Re: ... de poetas, cuentos y leyendas enrique santos discépolo Biografía y obras destacadas de Enrique Santos Discépolo Nace: 27 de marzo de 1901 Lugar: Buenos Aires, Argentina Muere: 23 de diciembre de 1951 Lugar: Buenos Aires, Argentina Biografía: Compositor, músico, dramaturgo y cineasta argentino, conocido como "Discepolín". Tras fallecer sus padres a temprana edad, Enrique Santos Discépolo es educado por su hermano mayor, guiándolo hacia el camino artístico. En 1917 dio sus primeros pasos como actor, escribiendo un tiempo después su primera obra de teatro "El señor cura" y más tarde "El organito", feroz pintura social de la Argentina de aquella época, bosquejada junto a su hermano. De una vida personal tormentosa y con una personalidad depresiva y pesimista, Enrique Santos Discépolo es recordado fundamentelmente por sus letras de tango, que reflejaban aspectos de la sociedad argentina y amores y desamores. “Cambalache” (1935), “Desencanto” (1937), “Alma de bandoneón” (1935), “Uno” (con música de Mariano Mores, 1943), “Canción desesperada” (1944) y “Cafetín de Buenos Aires” (194 son sus composiciones más destacadas.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Cpitulo 53 EL ÁNGEL DE LA MUERTE En esto estaba Athos de su maravillosa visión cuando el abrir y cerrar de las puertas exteriores de la casa rompió––su encanto. El conde oyó el galopar de un caballo por la endurecida arena de la alameda grande, y el rumor de animadas conversaciones; pero sólo volvió la cabeza hacia la puerta de su dormitorio para percibir mejor los rumores que hasta él llegaban. Alguien subió con paso tardo la escalinata, y el caballo, que poco antes galopaba con rapidez, partió lentamente hacia la caballeriza. Algunos estremecimientos acompañaban aquellos pasos que poco a poco iban acercándose al cuarto de Athos; que al abrirse la puerta, preguntó con voz desfallecida: ––Carta de África, ¿no es verdad? ––No, señor conde, ––respondió una voz que hizo estremecer en su lecho al padre de Raúl. ––¡Grimaud! ––murmuró Athos, cuyas sumidas mejillas se cubrieron de sudor. Grimaud apareció en el umbral, pero no el Grimaud que vimos, joven aún por el valor y la devoción, cuando saltó primero que todos en el bote destinado a conducir a Raúl a bordo, sino un anciano pálido y grave, con el traje polvoriento y ralos cabellos plateados por la edad. Grimaud temblaba al apoyarse en la puerta, y cuando de lejos y a la luz de la lámpara vio el rostro de su amo, estuvo a punto de caerse. Grimaud levaba impresa en el rostro la huella de un dolor ya envejecido por un hábito lúgubre. Así como antes se acostumbrara a no hablar, ahora se acostumbraba a no sonreírse. Athos tuvo bastante con una mirada para notar aquella mutación en el rostro de su fiel servidor, y con el mismo tono con que hubiera hablado con Raúl en su sueño, dijo: ––Raúl está muerto, ¿no es verdad, Grimaud? Los otros criados del conde, con los ojos clavados en el lecho del doliente, escuchaban palpitantes detrás de Grimaud. ––Sí, ––respondió el anciano, arrancando de su pecho y con un ronco suspiro aquel monosílabo. Al oír la respuesta de Grimaud, los criados prorrumpieron en gemidos y lamentos, suspiros y deprecaciones que llenaron la estancia de aquel padre agonizante. Esto fue como la transición que condujo a Athos a su sueño. Sin proferir una palabra, sin derramar una lágrima, paciente, dulce y resignado como los mártires, fijó en el cielo los ojos para ver de nuevo en él y remontándose de la montaña de Djidgeli, la amada aparición que se alejaba de él en el instante de llegar Grimaud. E indudablemente al mirar hacia el cielo y al reanudar su maravilloso sueño, Athos volvió a pasar por los mismos caminos por los cuales le condujera aquella visión a la vez grata y terrible; porque después de haber cerrado suavemente los ojos, los abrió de nuevo y se sonrió respondiendo a la sonrisa que le dirigía Raúl. Indudablemente Dios quiso abrir a aquel elegido los tesoros de la bienaventuranza eterna en la hora en que los demás hombres tiemblan ante la severa justicia del Señor y se aferran a