos ni el canto silencioso de las caracolas. Confieso que no sin celos los veía nadar en mi amiga, acariciar sus pechos, dormir entre sus piernas, adornar su cabellera con leves relámpagos de colores. Entre todos aquellos peces había unos particularmente repulsivos y feroces, unos pequeños tigres de acuario, grandes ojos fijos y bocas hendidas y carniceras. No sé por que aberración mi amiga se complacía en jugar con ellos, mostrándoles sin rubor una preferencia cuyo significado prefiero ignorar. Pasaba largas horas encerrada con aquellas horribles criaturas. Un día no pude más; eche abajo la puerta y me arroje sobre ellos. Ágiles y fantasmales, se me escapaban entre las manos mientras ella reía y me golpeaba hasta derribarme. Sentí que me ahogaba. Y cuando estaba a punto de morir, morado ya, me deposito en la orilla y empezó a besarme, y humillado. Y al mismo tiempo la voluptuosidad me hizo cerrar los ojos. Porque su voz era dulce y me hablaba de la muerte deliciosa de loas ahogados. Cuando volví en mi, empecé a temerla y a odiarla. Tenia descuidados mis asuntos. Empecé a frecuentar los amigos y reanude viejas y queridas relaciones. Encontré a una amiga de juventud. Haciéndole jurar que me guardaría el secreto, le conté mi vida con la ola. Nada conmueve tanto a las mujeres como la posibilidad de salvar a un hombre. Mi redentora empleo todas sus artes, pero, ¿qué podía una mujer, dueña de un número limitado de almas y cuerpos, frente a mi amiga, siempre cambiante - y siempre idéntica a sí misma en su metamorfosis incesantes? Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La niebla cayo sobre la ciudad. Llovía una llovizna helada. Mi amiga gritaba todas las noches. Durante el día se aislaba, quieta y siniestra, mascullando una sola silaba, como una vieja que rezonga en un rincón. Se puso fría; dormir con ella era tirar toda la noche y sentir como se helaba paulatinamente la sangre, los huesos, los pensamientos. Se volvió impenetrable, revuelta. Yo salía con frecuencia y mis ausencias eran cada vez mas prolongadas. Ella, en su rincón, aullaba largamente. Con dientes acerados y lengua corrosiva roía los muros, desmoronaba las paredes. Pasaba las noches en vela, haciéndome reproches. Tenía pesadillas, deliraba con el sol, con un gran trozo de hielo, navegando bajo cielos negros en noches largas como meses. Me injuriaba. Maldecía y reía; llenaba la casa de carcajadas y fantasmas. Llamaba a los monstruos de las profundidades, ciegos, rápidos y obtusos. Cargada de electricidad, carbonizaba lo que rozaba. Sus dulces brazos se volvieron cuerdas ásperas que me estrangulaban. Y su cuerpo verdoso y elástico, era un látigo implacable, que golpeaba, golpeaba, golpeaba. Huí. Los horribles peces reían con risa feroz. Allá en las montañas, entre los altos pinos y los despeñaderos, respire el aire frió y fino como un pensamiento de libertad. Al cabo de un mes regresé. Estaba decidido. Había hecho tanto frío que encontré sobre el mármol de la chimenea, junto al fuego extinto, una estatua de hielo. No me conmovió su aborrecida belleza. Le eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la dormida a cuestas. En un restaurante de las afueras la vendí a un cantinero amigo, que inmediatamente empezó a picarla en pequeños trozos, que depositó cuidadosamente en las cubetas donde se enfrían las botellas. Siento que este relato sea tan largo, pero es tan digamos curioso , me sorprendió cuando lo lei , alguien recoge una ola del mar y convive con ella , es dificil de imaginar , pero al a vez no te deja indiferente , por su extraña comosición ,es un a lectura que no he podido olvidar
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Si ,Pink, este cuento es un exponente muy claro de la obra de este autor surrealista. Y si te, deja pensando ,porque plantea los sentimientos desde un ángulo muy particular y con un lenguaje muy bonito.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas ¿Deseas que te amen? Edgar Allan Poe ¿Deseas que te amen? No pierdas, pues, el rumbo de tu corazón. Sólo aquello que eres has de ser y aquello que no eres, no. Así, en el mundo, tu modo sutil, tu gracia, tu bellísimo ser, serán objeto de elogio sin fin y el amor... un sencillo deber.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Llagas de amor Federico García Lorca Esta luz, este fuego que devora. Este paisaje gris que me rodea. Este dolor por una sola idea. Esta angustia de cielo, mundo y hora. Este llanto de sangre que decora lira sin pulso ya, lúbrica tea. Este peso del mar que me golpea. Este alacrán que por mi pecho mora. Son guirnaldas de amor, cama de herido, donde sin sueño, sueño tu presencia entre las ruinas de mi pecho hundido. Y aunque busco la cumbre de prudencia me da tu corazón valle tendido con cicuta y pasión de amarga ciencia.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capitulo 46 UN CANTO DE HOMERO Ya es tiempo de pasar al otro campo y describir a los combatientes y el teatro de la batalla. La gruta, que tenía unas cien toesas de longitud y llegaba hasta un declive que iba a parar en una caleta, en tiempo en que Belle-Isle se llamaba todavía Colonesa, fue templo de divinidades paganas, y sus misteriosas concavidades presenciaron más de un sacrificio humano. La entrada de aquella caverna la formaban una pendiente suave cubierta por una baja bóveda de amontonadas peñas; el interior, de suelo desigual y peligroso por las fragosidades de las peñas de la bóveda, se subdividía en varios compartimientos gradualmente más elevados y a los cuales se llegaba por escalones ásperos, resquebrajados y unidos a derecha y a izquierda a enormes pilares naturales. En el tercer compartimiento la bóveda era tan baja y tan estrecha la galería, que la barca apenas pudiera haber pasado rozando las paredes; con todo, en un momento de desesperación, la madera cede y la piedra se ablanda al soplo de la voluntad humana. Tal era el pensamiento de Aramis cuando, tras el combate, se decidió a la fuga, fuga peligrosa, pues no habían perecido todos los asaltantes, y admitiendo la posibilidad de botar la barca al mar, habrían huido en plena luz, ante los vencidos, que al ver cuán pocos eran hubieran tenido interés en hacer perseguir a los vencedores. Cuando las dos descargas hubieron matado diez hombres, Aramis, acostumbrado a los rodeos del subterráneo, se acercó a los cadáveres para inspeccionarlos uno a uno sin peligro, pues el humo impedía que lo viesen desde fuera, y ordenó el arrastre de la barca hasta la gran piedra que cerraba la libertadora salida. Porthos reunió todas sus fuerzas, y tomando con ambas manos la barca, la levantó mientras los bretones colocaban rápidamente los rodillos bajo ella. De esta suerte, llegaron hasta el tercer compartimiento, es decir, a la piedra que obstruía la salida. Porthos tomó por la base la gigantesca piedra, apoyó en ésta su robusto hombro y le imprimió una sacudida que hizo crujir las paredes. A la tercera sacudida cedió la piedra, que osciló por espacio de un minuto; luego Porthos se apoyó en las rocas contiguas, y haciendo