la vida terrenal de ellos conocida, dominados por el terror que les inspira la otra vida, que entreven a la luz tétrica y severa de las antorchas de la muerte. Tras una hora de éxtasis, Athos levantó pausadamente sus blancas manos, imprimió a sus labios una sonrisa y murmuró en voz tan tenue, que apenas fue oída, estas dos palabras dirigidas a Dios o a Raúl: “Aquí estoy”. Luego sus manos volvieron a caer lentamente como si él mismo las hubiese descansado en el lecho. Hasta en el sueño eterno, Athos conservó la plácida y sincera sonrisa que debía acompañarle a la tumba. La quietud de sus facciones y la calma de su fin, hicieron dudar por largo tiempo a sus servidores de si realmente estaba muerto. Los criados del conde se empeñaron en llevarse de la cámara mortuoria a Grimaud, que desde lejos devoraba aquel pálido rostro y no se atrevía a acercarse a él movido del piadoso temor de llevarle el soplo de la muerte; pero a pesar de su fatiga, Grimaud se negó a retirarse, y se sentó en el suelo, guardando a su amo con la vigilancia de un centinela, y anheloso de recoger su primera mirada al despertar y su último suspiro a la muerte. En la casa fueron apagándose los rumores; respetando el sueño del señor; pero Grimaud prestó oído atento y advirtió que el conde había dejado de respirar. Entonces incorporándose miró desde el sitio en que estaba para ver si sorprendería un estremecimiento en el cuerpo de su amo; pero ¡nada! Tuvo miedo y se puso en pie a tiempo que en la escalera se oyó ruido de espuelas golpeadas por una espada, sonido belicoso, familiar a sus oídos, que le detuvo en el instante en que se encaminaba al lecho mortuorio. ––¡Athos! ¡Athos! ¡amigo mío! ––exclamó una voz conmovida hasta las lágrimas y todavía más vibrante que el cobre y el acero. ––¡Señor caballero de D'Artagnan! ––murmuró Grimaud. ––¿Dónde está? ––preguntó el mosquetero. Grimaud le asió del brazo con sus huesudos dedos y le mostró el lecho, sobre cuyas sábanas resaltaba ya el lívido color del cadáver. D'Artagnan, con la respiración jadeante, se adelantó de puntillas, tembloroso, asustado del ruido que producía su andar, y con el corazón desgarrado por mortal angustia, acercó su oído al pecho de Athos, y al ver que éste estaba muerto, se hizo atrás. Grimaud, que no perdía de vista al mosquetero y para quien cada uno de los ademanes de aquél era una revelación, se llegó tímidamente al lecho y, sentándose a los pies de él, pegó los labios a la sábana, levantada por los de su amo y se abrieron las fuentes de sus lágrimas. Aquel anciano, desesperado, que encorvado y sin proferir palabra lloraba, ofrecía el espectáculo más conmovedor que D'Artagnan, en su vida llena de emociones, hubiese presenciado nunca. El capitán permaneció en pie y en contemplación ante aquel risueño cadáver, que parecía haber conservado su postrer pensamiento para hacer a su mejor amigo, al hombre a quien había amado más después de Raúl, un recibimiento amable, aún más allá de la vida, y como para responder a aquella postrera caricia de hospitalidad, D'Artagnan dio un beso en la frente de Athos y con sus temblorosos dedos le cerró los ojos. De improviso, la amarga oleada que punto por punto iba subiendo, invadióle el corazón y le quebrantó el pecho. Incapaz de dominar su emoción, se levantó, y saliendo violentamente de la fúnebre estancia en la que acababa de encontrar muerto a aquel a quien él venía a traer la nueva de la muerte de Porthos, rompió en sollozos tan desgarradores, que los criados, que parecían no aguardar más que una explosión de dolor, contestaron a ellos con lúgubres clamores, y los perros del señor con sus lamentables aullidos. Sólo Grimaud no levantó la voz; que aun en el paroxismo de su dolor no se hubiera atrevido a profanar la muerte, ni por primera vez turbar el sueño de su amo. Al alba, D'Artagnan, que había pasado la noche paseándose por el comedor, mordiéndose los puños para ahogar los suspiros, subió otra vez la escalera, y atisbando el instante en que Grimaud volvería la cabeza hacia él, le hizo seña de que se le acercara, lo que ejecutó el fiel servidor sin hacer más ruido que un espectro. D'Artagnan volvió a bajar seguido de Grimaud, y una vez en el vestíbulo, tomó las manos del anciano y le dijo: ––He visto cómo ha muerto el padre, Grimaud; dime ahora cómo ha muerto el hijo. Grimaud sacó de su pechera una abultada carta dirigida a Athos, D'Artagnan, que en la del sobre conoció la letra de Beaufort; rompió el sello, y a la azulada luz del alba y paseándose a la sombra de los añosos tilos de la alameda que todavía conservaba la huella del que acababa de morir, leyó lo siguiente: “Mi querido conde, ––decía el príncipe en su descomunal escritura de escolar torpe, ––en medio de un gran triunfo nos llena de aflicción una gran desventura. El rey pierde uno de sus más valientes soldados, yo un amigo, vos el señor Bragelonne, muerto tan gloriosamente, que no me siento con fuerza para llorarle como yo quería. Recibid mi triste enhorabuena, mi querido conde, y no olvidéis que Dios nos envía a cada cual las pruebas según la grandeza de nuestro corazón. La que en este momento os abruma es inmensa, pero no superior a vuestro ánimo. –– Vuestro buen amigo. El duque de Beaufort” Esta carta incluía una relación escrita por uno de los secretarios del príncipe. D'Artagnan, acostumbrado a las emociones de la batalla, y escudado contra los entorpecimientos del corazón, no pudo menos de estremecerse al leer esta relación: “Por la mañana, monseñor el duque dio la orden de ataque. Los regimientos de Normandía y Picardía habían tomado posiciones en las grises peñas dominadas por el declive de la montaña en la vertiente donde se alzan los baluartes de Djidgeli. Empeñada la acción por la artillería, los regimientos avanzaron resueltamente, con la pica alta los piqueros, y arma al brazo los mosqueteros, seguidos en su marcha y atentamente por la mirada del príncipe, dispuesto a sostenerlos con una fuerte reserva. Junto a monseñor estaban los capitanes más antiguos y sus ayudantes de campo, entre ellos el señor vizconde de Bragelonne, que había recibido la orden de no separarse de su Alteza. Continua
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Hola Clause estoy escuchano ahora mismo a Astor Piazzolla, solo sé que es un interprete de bandoneón , y no se sí su música es de él mismo, me impresiona , como sabes subir de youtube , te agradecería saber algo de su biografía , y más que nada saber como lo teneis de considerado en la Argentina.Gracias de antemano
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Si Pink, es tenido en cuenta, es la nueva vangardia del tango,podriamos decir. Es compositor de música. Te pongo algo de el. Biografía de Astor Piazzolla ¨Astor Piazzolla nace el 11 de marzo de 1921 en Mar del Plata en Argentina. Empieza a estudiar bandoneón en 1930, y luego piano con Serge Rachmaninov con miras a poder arreglar obras escritas para piano, para el bandoneón.¨ ¨ En Nueva York, Carlos Gardel lo invita a grabar varias piezas de su pelicula ¨El Día que me Quieras¨ y en 1937, vuelve a la Argentina donde comienza verdaderamente su carrera como bandoneonista en la orquesta de Aníbal Troilo. Astor quiere ante todo ¨sacar¨ el bandoneón , impedirlo ser el ¨instrumento¨de una orquesta de baile. Quiere devolverle al bandoneón su nobleza, convirtiéndolo en un instrumento clásico. ¨ En 1952, gana el Primer Premio de Composición en Francia, por lo que el Gobierno Francés le honra con una beca para ir a París a estudiar con Nadia Boulanger.¨ ¨ Fue para mí como mi segunda madre. Nadia me hizo descubrir el mundo musical que yo esperaba hace tiempo...¨ Ella lo alienta a seguir con su propia música, la música de Piazzolla.¨ ¨ Tras ese período francés, Astor forma dos conjuntos: El Octeto de Buenos Aires y la Orquesta de Cuerdas con los que revoluciona la música ciudadana, despertando en su contra las más despiadadas críticas. Las editoriales y lo medios lo boicotean y entonces, en 1958, se va a Nueva York donde trabaja como arreglista. Dos años más tarde vuelve a Buenos Aires y forma un quinteto, cada vez más convencido de que el tango es una música para escuchar, no para bailar. Da unos conciertos, graba unos discos y recorre varias veces la Argentina, Brasil, los Estados Unidos.