palanca con uno de sus pies, arrancó y separó la piedra de las aglomeraciones calcáreas que le servían de goznes. Caída la piedra, penetró en el subterráneo la radiante luz del día, y el azulado mar apareció a los maravillados ojos de los bretones. En seguida procedióse a subir la barca sobre aquella barricada; y sólo faltaban veinte toesas para hacerla deslizar al mar, cuando llegó la compañía y el capitán la alineó para el asalto. Aramis, que todo lo vigilaba para favorecer el trabajo de sus amigos, vio el refuerzo, contó los soldados y se convenció del insuperable peligro en que iba a ponerles un nuevo combate. Huir por mar en el momento en que el subterráneo iba a ser invadido, era imposible, pues la luz que acababa de iluminar los dos últimos compartimientos hubiera mostrado a los soldados la barca deslizándose hacia el mar, y a los dos rebeldes a tiro de mosquete, sin contar que una descarga acribillaría la embarcación si no quitaba la vida a los cinco navegantes. Aramis se mesaba con rabia los cabellos, y ora invocaba el auxilio de Dios, ora del diablo. Amigo mío ––dijo Herblay en voz baja a Porthos, que trabajaba él solo más que los rodillos y los bretones, ––acaban de llegar refuerzos a nuestros adversarios. ––¡Qué hacemos, pues? ––repuso sosegadamente Porthos. ––Reanudar el combate es aventurado ––contestó Aramis. ––Es verdad, porque es difícil que no nos maten a uno de los dos, y muerto el uno, el otro se haría matar ––dijo el gigante con la heroica sencillez que en él era realzada con todas las fuerzas de la materia. ––Ni a vos ni a mí nos matarán si hacéis lo que yo os diga –– repuso Aramis, a quien las palabras de su amigo le habían penetrado en el corazón como un puñal. ––Decid, pues. ––Los soldados van a internarse en la gruta, y a lo sumo mataremos catorce o quince. ––¿Cuántos son? ––preguntó Porthos. ––Les ha llegado un refuerzo de setenta y cinco hombres. ––Que con los cinco hacen ochenta ––dijo Porthos. ––Si nos envían una descarga cerrada nos acribillan a balazos. ––Tomemos pronto una resolución. Nuestros bretones van a continuar en su tarea, y nosotros nos traemos aquí pólvora, balas y mosquetes. ––Reflexionad que los dos no conseguiremos disparar tres mosquetes a un tiempo ––dijo candorosamente Porthos. ––No me parecen bien los mosquetes. ––¿Qué haríais vos? ––Voy a emboscarme tras el pilar con esta barra de hierro, y así, invisible e inatacable, cuando hayan entrado a oleadas, descargo mi barra sobre los cráneos treinta veces por minuto. ¿Qué os parece el proyecto? ¿Os place? ––Mucho; pero la mitad se quedarán fuera para rendirnos por hambre. Lo que necesitamos es destruirlos a todos, pues un solo hombre que sobreviva nos pierde. ––Es verdad; pero ¿cómo atraerlos? ––No moviéndonos. ––Pues no nos movamos; pero ¿y cuando estén todos reunidos? ––Dejadlo en mi mano; se me ha ocurrido una ideal ––Si es así, con tal que la idea que se os ha ocurrido sea buena... y debe serlo... estoy tranquilo. ––Al acecho, Porthos, y contad los que entren. ––¿Y vos? ––No os preocupéis por mí; no estaré ocioso. ––Creo que oigo voces. ––Son ellos. A vuestro sitio, y haced que podamos oírnos y tocarnos. Porthos se refugió en el segundo compartimiento, completamente obscuro, empuñando una barra de hierro de cincuenta libras de peso que había servido para hacer rodar la barca y que manejaba con facilidad maravillosa. Aramis entró en el tercer compartimiento, se agachó y empezó la maniobra misteriosa. Mientras tanto los bretones empujaban la barca hasta la playa. Se oyó una voz de mando; era la última orden del capitán. Veinticinco hombres saltaron de las rocas superiores al primer compartimiento de la gruta, y rompieron el fuego. Retumbaron los ecos, los silbidos de las balas surcaron la bóveda, y el espacio se llenó de densa humareda. ––¡Por la izquierda! ¡Por la izquierda! ––gritó Biscarrat, que en su primer reconocimiento había visto el paso del segundo compartimiento, y que, animado por el olor de la pólvora, quería guiar hacia aquel lado a sus soldados. Estos avanzaron, efectivamente, por la izquierda y se metieron en el estrecho corredor guiados por Biscarrat que, con las manos hacia adelante, iba buscando su muerte. ––¡Venid! ¡Por aquí! ––gritó Biscarrat. ––Veo una luz. ––¡Golpe en ellos! ––dijo Aramis con voz sepulcral. Porthos exhaló un suspiro, pero obedeció. La barra de hierro descargó en mitad de la cabeza de Biscarrat, que cayó muerto con la palabra en los labios. Luego la formidable barra volvió a levantarse para descargar diez veces en diez segundos y dejar tendidos diez hombres. Los soldados nada veían: sólo oían ayes y suspiros y hollaban cuerpos; todavía no sabían lo que pasaba, y avanzaron tropezando unos con otros, mientras la implacable barra subía y bajaba incesantemente hasta acabar con el primer pelotón., sin que un solo ruido hubiese puesto sobre aviso al pelotón segundo, que avanzaba tranquilamente, aunque alumbrado por una antorcha formada de las entretejidas ramas de un pequeño pino que el capitán arrancó fuera de la gruta. Al llegar al compartimiento en que Porthos, semejante al ángel exterminador, destruyó cuantos tocó, la primera fila retrocedió aterrorizada. Ninguna descarga había contestado a las descargas de los guardias, y sin embargo, ante sí tenían un montón de cadáveres y sus pies nadaban literalmente en sangre. Porthos continuaba detrás de su pilar. El capitán, al alumbrar con la trémula luz del inflamado pino aquella horrible carnicería de la que en vano buscaba la causa, retrocedió hasta el pilar tras el cual estaba Porthos; entonces salió de la obscuridad una mano descomunal, agarró el pescuezo del capitán, que lanzó un estertoroso ronquido, azotó el aire con las manos, soltando la antorcha, que se apagó en la sangre, y un segundo después cayó junto a la antorcha. Todo se hizo misteriosamente y como por arte de magia. Entonces, el teniente, obedeciendo a un impulso irreflexivo, instintivo, maquinal, dio la voz de ¡fuego! Una descarga retumbó, aulló en aquellas concavidades y arrancó enormes piedras de las bóvedas; la caverna, por un instante quedó iluminada por la luz de los fogonazos, pero luego más oscura a causa del humo. Tras la descarga reinó el más profundo silencio, sólo turbado por los pasos de la tercera brigada que entraba en el subterráneo.