¨ ¨ En 1965, trabaja en estrecha colaboración con Jorge Luis Borges poniendo música a sus poemas. El disco ¨El Tango¨ sale el mismo año.¨ ¨ En 1967, escribe con Horacio Ferrer ¨María de Buenos Aires¨. Luego, compone ¨Tangazo¨ a pedido del Maestro Calderon, Director del Ensamble Musical de Buenos Aires quien lo representa de gira por los Estados Unidos. Después de su colaboración con Ferrer, Piazzolla comienza una nueva experiencia : la ¨Tango-Canción¨ ¨ En 1969 la ¨Balada Para un Loco¨es un enorme éxito mundial. Ese género, más comercial, lo acerca al gran público. Su público, hasta entonces integrado por un grupo reducido de entendidos, se hace cada vez más numeroso y reconoce en Piazzolla la expresión auténtica de la música de Buenos Aires.¨ ¨ Así es que cosecha los más cálidos éxitos en América Latina. El 17 de agosto de 1972 Piazzolla se presenta en el Teatro Colón. Los ensayos de ese importantísimo evento le impiden aceptar la propuesta de Bernando Bertolucci para escribir la banda musical de su ¨Tango en París¨. Solo escribirá dos temas de la pelicula : ¨Jeanne y Paul¨ y ¨El Penúltimo¨. ¨ En 1974, Gerry Mulligan, una de las máximas figuras del jazz, solicita a Piazzolla trabajar en conjunto y así nace ¨Summit¨. En 1986, graba con Gary Burton en el Festival de Montreux la ¨Suite for Vibraphone and New Tango Quintet¨lo que despierta la admiración de grandes solistas de jazz como Pat Metheny, Keith Jarrett, Chick Corea, quienes a su vez le irán encargando obras.¨ ¨ En 1989, la revista de jazz DOWN BEAT ubica a Piazzolla entre los mejores instrumentistas del mundo.¨ ¨ En sus últimos años, Piazzolla prefirió presentarse en conciertos como solista acompañado por una orquesta sinfónica con, alguna que otra presentación con su quinteto. Es así que recorre los Estado Unidos, Japón, Italia, Alemania, Francia, América Latina... ampliando de esa manera la magnitud de su público en cada continente por el bien y la gloria de la música de Buenos Aires.¨ ¨ Five Tango Sensations¨, su última grabación, la que se colocó en el Top Ranking de los albums de música clásica quedándose en primer lugar mas de un año.¨ ¨ Astor Piazzolla es uno de los pocos compositores que pudo grabar, y representar en conciertos la casi totalidad de su obra, la cual abarca unos cincuenta discos. En sus últimos diez años, escribió más de trecientos tangos, unas cincuenta banda musicales de films, entre las cuales: ¨Henri IV¨de Marco Bellochio, ¨Lumiére¨ de Jeanne Moreau, Ärmaguedon¨de Alain Delon, ¨Sur¨ y ¨El exilio de Gardel¨ de Fernando Solanas, César a la ¨Mejor Música de Film¨y así como también temas musicales para obras teatrales y ballets.¨ ¨ En febrero de 1993, en Los Angeles, Astor Piazzolla fue nominado por los Grammy Awars por ¨Oblivion¨en la categoría ¨Mejor Composición Instrumental¨. Los críticos internacionales han calificado ¨Oblivion¨como unos de los temas más hermosos de Piazzolla y quizá uno de los más grabados a la fecha.¨ ¨ El 4 de agosto de 1990 Astor Piazzolla padeció en París una trombosis cerebral. Después de dos años de enfermedad falleció el 4 de julio de 1992 en Buenos Aires.¨ LOS PÁJAROS PERDIDOS Texto: Mario Trejo Musica: Astor Piazzolla Amo a los pájaros perdidos que vuelan desde el más allá a confundirse con un cielo que nunca más podre recuperar. Vuelven de nuevo los recuerdos las horas jóvenes que di y desde el mar llega un fantasma hecho de cosas que ame y perdí. Todo fue un sueño un sueño que perdimos como perdimos los pájaros y el mar. Un sueño breve y antiguo como el tiempo que los espejos no pueden reflejar. Después busqué perderte en tantas otras y aquella otra y todas eras vos. Al fin logré reconocer cuando un adiós es un adiós la soledad me devoró y fuimos dos. Vuelven los pájaros nocturnos que vuelan ciegos sobre el mar; la noche entera es un espejo que me devuelve tu soledad. Soy sólo un pajaro perdido que vuelve desde el más allá a confundirse con un cielo que nunca más podre recuperar.