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capítulo 47 LA MUERTE DE UN TITÁN En el momento en que Porthos, más acostumbrado a la obscuridad que los que entraban, miraba en torno de sí, para ver si en medio de aquella negrura Aramis le hacía alguna señal, sintió un golpecito en el brazo, y en su oído una voz suave que decía: ––Venid. ––¿Adónde? ––dijo Porthos. ––¡Silencio! ––repuso Aramis, todavía más quedo. Con el ruido de la tercera brigada. que continuaba avanzando, y acompañados de las imprecaciones de los guardias que quedaron en pie y del estertor de los moribundos, Aramis y Porthos se escurrieron, sin ser vistos, a lo largo de las graníticas paredes de la gruta. Aramis condujo a su amigo al penúltimo compartimiento, y le mostró, en un; hueco de la pared, un barril de pólvora de sesenta a ochenta libras de peso, al cual había aplicado una mecha. ––Amigo mío ––dijo Herblay a Porthos, ––vais a tomar este barril del que voy a encender la mecha, y arrojarlo en medio de nuestros enemigos; ¿podéis? ––¡Ya lo creo! ––contestó Porthos. ––Encended la mecha. Aguardad a que estén todos reunidos; luego, Júpiter mío, lanzad vuestro rayo en medio de ellos. ––Encended la mecha ––repitió el gigante. ––Yo ––continuó Aramis ––voy a reunirme a los bretones para ayudarles a botar la barca al agua. Os aguardo en la orilla. Lanzad el barril con mano firme y venid corriendo. ––Encended ––dijo por tercera vez Porthos. ––¿Me habéis comprendido? ––preguntó Aramis. ––Cuando me explican comprendo ––respondió Porthos riéndose. ––Venga la yesca y marchaos. Aramis dio un trozo de yesca ardiendo a Porthos, y se fue a la salida de la caverna, donde le estaban aguardando los tres remeros. Porthos aplicó la yesca a la mecha, y aquella chispa, principio de un incendio espantoso, brilló en la obscuridad como una luciérnaga y se corrió a la mecha, que se encendió. Porthos activó el fuego con un soplo. Gracias a haberse disipado un poco el humo, a la claridad de la mecha durante dos segundos pudieron distinguirse los objetos. Breve, pero magnífico fue el espectáculo que ofreció aquel coloso, pálido, ensangrentado y con el rostro iluminado por el fuego de la mecha que en la obscuridad ardía. Los soldados al verlo, al ver el barril que en la mano sostenía, comprendieron lo que iba a pasar, y aterrados, lanzaron un grito de agonía. Unos intentaron huir, pero se encontraron con la tercera brigada que les cerró el paso, los otros apuntaron maquinalmente e hicieron fuego con sus descargados mosquetes; otros cayeron de hinojos, y dos o tres oficiales prometieron a Porthos la libertad si les concedía la vida. El teniente de la tercera brigada repetía la voz de fuego, pero los guardias tenían ante sí a sus despavoridos compañeros que servían de muralla viviente a Porthos: Cada sopló de Porthos al reavivar el fuego de la mecha, enviaba a aquel hacinamiento de cadáveres una luz sulfurosa interrumpida por anchas y purpúreas fajas. El espectáculo,` sólo. duró dos segundos; pero en aquel tiempo, un oficial de la tercera brigada reunió ocho guardias armados de sendos mosquetes y les ordenó que hiciesen fuego sobre Porthos a través de una abertura. Los que habían recibido la orden de disparar temblaron de tal suerte, que la descarga mató a tres de sus compañeros, y a las cinco balas restantes fueron silbando a rayas la bóveda, a surcar el suelo o a empotrarse en las paredes. A la descarga respondió una carcajada, luego osciló el brazo del coloso, pasó por el aire algo como un cometa, y el barril, lanzado a treinta pasos, pasó por encima de la barricada de cadáveres y fue a caer en medio de un pelotón de aulladores soldados que se dejaron caer de bruces. El oficial, que había seguido en el aire la brillante cola, se precipitó sobre el barril para arrancar la mecha antes que hubiese prendido en la pólvora. Su abnegación fue inútil, la mecha, que en reposo habría durado cinco minutos, activada por el aire no duró más que treinta segundos, y la máquina infernal reventó. Furiosos torbellinos, silbidos del azufre y del nitro, estragos devoradores del fuego, trueno espantoso de la explosión, he ahí lo que en el segundo que siguió a los dos segundos primeros pasó en aquella caverna, igual en horrores a una caverna de demonios. Las rocas se abrieron como tablas de abeto bajo el hacha; en medio de la gruta brotó un chorro de fuego, de despojos que se ensanchaba a proporción que subía; las macizas paredes de sílice se inclinaron para acostarse en la arena, que convertida en instrumento de dolor se lanzó fuera de sus endurecidas capas en millones de átomos para acribillar los rostros de los moribundos. Ayes, aullidos, imprecaciones, existencias, todo se apagó en aquella inmensa catástrofe que convirtió los tres primeros compartimientos en un abismo en el cual cayeron uno a uno y según su pesadez, los despojos vegetales, minerales o humanos, y luego la arena y la ceniza, que cual plomiza y humeante mortaja cubrieron aquel lugar de horrores. Busquen ahora en aquella ardiente tumba, en aquel volcán subterráneo, a los guardias del rey con sus uniformes azules con adornos de plata; busquen a los oficiales relucientes de oro, y las armas en que confiaron todos para defenderse; y busquen, por fin, las piedras que les mataron y el suelo que los sustentó. Un hombre solo, lo ha convertido todo en un caos más confuso, más informe y más terrible que el caos que existía una hora antes de que Dios creara el mundo. De los tres compartimientos no quedó cosa alguna que Dios pudiese haber reconocido como obra suya. Porthos, según le aconsejó Aramis, después de haber lanzado el barril de pólvora echó a correr y llegó al último compartimiento, en el que entraba el aire y el sol, y a cien pasos de él vio la barca mecida por las olas y a sus amigos, es decir, la libertad y la vida después de la victoria. Seis zancadas más y se encontraba fuera de la bóveda, y con otras seis zancadas llegaba a la barca; pero de improviso le flaquearon las piernas y sintió como si se le hubiesen vaciado las rodillas. ––¡Ah diantre! ––murmuró Porthos, ––vuelve a acometerme debilidad y no puedo andar. ¿Qué significa esto? ––¡Porthos! ––gritó Aramis al través de la puerta, no explicándose por qué se detenía el gigante, ––¡venid pronto! ¡pronto! ––No puedo ––contestó Porthos haciendo un esfuerzo que contrajo inútilmente todos los músculos de su cuerpo. Porthos cayó de rodillas; pero con sus robustas manos se agarró a las rocas y volvió a levantarse. ––¡Pronto! ¡pronto! ––repitió Aramis encorvándose hacia la orilla como para atraer a Porthos con sus brazos. ––Aquí estoy ––balbuceó él llamando a sí todas sus fuerzas para adelantarse otro paso. ––En nombre del cielo, Porthos, venid; el barril va a reventar. ––Venid, monseñor ––dijeron los bretones al ver que Porthos se movía como en una pesadilla. Pero ya no era tiempo: retumbó la explosión, la tierra se resquebrajó, la humareda se lanzó por las anchas hendiduras, se obscureció el cielo, la mar refluyó como repelida por la bocanada de fuego que brotó de la gruta como de la boca de gigantesco monstruo; el reflujo arrastró la barca hasta unas veinte toesas de la orilla, todas las peñas crujieron en su base y se rompieron en pedazos como al esfuerzo de poderosas cuñas; parte de la bóveda se remontó por los aires; el fuego róseo y verde del azufre y la negra lava de las liquefacciones arcillosas, chocaron y combatieron por un instante bajo una majestuosa cúpula de humo, y luego oscilaron, se inclinaron y cayeron largos fragmentos de las rocas, que la violencia de la explosión no pudo desarraigar de sus seculares zócalos; fragmentos que se saludaban unos a otros como ancianos graves y lentos, y luego se prosternaban y tendían para siempre. Aquel espantoso choque pareció devolver a Porthos las perdidas fuerzas; gigante