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas JOSÉ HERNÁNDEZ (1834 - 1886) Nació en los caseríos de Perdriel, en la Chacra de su Tío Don Juan Martín de Pueyrredón, el 10 de noviembre de 1834, durante el gobierno de Don Juan Manuel de Rosas. Educado en el Liceo de San Telmo, en 1846 fue llevado por su padre al sur de la provincia de Buenos Aires, donde se familiarizó con las faenas rurales y las costumbres del gaucho. La lucha política caracterizó su vida. En 1858, junto con varios opositores al gobierno de Alsina emigró a Paraná, intervino en la Batalla de Cepeda y también en la de Pavón en el bando de Urquiza. Inició su labor periodística en el Nacional Argentino, con una serie de artículos en los que condenaba el asesinato de Vicente Peñaloza, publicados como libro en 1863, bajo el título de Vida del Gaucho. En 1868 editó el diario El Eco de de la segunda parte, "cuatro palabras de conversación con los lectores", abunda en la filosofía de la obra. También es interesante los comentarios de Miguel Cane, sobre la obra. Corrientes y un año más tarde En el Río de la Plata, donde publicó artículos referidos a la cuestión del gaucho y de la tierra, la política de fronteras y el indio, temas que articularía literariamente en el Martín Fierro. Participó en el levantamiento del Coronel López Jordán contra el gobierno de Sarmiento en Entre Ríos, y de regreso a Buenos Aires, en el Gran Hotel Argentino de 25 de mayo y Rivadavia, terminó de escribir El Gaucho Martín Fierro, editado en diciembre de 1872, por la imprenta La Pampa. Tras su onceava edición, en 1879 publicó La Vuelta de Martín Fierro. Fue diputado provincial y en 1880, siendo presidente de la Cámara de Diputados, defendió el proyecto de federalización, por el cual Buenos Aires pasó a ser la capital del país. En 1881 escribió Instrucción del estanciero y fue elegido senador provincial, cargo para el cual fue reelecto hasta 1885. El 21 de octubre de 1886 falleció en su quinta de Belgrano. Cantor y Gaucho Aquí me pongo a cantar Al compás de la vigüela, Que el hombre que lo desvela Una pena estraordinaria Como la ave solitaria Con el cantar se consuela. Pido a los Santos del Cielo Que ayuden mi pensamiento; Les pido en este momento Que voy a cantar mi historia Me refresquen la memoria Y aclaren mi entendimiento. Vengan Santos milagrosos, Vengan todos en mi ayuda, Que la lengua se me añuda Y se me turba la vista; Pido a Dios que me asista En una ocasión tan ruda. Yo he visto muchos cantores, Con famas bien obtenidas, Y que después de adquiridas No las quieren sustentar Parece que sin largar se cansaron en partidas. Mas ande otro criollo pasa Martín Fierro ha de pasar; nada lo hace recular ni los fantasmas lo espantan, y dende que todos cantan yo también quiero cantar. Cantando me he de morir Cantando me han de enterrar, Y cantando he de llegar Al pie del eterno padre: Dende el vientre de mi madre Vine a este mundo a cantar. Que no se trabe mi lengua Ni me falte la palabra: El cantar mi gloria labra Y poniéndome a cantar, Cantando me han de encontrar Aunque la tierra se abra. Me siento en el plan de un bajo A cantar un argumento: Como si soplara el viento Hago tiritar los pastos; Con oros, copas y bastos Juega allí mi pensamiento. Yo no soy cantor letrao, Mas si me pongo a cantar No tengo cuándo acabar Y me envejezco cantando: Las coplas me van brotando Como agua de manantial. Con la guitarra en la mano Ni las moscas se me arriman, Naides me pone el pie encima, Y cuando el pecho se entona, Hago gemir a la prima Y llorar a la bordona. Yo soy toro en mi rodeo Y torazo en rodeo ajeno; Siempre me tuve por güeno Y si me quieren probar, Salgan otros a cantar Y veremos quién es menos. No me hago al lao de la güeya Aunque vengan degollando, Con los blandos yo soy blando Y soy duro con los duros, Y ninguno en un apuro Me ha visto andar tutubiando. En el peligro, ¡qué Cristos! El corazón se me enancha, Pues toda la tierra es cancha, Y de eso naides se asombre: El que se tiene por hombre Ande quiere hace pata ancha. Soy gaucho, y entiendaló Como mi lengua lo esplica: Para mí la tierra es chica Y pudiera ser mayor; Ni la víbora me pica Ni quema mi frente el sol. Nací como nace el peje En el fondo de la mar; Naides me puede quitar Aquello que Dios me dio Lo que al mundo truje yo Del mundo lo he de llevar. Mi gloria es vivir tan libre Como el pájaro del cielo: No hago nido en este suelo Ande hay tanto que sufrir, Y naides me ha de seguir Cuando yo remuento el vuelo. Yo no tengo en el amor Quien me venga con querellas; Como esas aves tan bellas Que saltan de rama en rama, Yo hago en el trébol mi cama, Y me cubren las estrellas. Y sepan cuantos escuchan De mis penas el relato, Que nunca peleo ni mato Sino por necesidá, Y que a tanta alversidá Sólo me arrojó el mal trato Y atiendan la relación que hace un gaucho perseguido, que padre y marido ha sido empeñoso y diligente, y sin embargo la gente lo tiene por un bandido. Jose Hernandez (del Martín Fierro)
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Konstantínos Kaváfis. ÍTACA. Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca debes rogar que el viaje sea largo, lleno de peripecias, lleno de experiencias. No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes, ni la cólera del airado Posidón. Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta si tu pensamiento es elevado, si una exquisita emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo. Los lestrigones y los cíclopes y el feroz Posidón no podrán encontrarte si tú no los llevas ya dentro, en tu alma, si tu alma no los conjura ante ti. Debes rogar que el viaje sea largo, que sean muchos los días de verano; que te vean arribar con gozo, alegremente, a puertos que tú antes ignorabas. Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia, y comprar unas bellas mercancías: madreperlas, coral, ébano, y ámbar, y perfumes placenteros de mil clases. Acude a muchas ciudades del Egipto para aprender, y aprender de quienes saben. Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca: llegar allí, he aquí tu destino. Mas no hagas con prisas tu camino; mejor será que dure muchos años, y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla, rico de cuanto habrás ganado en el camino. No has de esperar que Ítaca te enriquezca: Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje. Sin ellas, jamás habrías partido; mas no tiene otra cosa que ofrecerte. Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado. Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia, sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas. Nuestro viaje a la vida,que grande Kavafis!! Gracias por la biografía de Astor Piazzolla,no sabía que había muerto , pero su música estará siempre con nosotros , y a las proximas generaciones. Dejo algo que nada tiene que ver con el bandoneón http://www.youtube.com/watch?v=DlQmoYgcaso, "Reine de Mussette," lo encontré por casualidad , pero suena tan tan bien , y muy francés que lo pongo aqui para quien guste oirlo. La música la literatura , las artes en general hermanan a los pueblos.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capitulo 53 continuacion Entretanto, la artillería enemiga, que al principio disparaba a bulto contra el grueso del ejército, afinó su puntería y sus balas mataron a algunos hombres en torno del príncipe. Los regimientos que avanzaban en columna contra las murallas, fueron algo maltratados, y empezaron a vacilar al verse mal secundados por nuestra artillería. En efecto, las baterías emplazadas la víspera hacían un tiro incierto a causa de su posición, que era la de abajo a arriba, lo cual hacía que no pudiese darse precisión a los disparos. Comprendiendo monseñor el mal efecto de la posición de artillería de sitio, ordenó a las fragatas acoderadas en la pequeña rada que rompiesen un fuego regular contra la plaza, y para llevar la orden, el primero que se ofreció fue el señor de Bragelonne, que no pudo ver satisfechos sus deseos por haberse negado a consentir a su petición el príncipe. El cual tenía razón, pues quería de veras al vizconde, y los acontecimientos se encargaron de justificar la previsión y la negativa de monseñor, pues apenas hubo