entre aquellos gigantes, se levantó; pero en el instante en que huía por en medio de las dos filas de graníticos fantasmas, estos últimos ya no sostenidos por los correspondientes eslabones, empezaron a rodar con estrépito en torno de aquel titán al parecer precipitado desde el cielo en medio de las rocas que acababa de lanzar contra él. Porthos sintió temblar bajo sus pies el suelo conmovido por aquella espantosa sacudida, y tendió a derecha y a izquierda sus titánicas manos para repeler las peñas que se le iban encima. Sin embargo, tan enorme fue una de ellas, que le hizo doblar los brazos y agachar la cabeza, mientras otra granítica mole le caía entre los hombros. Por un instante los brazos de Porthos cedieron, pero el Hércules reunió todas sus fuerzas y separó lentamente las paredes de aquella prisión en que estaba sepultado. Porthos apareció en aquel marco de granito como el ángel del caos; pero al separar las peñas laterales, quitó su punto de apoyo al monolito que pesaba sobre sus hombros, y el monolito hizo caer de rodillas al gigante. Las rocas laterales, separadas por un instante, volvieron a juntarse y añadieron su peso al peso primitivo, bastante para aplastar a diez hombres. El gigante cayó sin pedir socorro; cayó respondiendo a Aramis con palabras de aliento y de esperanza, porque por breve espacio y gracias al robusto puntal de sus manos, pudo creer que, como Encelado, sacudiría aquel triple, peso. Sin embargo, Aramis vio cómo poco a poco la mole bajaba; las crispadas manos y los por un postres esfuerzo envarados brazos, cedieron como cedieron los desgarrados hombros, y la peña continuó bajando, bajando... ––¡Porthos! ¡Porthos! ––exclamó Aramis mesándose los cabellos, ––¡Porthos! ¿dónde estáis? ¡Hablad! ––¡Paciencia! ¡paciencia ––murmuró Porthos con voz que iba extinguiéndose por momentos. Apenas pudo concluir sus última palabra; el impulso de la caída aumentó el peso; la enorme peña se sentó, cargada por las otras, y abismó a Porthos en una sepultura de rotas piedras. Al oír la expirante voz de su amigo, Aramis dejó de guardia a uno de los tres bretones en la barca, saltó en tierra seguido de los otros dos, provistos de una palanca, y se encaminó hacia donde oía el último estertor del intrépido Porthos. Herblay, centelleante, magnífico, joven como a los veinte años, se abalanzó a la triple mole, con sus manos delicadas como las de una mujer, levantó por un milagro de vigor una de las esquinas de la inmensa sepultura de granito. Entonces vislumbró en las tinieblas de aquella fosa la todavía brillante mirada de su amigo, a quien la peña levantada por un instante había devuelto la respiración. Al punto Aramis y los dos bretones se agarraron a la palanca de hierro, y con su triple esfuerzo intentaron, no levantar la peña, sino sostenerla al aire. Todo fue inútil: los tres se vieron forzados a ceder lentamente y con dolor de su corazón. Porthos, al verles agotar sus fuerzas en lucha estéril, murmuró burlonamente estas palabras supremas que le llegaron a los labios con el postrer aliento: ––¡Pesa demasiado! Después se empañaron los ojos, palideció su rostro, le blanquearon las manos, y el titán lanzó el postrer suspiro. Los tres hombres soltaron la palanca, que rodó sobre la tumularia peña; luego, jadeante, descolorido, con el pecho oprimido y el corazón a punto de rompérsele, Aramis prestó oído atento. Nada se oía: el gigante dormía el sueño eterno en la sepultura que Dios le había dado conforme a su grandeza.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas COPLAS... Entreme donde no supe y quedéme no sabiendo toda ciencia trascendiendo. Yo no supe dónde entraba pero cuando allí me vi sin saber dónde me estaba grandes cosas entendí no diré lo que sentí que me quedé no sabiendo toda ciencia trascendiendo. De paz y de piedad era la ciencia perfecta, en profunda soledad entendida vía recta era cosa tan secreta que me quedé balbuciendo toda ciencia trascendiendo. Estaba tan embebido tan absorto y ajenado que se quedó mi sentido de todo sentir privado y el espíritu dotado de un entender no entendiendo toda ciencia trascendiendo. El que allí llega de vero de sí mismo desfallece cuanto sabía primero mucho bajo le parece y su ciencia tanto crece que se queda no sabiendo, toda ciencia trascendiendo. Cuanto más alto se sube tanto menos se entendía que es la tenebrosa nube que a la noche esclarecía por eso quien la sabía queda siempre no sabiendo, toda ciencia trascendiendo. Este saber no sabiendo es de tan alto poder que los sabios arguyendo jamás le pueden vencer que no llega su saber a no entender entendiendo toda ciencia trascendiendo. Y es de tan alta excelencia aqueste sumo saber que no hay facultad ni ciencia que le puedan emprender quien se supiere vencer con un no saber sabiendo, toda ciencia trascendiendo. Y si lo queréis oír consiste esta suma ciencia en un subido sentir de la divinal esencia es obra de su clemencia hacer quedar no entendiendo toda ciencia trascendiendo. San Juan de la Cruz
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capitulo 48 EL EPITAFIO DE PORTHOS Aramis, silencioso, helado, temblando como un medroso niño, bajó de aquella peña, tumba que no podía ser hollada por cristianos pies. Parecía que algo de Porthos hubiese muerto en él. Los bretones rodearon a Aramis, y le abrazaron, él les dejó hacer, y los tres marineros le tomaron en peso y le condujeron a la barca. Colocado en el banco, junto al timón, los tres bretones hicieron fuerza de remos. prefiriendo alejarse de esta manera a izar la vela que podía venderlos. De la arrasada superficie de la antigua gruta de Locmari, de aquella orilla, sólo una prominencia atraía la mirada. Aramis no podía desviar de ella los ojos, y desde lejos, desde la mar, a medida que se alejaba, le parecía que la amenazadora y altiva peña se erguía, como antes se irguiera Porthos, y levantaba hasta el cielo una cabeza risueña e invencible como la del probo y valiente amigo, el más fuerte de los cuatro y, sin embargo, muerto el primero. ¡Extraño destino el de aquellos hombres de bronce! El más sencillo de corazón aliado al más astuto; la fuerza corporal guiada por la sutileza de la inteligencia; y el cuerpo, una piedra, una peña, un peso vil y material dominaba la fuerza y, desplomándose sobre su cuerpo, lanzaba de él a la inteligencia. ¡Oh digno Porthos! Nacido para ayudar a los demás, siempre dispuesto a sacrificarse en pro de los débiles, como si Dios no le hubiese dado la fuerza más que para esto, al morir, creyó que no hacía más que cumplir las condiciones de su pacto con Aramis, sin embargo de que únicamente Aramis lo redactó, pacto que conoció sólo para reclamar su terrible solidaridad. ¡Oh noble Porthos! ¿De qué te sirvieron los castillos llenos de muebles, los bosques poblados de caza, los lagos rebosantes de pesca y las cuevas pletóricas de dinero? ¿De qué tantos lacayos de relucientes libreas, entre ellos Mosquetón, enorgullecido del poder que le delegaste? ¡Oh Porthos! ¿para qué acumular tesoros, para qué tanto afanarte en suavizar y dorar tu vida para venir a tenderte, con los huesos triturados, bajo fría piedra, en desierta playa, a los graznidos de los pájaros del océano? ¿Para qué acumular tanta riqueza si ni siquiera había de figurar en tu sepultura un dístico de mal poeta? ¡Oh bravo Porthos! Sin duda duerme todavía, olvidado, perdido, bajo la peña que los pastores del páramos toman por el techo gigantesco de un dolmen. Aramis, pálido, helado y con el corazón en los labios, hasta que la playa desapareció en el horizonte envuelta en el velo de la noche, no apartó de la tumba de su amigo los ojos. Ni una palabra se exhaló de sus labios, ni un suspiro salió de su oprimido pecho. Los bretones, supersticiosos, le miraban con temor; más que de hombre, aquel silencio era de estatua. Ya casi de noche, los bretones izaron la pequeña vela, que hinchándose al beso de la brisa impulsó a la barca, que alejándo se de la costa. con rapidez, puso la proa hacia España y se. lanzó _ . al través del proceloso golfo de Gàscuña. Pero apenas hacía media hora que habían izado la vela, cuándo los remeros se encorvaron. en sus bancos, y haciendo pantalla de sus manos se mostraron unos a otros un punto blanco como en la apariencia lo está una gaviota mecida por la insensible respiración de las olas. Pero lo que parecía inmóvil para los ojos de un profano, para la experta mirada del marinero caminaba con rapidez. Viendo el profundo embotamiento de su amo, los bretones no se atrevieron a sacarle de su ensimismamiento, y se limitaron a hacer conjeturas en voz baja. En efecto, Aramis, tan vigilante, tan activo, Aramis, cuyos ojos, como los del lince, velaban incesantemente y veían más de noche que de día, se hundía en la desesperación de su alma. Así transcurrió una hora, durante la cual la luz del día fue apagándose gradualmente, pero durante la cual también el buque a la vista se acercó tanto a la barca, que Goennec, uno de los tres marineros, se decidió a decir en voz bastante alta: ––Monseñor, nos persiguen. Aramis nada contestó. Entonces, los marineros, al ver que el buque seguía avanzando, por orden del patrón Ibo, arriaron la vela, a fin de que aquel único punto que aparecía en la superficie de las olas cesase de guiar al enemigo, el cual largó dos velas más. Por desgracia, corrían los días más hermosos y más largos del año, y a la luz de aquel día nefasto sucedió la noche de la más esplendente luna. El buque perseguidor navegaba viento en popa, y le quedaba todavía media hora de crepúsculo, y toda una noche de claridad relativa. ––¡Monseñor! ¡monseñor! ¡estamos perdidos! ––dijo el patrón; ––mirad, aunque hayamos cargado nuestra vela, nos ven. Aramis sin responder, le dio al patrón un catalejo. Ibo miró y repuso: ––¡Oh! monseñor, los veo tan cerca, que me parece que puedo tocarlos con las manos. A lo menos vienen veinticuatro hombres. ¡Ah! ahora veo al capitán en la proa, y mira con un anteojo como éste... Ahora se vuelve y da una orden... Emplazan un cañón en la proa... lo cargan... apuntan... ¡Misericordia divina! ¡disparan contra nosotros! Y bajó maquinalmente el catalejo, y los objetos, repetidos hacia el horizonte, le aparecieron bajo su aspecto real. Por debajo de las velas del buque perseguidor, y un poco más azul que ellas, apareció una nubecilla de humo que se dilató cual flor que se abre, y poco más o menos a una milla del cañoncito una bala lamió dos o tres olas, abrió un blanco surco en el mar y desapareció tan inofensiva como la piedra con la cual, jugando, un muchacho hace círculos en el agua. Aquella bala fue a la vez una amenaza y un aviso. ––¿Qué hacemos? ––preguntó el patrón. ––Van a echarnos a pique ––dijo Goennec; ––dadnos la absolución, monseñor. ––Olvidáis que nos ven ––dijo Aramis a los marineros arrodillados a sus pies. ––Es verdad ––exclamaron los bretones avergonzados de su debilidad. ––Ordenad, monseñor, estamos prontos a morir por vos. ––Esperemos ––dijo Aramis. ––¿Que esperemos? ––Sí; ¿no veis que de huir van a echarnos a pique, como habéis dicho hace poco? ––Quizás al amparo de la noche podamos escapar ––dijo el patrón. ––No les faltará algún fuego griego para iluminar su camino y el nuestro ––objetó Aramis. Al mismo tiempo y cual si el buque enemigo hubiese querido responder a las palabras de Aramis, se remontó al cielo una segunda nubecilla del seno de la cual surgió tina inflamada flecha que describió una parábola semejante a un arco iris, cayó en el mar, donde continuó ardiendo, e iluminó un espacio de un cuarto de legua de diámetro. Ya veis que más vales esperar ––dijo Aramis a los aterrorizados bretones, que a una soltaron sus remos. La barca cesó de avanzar y se metió sobre las olas. Entretanto, la noche se venía encima, y el buque continuaba avanzando. De tiempo en tiempo y cual buitre de sanguinolento cuello que saca la cabeza fuera de su nido, el formidable fuego griego partía de los costados del buque y arrojaba en medio del océano su llama, blanca como nieve candente. Por fin llegó a tiro de mosquete con toda la tripulación en la cubierta, y arma al brazo los unos y los otros con la mecha encendida en la mano y junto á los cañones. No parecía sino que tuviesen que habérselas con una fragata y combatir a una tripulación superior en número. ¡Rendíos! ––gritó el capitán del buque con ayuda de una bocina. Los marineros miraron a Aramis, y viendo que les hacía una señal afirmativa, Ibo hizo ondear un trapo blanco al extremo de un bichero. Lo cual era una manera de arriar el pabellón. El buque avanzó como un caballo corredor; lanzó un nuevo cohete, que vino a caer a unas veinte brazas de la barca y la iluminó con más claridad que un rayo del más ardiente sol. ––A la primera señal de resistencia, ¡fuego! ––exclamó el capitán del buque dirigiéndose a sus soldados, que inmediatamente apuntaron sus mosquetes. ––¿No os hemos dicho que nos rendíamos? ––repuso Ibo. ––¡Vivos, vivos, capitán! ––dijeron algunos soldados exaltados; ––¡es preciso tomarlos vivos! ––Bien, sí, vivos ––dijo el capitán. Y volviéndose hacia los bretones, añadió: ––A todos se os garantiza la vida, menos al caballero Herblay. Aramis se estremeció casi imperceptiblemente, y por un momento fijó la mirada en las profundidades del océano, iluminado por los últimos vislumbres del fuego griego, vislumbres que corrían por las pendientes de las olas, brillaban en sus crestas cual penachos, y hacían aún más sombríos, más misteriosos y más terribles los abismos a los cuales cubrían. ––¿Habéis oído, monseñor? ––dijeron los bretones. ––Sí. ––¿Qué ordenáis? ––Aceptad. ––Pero ¿y vos, monseñor? ––Aceptad ––repitió Aramis inclinándose hasta la borda y mojando las yemas de sus blancos y puntiagudos dedos en la verdosa agua del mar, a la cual miraba sonriéndose como a una amiga. ––Aceptamos ––respondieron los bretones; ––pero ¿qué garantías se nos da? ––La palabra de un caballero ––dijo el oficial. ––Por el nombre y por el uniforme que visto juro que se os respetará la vida a todos, menos al señor caballero de Herblay. Soy teniente de la fragata del rey “Pomona”». y me llamo Luis Constant de Pressigny. Con un gesto rápido, Aramis, ya inclinado hacia el agua y con la mitad del cuerpo fuera de la borda, irguió la frente, se levantó, y con las pupilas inflamadas, la sonrisa en los labios, y como si le hubiese pertenecido a él el mundo, ordenó que echasen la escala; así lo hicieron los del buque de guerra. Aramis subió a bordo seguido de los bretones, que quedaron mudos de asombro al ver que Herblay, en lugar de abatirse, se encaminó resueltamente y con la mirada fija en él al encuentro del capitán y le hizo con la mano una seña misteriosa, ante la cual el oficial palideció, tembló y bajó la cabeza. Luego y sin proferir palabra, Herblay levantó la mano izquierda hasta la altura de los ojos de Pressigny, y le mostró el engaste de un anillo que le ceñía el anular. En aquella actitud majestuosa, fría, silenciosa y altiva, Aramis parecía un emperador dando a besar su mano. El capitán levantó de nuevo la cabeza y volvió a bajarla con muestras del más profundo respeto; luego tendió una mano hacia popa, es decir, hacia la cámara, y se hizo a un lado para ceder el paso a Aramis. Los tres bretones se miraban unos a otros con indecible estupefacción en medio del silencio de los tripulantes. Cinco minutos después el capitán llamó a su segundo, que subió inmediatamente y le ordenó que hiciera rumbo a la Coruña. Mientras se estaba ejecutando la orden dada por Pressigny, Herblay reapareció en la cubierta, se sentó junto al empalletado, y a pesar de lo obscuro de la noche, pues aun no había salido la luna, clavó obstinadamente la mirada en dirección a Belle-Isle. ––¿Qué ruta seguimos, capitán ––preguntó en voz baja Ibo a Pressigny, que se había vuelto a popa. ––La que le place a monseñor ––respondió el interpelado. Aramis pasó la noche sobre el empalletado. Ibo, al acercarse a él a la mañana siguiente, notó que la noche debió haber sido muy húmeda, pues la madera sobre la cual el obispo apoyaba la cabeza, estaba mojada como por el rocío. ¡Quién sabe si fue el rocío, o si fueron las primeras lágrimas que derramaran los ojos de Aramis! ¡Oh buen Porthos! ¿qué epitafio hubiera valido lo que aquél?
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Hoy comienza el otoño para los que estamos en el hemisferio Sur, y la primavera para los del Norte, y por eso es el día Forestal Mundial. Les dejo esto para refexionar .... Pare digueu-me què li han fet al riu que ja no canta. Rellisca com un barb mort sota un pam d'escuma blanca. Pare que el riu ja no és el riu. Pare abans que torni l'estiu amagui tot el que és viu. Pare digueu-me què li han fet al bosc que no hi ha arbres. A l'hivern no tindrem foc ni a l'estiu lloc per aturar-se. Pare que el bosc ja no és el bosc. Pare abans de que no es faci fosc ompliu de vida el rebost. Sense llenya i sense peixos, pare, ens caldrà cremar la barca, llaurar el blat entre les enrunes, pare i tancar amb tres panys la casa i deia vostè... Pare si no hi ha pins no es fan pinyons ni cucs, ni ocells. Pare on no hi ha flors no es fan abelles, cera, ni mel. Pare que el camp ja no és el camp. Pare demà del cel plourà sang. El vent ho canta plorant. Pare ja són aquí... Monstres de carn amb cucs de ferro. Pare no, no tingeu por, i digueu que no, que jo us espero. Pare que estan matant la terra. Pare deixeu de plorar que ens han declarat la guerra Joan Manuel Serrat Padre decidme qué le han hecho al río que ya no canta. Resbala como un barbo muerto bajo un palmo de espuma blanca. Padre que el río ya no es el río. Padre antes de que llegue el verano esconded todo lo que esté vivo. Padre decidme qué le han hecho al bosque que ya no hay árboles. En invierno no tendremos fuego ni en verano sitio donde resguardarnos. Padre que el bosque ya no es el bosque. Padre antes de que oscurezca llenad de vida la despensa. Sin leña y sin peces, padre tendremos que quemar la barca, labrar el trigo entre las ruinas, padre, y cerrar con tres cerrojos la casa y decía usted... Padre si no hay pinos no habrá piñones, ni gusanos, ni pájaros. Padre donde no hay flores no se dan las abejas, ni la cera, ni la miel. Padre que el campo ya no es el campo. Padre mañana del cielo lloverá sangre. El viento lo canta llorando. Padre ya están aquí... Monstruos de carne con gusanos de hierro. Padre no, no tengáis miedo, y decid que no, que yo os espero. Padre que están matando la tierra. Padre dejad de llorar que nos han declarado la guerra
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capitulo 49 EL REY LUIS XIV D'Artagnan, que no estaba acostumbrado a resistencias como la que acababan de oponerle, regresó sumamente irritado a Nantes, y ya sabemos que en él, hombre de fibra, la irritación se manifestaba por una impetuosa embestida a la que hasta entonces pocos resistieron, aunque fuesen reyes. D'Artagnan, todo exaltado fue derecho a palacio para hablar al rey. Este madrugaba desde que estaba en Nantes; serían las siete de la mañana cuando llegó D'Artagnan. ––Voy a anunciaros ––dijo M. de Gesvres, con un aire que nada bueno presagiaba. Gesvres volvió después de cinco minutos; cedió el paso a D'Artagnan, le condujo directamente al gabinete de Su Majestad, y se colocó a espaldas de su compañero en la antesala, desde la cual se oía hablar claramente al rey con su ministro Colbert, en el mismo gabinete en que Colbert, algunos días antes, oyó hablar en alta voz al rey con D'Artagnan. Los guardias estaban formados a caballo ante la puerta principal y poco a poco cundió por la ciudad el rumor de que el capitán de mosqueteros acababa de ser arrestado por orden del rey. Entonces y como en los buenos tiempos de Luis XIV y de Treville, los mosqueteros se agitaron, ora formando grupos, ora llenando las escaleras, ya congregándose en los patios, de los que partían vagos rumores que subían hasta los pisos altos cual los roncos lamentos de las olas durante el flujo. Gesvres estaba inquieto y miraba a sus guardias, que interrogados por los mosqueteros empezaban a apartarse de ellos manifestando también alguna inquietud. D'Artagnan, mucho más sereno que el capitán de guardias, al entrar se sentó en el alféizar de una ventana, y con su mirada de águila y sin pestañear, presenciaba lo que ocurría sin que le pasara inadvertido ninguno de los progresos de la fermentación que se iniciara al rumor de su arresto, y previendo el instante de la explosión. ––¡Bueno estaría que esta noche mis pretorianos me proclamaran rey de Francia! ––dijo entre sí D'Artagnan ––¡Y que no me reiría poco! Pero a lo mejor todo se calmó. Guardias, mosqueteros, oficiales, soldados, murmullos y zozobras, se dispersaron, desaparecieron, se evaporaron; Una sola frase apaciguó aquel revuelto mar. ––Señores, silencio ––dijo Brienne por encargo de Su Majestad, ––estáis molestando al rey. ––Vaya, se acabó ––murmuró D'Artagnan suspirando, ––los mosqueteros de hoy no son los de Luis XIII. ––¡Que entre el señor D'Artagnan! ––gritó el ujier. El rey estaba sentado en su gabinete, de espaldas a la puerta y de cara a un espejo al cual y mientras removía sus papeles le bastaba lanzar una mirada para ver a los que entraban. Al entrar D'Artagnan, Luis XIV, sin volverse, echó sobre sus cartas y sus planos el gran paño de seda verde que le servía para esconder sus secretos a los ojos de los importunos. D'Artagnan comprendió la intención del rey y se quedó atrás; de manera que pasado un momento, el monarca, que nada oía y sólo veía con el rabillo del ojo, se vio obligado a preguntar en alta voz: ––¿No está ahí el señor de D'Artagnan? ––Presente ––respondió el mosquetero adelantándose. ––¿Qué tenéis que decirme, caballero? ––dijo Luis fijando su límpida mirada en D'Artagnan. ––¿Yo, Sire? ––repuso el gascón, que espiaba la primera esto cada del adversario para dar un buen quite. ––sólo tengo que deciros que me habéis hecho arrestar y que estoy aquí. El rey iba a replicar que no había mandado arrestar a D'Artagnan; pero como esto hubiera sido una excusa, se calló, en lo cual le imitó obstinadamente el gascón. ––¿Para qué os envié a Belle-Isle? ––prosiguió Luis XIV mirando de hito en hito a su capitán. ––Paréceme ––respondió D'Artagnan al ver que el rey se colocaba en un terreno para él tan favorable ––que Vuestra majestad se digna preguntarme qué fui a hacer en Belle-Isle. Pues bien, no lo sé; no es a mí a quien debéis dirigir semejante pregunta, Sire, sino al infinito número de oficiales de toda especie a quienes se dio un número infinito de órdenes de toda clase, mientras que a mí, generalísimo de la expedición, no se me precisó absolutamente nada. ––Caballero ––repuso el rey, herido en su orgullo, ––sólo se dieron .órdenes a los jefes y oficiales que inspiraban confianza ––Por eso no me admiro, Sire ––replicó D'Artagnan, ––que un capitán como yo, que tiene la categoría de mariscal de Francia, se halla a las órdenes de cinco o seis tenientes mayores, buenos para espías, no lo niego, pero no para dirigir operación alguna de guerra. Sobre el particular he venido a pedir explicaciones a Vuestra Majestad. ––Señor de D'Artagnan, continuáis, como siempre, creyendo que vivís en un siglo en que los reyes estaban como vos quejáis que habéis estado, esto es, bajo las órdenes y a la discreción de sus inferiores; olvidáis que un rey sólo debe rendir cuanta de sus acciones a Dios ––Nada olvido, Sire ––dijo el mosquetero, mortificado a su vez por la lección. ––Por otra parte, no veo en qué puede ofender a su rey un hombre cabal al preguntarle en qué le ha servido mal. ––Me habéis servido malamente al hacer contra mí causa común con mis enemigos. ––¿Cuáles son vuestros enemigos, Sire? ––Aquellos contra los cuales os envié. ––¡Dos hombres! ¡dos hombres enemigos del ejército de Vuestra Majestad! Es increíble. Sire. ––No sois vos el llamado a juzgar mi voluntad. ––Tan claramente lo he comprendido así, que he ofrecido respetuosamente mi dimisión a vuestra Majestad. ––Y yo la he aceptado ––repuso el rey. ––Antes de separarme de vos he querido probaros que sabía cumplir mi palabra. ––Vuestra Majestad ha hecho más que cumplir su palabra, pues Vuestra Majestad me ha hecho arrestar y no me lo había prometido ––dijo D'Artagnan con acento fríamente zumbón. ––A esto me ha obligado vuestra desobediencia ––repuso Luis XIV haciendo caso omiso de la zumba y sosteniéndose serio. ––¡Mi desobediencia! ––exclamó D'Artagnan encendido por la cólera. ––Es la palabra más suave que he hallado ––prosiguió Luis. –– Mi plan era tomar y castigar a los rebeldes, y si los rebeldes eran amigos vuestros, ¿no me había de inquietar? ––También yo debí hacer lo mismo ––arguyó el mosquetero, –– porque fue una crueldad, Sire, enviarme a tomar a mis amigos para conducirlos a vuestras horcas. ––Quise hacer una prueba con los servidores que comen mi pan y están obligados a defender mi persona; y ya veis, la prueba ha salido mal. ––Por un mal servidor que pierde Vuestra majestad ––dijo D'Artagnan con amargura, ––hay diez que aquel día hicieron sus pruebas. Escuchadme, Sire: no estoy acostumbrado a un servicio como ese. Para el mal, mi espada es rebelde, y para mí era un mal el perseguir de muerte a dos hombres cuya vida os pidió vuestro salvador, el señor Fouquet; además, aquellos dos hombres eran amigos míos, que no atacaban a Vuestra Majestad sino que sucumbían bajo el peso de una cólera ciega. Por otra parte, ¿por qué no les dejaban huir? ¿Qué crimen cometieron? Admito que me neguéis el derecho de juzgar su conducta; pero ¿por qué sospechar de mí antes de obrar? ¿por qué rodearme de espías? ¿por qué reducirme, a mí, a quien teníais la más absoluta confianza; a mí, que hace treinta años estoy apegado a vuestra persona y os he dado mil pruebas de abnegación, porque es menester que os lo diga hoy que me acusan; por qué reducirme, repito, a mirar ordenados en batalla a tres mil hombres del rey contra dos? ––Cualquiera diría que olvidáis lo que ellos hicieron ––dijo con voz sorda el monarca ––y que no dependió de ellos el que yo no quedara para siempre perdido. ––Cualquiera diría también, Sire, que vos olvidáis que yo existía. ––Basta, señor de D'Artagnan, basta de esos intereses avasalladores que perturban los míos. Fundo un Estado en el cual no habrá más que un señor, como ya en otra ocasión os dije, y ha llegado la hora de hacer buena mi palabra. Si obedeciendo a vuestros gustos o a vuestras amistades os empeñáis en contrarrestar mis planes y en salvar a mis enemigos, tengo que anularlos o separarme de vos. Buscad un amo que os valga más. Ya sé que otro rey no se portaría como yo, y que se dejaría dominar por vos, a riesgo de que os enviara a hacer compañía al señor Fouquet y a los demás; pero yo tengo buena memoria, y para mí los servicios son títulos sagrados a la gratitud y la impunidad. No llevaréis más castigo por vuestra indisciplina que esta lección, pues quiero imitar a mis predecesores en su cólera, ya que no les he imitado en facilitar los favores. Además, otras razones me mueven a trataros con blandura, sois hombre de buen sentido y de gran corazón, y seréis un buen servidor de quien os tome; vais a cesar de tener motivos de insubordinación. Yo he destruido o arruinado a vuestros amigos; he hecho desaparecer los dos puntos de apoyo en los cuales descansaba instintivamente vuestro caprichoso carácter. A estas horas mis soldados han matado o hecho prisioneros a los rebeldes. ––¿Los han hecho prisioneros o los han matado? ––exclamó D'Artagnan palideciendo. ––¡Ah! Sire, si supierais lo que me decís, si estuvierais seguro de que me decís la verdad, olvidaría cuanto hay de justo y magnánimo en vuestras palabras para llamaros rey bárbaro y hombre desnaturalizado. Pero os perdono esas palabras ––añadió D'Artagnan sonriéndose con orgullo; ––se las perdono al joven príncipe que no sabe ni puede comprender lo que son hombres de talla de Herblay, Vallón y yo. ¿Prisioneros o muertos? ¡Ah! Sire decidme si la nueva es cierta, cuántos hombres y cuánto dinero os ha costado, y luego veremos si la ganancia corresponde al juego. ––Señor de D'Artagnan ––repuso el rey acercándose al mosquetero y con acento colérico, ––esa es la respuesta de un rebelde. ¿Me hacéis el favor de decirme quién es el rey de Francia? ¿Sabéis que haya otro? ––Sire ––respondió con frialdad el capitán de mosqueteros, –– recuerdo que una mañana, en Vaux, hicisteis la misma pregunta a varias personas, sin que ninguna de ellas, excepto yo, os respondiese. Si aquel día, cuando no era fácil, os conocí, es ocioso que me lo preguntéis ahora que estáis a solas conmigo. Continua
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capítulo 49 continuación Al oír esto, Luis XIV bajó los ojos; le pareció que entre él y D'Artagnan acababa de pasar el espectro del infortunado Felipe para evocar el recuerdo de aquel terrible suceso. En aquel instante entró un oficial que entregó un pliego al rey, que cambió de color al leerlo, quedándose inmóvil y silencioso al leerlo otra vez. ––Señor de D'Artagnan ––dijo el rey tomando una resolución repentina.––, ––como lo que me comunican lo sabríais luego, vale más que lo sepáis por boca del rey. En Belle-Isle se ha librado un combate. ––¡Ah! ––exclamó con la mayor tranquilidad el mosquetero, mientras el corazón le latía con violencia. ––¿Y bien, Sire? ––He perdido ciento seis hombres. ––¿Y los rebeldes? ––preguntó el gascón por cuyos ojos cruzó un rayo de orgullo y de alegría. ––Se han fugado ––respondió Luis XIV. D'Artagnan lanzó una exclamación de triunfo. ––Mientras mi escuadra bloquee estrechamente la isla ––prosiguió el soberano, ––tengo la certeza de que no se escapará una barca. ––De modo que ––repuso D'Artagnan poniéndose grave otra vez, ––si toman a los dos... ––Los ahorcarán ––contestó tranquilamente el rey. ––¿Y ellos lo saben? ––replicó el mosquetero refrenando un escalofrío. ––Sí, pues debisteis decírselo y todos allí lo saben. ––Entonces no los toman vivos, yo os respondo de ello. ––¡Ah! ––dijo con disciplina el rey, y tomando otra vez la carta. ––Bueno, los tomarán muertos, y resultará lo mismo, pues el tomarlos no era más que para colgarlos. D'Artagnan se enjugó el sudor que le humedecía la frente. ––Ya os he dicho ––continuó Luis XIV, ––que con el tiempo seré para vos un amo afectuoso, magnánimo y constante. Sois el único hombre del pasado, digno de mi cólera o de mi amistad; según sea vuestra conducta, no os escatimaré ni la una ni la otra. ¿Serviréis vos a un rey que tuviese que competir con otros cien reyes sus iguales en el reino? ¿con tal debilidad, haría las grandes cosas que medito? ¡Lejos de nosotros la levadura de los abusos feudales! La Fronda, que debía perder la monarquía, la ha emancipado. Soy señor en mi Estado, y tendré servidores que tal vez no os iguales en ingenio, pero que llevarán su devoción y su obediencia hasta el heroísmo. ¿Qué importa que Dios no haya dado inteligencia a los brazos y a las piernas, cuando se la da a la cabeza que hace obedecer al cuerpo? La cabeza soy yo. El mosquetero se estremeció, pero el rey, aunque advirtiendo aquel estremecimiento, continuó como si tal cosa. ––Bueno, ahora hagamos los dos el pacto que os prometí un día que, en Blois, os parecí muy pequeño, y agradecedme que no haga pagar a nadie las lágrimas que entonces derramé. Mirad a vuestro derredor: las cabezas más altas están encorvadas. Encorvaos vos como ellas, o elegid el destierro que más os convenga. Puede que reflexionándolo halléis que soy generoso al contar lo bastante con vuestra lealtad para separarme de vos sabiendo que estáis descontento, cuando poseéis el secreto del Estado; pero sé que sois caballero completo. ¿Por qué me habéis juzgado antes de tiempo? Juzgadme en adelante y con toda la severidad que os plazca. D'Artagnan quedó aturdido, mudo, indeciso; por la primera vez en su vida acababa de encontrar un adversario digno de él. ––¿Qué os detiene? ––preguntó con suavidad el rey. ––¿Queréis que no os admita la dimisión? Ya yo sé que será duro para un veterano capitán el quedarse con su mal humor. ––No es eso lo que me da cuidado, Sire ––repuso con melancolía el gascón. ––Si titubeo en retirar mi dimisión, es porque ante vos soy viejo, y tengo hábitos difíciles de perder. Lo que necesitáis son cortesanos que sepan divertiros, locos que se hagan matar por lo que llamáis vuestras grandes obras: que grandes serán, lo presiento; pero... ¿y si a mí no me parecen tales? Sire, he visto la guerra y la paz; he servido a Richelieu y a Mazarino; me curtí al fuego de La Rochela con vuestro padre, tengo el cuerpo hecho una criba, y, como las serpientes, he mudado nueve o diez veces de pellejo. Después de afrentas e injusticias, poseo un mando que en otro tiempo era algo, porque daba derecho a hablar con toda franqueza al rey. En adelante vuestro capitán de mosqueteros será un oficial de escaleras abajo. En verdad, Sire, si tal debe ser en lo sucesivo el empleo, aprovechaos de que estamos completamente solos para quitármelo; no os guardaré rencor; como decís, me habéis domado, por más que al hacerlo me habéis empequeñecido, y al encorvarme, me habéis hecho ver mi debilidad. ¡Si supierais cuánto le llena a uno llevar la cabeza erguida, y qué cara voy a poner oliendo el polvo de vuestras alfombras! ¡Ah! Sire, lamento de todo corazón, y vos como yo, el tiempo en que el rey de Francia veía en sus vestíbulos aquellos hidalgos insolentes, flacos, maldicientes, intolerables, pero que en el día de la batalla mordían mortalmente. Hombres tales son los mejores cortesanos para la mano que los alimenta, pues la lamen; pero para la mano que los castiga reservan las dentelladas. Pero ¿a qué hablar de eso? El rey es mi señor, y quiere que componga versos, que con zapatos de raso pula los mosaicos de sus antesalas; difícil es, pero cosas más difíciles he hecho todavía. Lo haré, Sire, y no por la paga, pues tengo dinero; ni porque sea ambicioso, pues mi carrera es limitada, ni porque ame la corte. No, Sire, me quedo, porque hace treinta años tengo la costumbre de presentarme al rey para tomar la consigna, y de oír que el rey me da las buenas noches con una sonrisa que no mendigo, pero que la mendigaré en adelante. ¿Estáis contento, Sire? Y D'Artagnan dobló su plateada cabeza, en la que el rey, sonriéndose, pasó con orgullo su blanca mano. ––Gracias, mi viejo servidor, mi fiel amigo ––dijo Luis. Y pues ya no tengo enemigos en Francia, me resta enviarte a tierra extraña para que recojas tu bastón de mariscal. Yo hallaré la ocasión, fía en mí, y entretanto come mi mejor pan y duerme tranquilo. ––Enhorabuena ––repuso D'Artagnan conmovido. ––Pero ¿y esos pobres de Belle-Isle? ¡sobre todo uno de ellos, tan bueno, tan bravo! ––¿Me pedís su perdón? ––De rodillas, Sire. ––Pues bien, si todavía es tiempo, llevádselo. Pero ¿me respondéis de ellos? ––Con mi cabeza. ––Id, pues. Mañana salgo para París, y deseo que para entonces hayáis regresado, pues no quiero que volváis a separaros de mí. ––Estad tranquilo, Sire ––exclamó D'Artagnan besando la mano al rey. Y con el corazón henchido de gozo, salió de palacio y tomó el camino de Belle-Isle.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas LA GARZA En su abstracto candor, el tiempo vano Inmoviliza eterno, hondo, distante, La soledad obscura del pantano Y una línea de tiza interrogante ... Leopoldo Lugones