llegado a la orilla del mar el sargento a quien Su alteza confió el parte solicitado por el señor de Bragelonne, cuando cayó muerto por dos descargas de espingarda que le dirigió el enemigo. El señor de Bragelonne, al ver esto, se volvió sonriéndose hacia su Alteza, que le dijo: “Ya lo veis, vizconde, os he salvado la vida. Escribídselo así al señor conde de La Fere, para que sabiéndolo por vos, me lo agradezca a mí”. El señor vizconde se sonrió con tristeza y replicó: “Monseñor, es verdad que sin vuestra benevolencia estaría yo tendido allá abajo, donde el sargento, y en gran reposo”. El señor vizconde dio esta respuesta con voz tan singular, que monseñor replicó con viveza: “¡Vive Dios! no parece sino que os hace agua la boca, pero, ¡por el alma de Enrique IV! prometí a vuestro padre que os devolvería vivo a él, y si quiere Dios cumpliré mi palabra”. “Monseñor, contestó el señor de Bragelonne sonrojándose y en voz más baja, dignaos perdonarme; es que siempre he anhelado acudir al peligro, y para un oficial nada es más grato que distinguirse ante su general; sobre todo cuando su general es el señor de Beaufort.” Los granaderos de los regimientos llegaron lo bastante cerca de los fosos y de las trincheras para lanzar a ellos sus granadas, que produjeron poco efecto. Entretanto. el señor de Estrees, jefe de la escuadra, al ver la tentativa del sargento, comprendió y abrió el fuego. Entonces, los árabes, al verse acribillados por las balas de la escuadra y por las ruinas y los tasquiles de sus malas murallas, prorrumpieron en gritos espantosos. Sus jinetes descendieron la montaña al galope, encorvados sobre sus sillas, y se lanzaron a escape contra las columnas de infantería, que detuvieron aquel ímpetu furioso cruzando sus picas. Rechazados por el batallón, los árabes se volvieron con inusitada furia contra el estado mayor, que en aquel instante no podía contar más que con sus propias fuerzas. El peligro era inminente, monseñor desenvainó, imitáronle sus secretarios y sus criados, y los oficiales de su comitiva empeñaron un combate con aquellos furiosos. Entonces, el señor de Bragelonne, dando satisfacción a los deseos que no cesó de manifestar desde el principio de la acción, combatió junto al príncipe como un romano de la antigüedad, y quitó la vida a tres árabes con su corta espada: pero su arrojo no era hijo del orgullo natural en todos los que combaten sino impetuoso, afectado y aun puede decirse forzado, sin más fin que el de emborracharse con el ruido y la matanza; y se enardeció de tal suerte, que monseñor le gritó que se detuviera. El señor de Bragelonne debió oír la voz de su Alteza, pues nosotros que estábamos junto a él la oímos. Con todo, no se detuvo, y continuó corriendo hacia las trincheras. Semejante desobediencia a las órdenes de monseñor nos sorprendió a todos, tanto más cuanto el señor de Bragelonne era un oficial obedientísimo. “¡Deteneos, Bragelonne! gritó Su Alteza redoblando sus instancias. ¡Deteneos! ¡os lo ordeno!. Nosotros, que imitando el ademán del señor duque habíamos levantado la mano, esperábamos que el jinete volviese grupas; pero no, el jinete seguía corriendo hacia las empalizadas. “¡Deteneos, Bragelonne! gritó con voz potentísima el príncipe; ¡en nombre de vuestro padre, deteneos!”. El señor vizconde volvió el rostro, en el que se veía impreso el más profundo dolor, pero no se detuvo. Entonces comprendimos que su caballo se había desbocado. Adivinando el duque que el señor de Bragelonne no era dueño de su caballo, y al verle traspasar la primera línea de granaderos, gritó: “¡Mosqueteros! ¡matadle su caballo! ¡Cien pistolas al que mate el caballo! “. Pero ¿cómo disparar contra la bestia sin herir al jinete? Nadie se atrevía. Por fin un tirador del regimiento de Picardía, llamado Luzerne, hizo fuego contra el caballo y lo hirió en la grupa, pues vimos cómo la sangre teñía el blanco pelaje de aquél, pero el maldito bruto siguió todavía más desenfrenadamente su carrera. Los soldados del regimiento de Picardía, que veían cómo aquel desventurado joven, tan querido por todo el ejército, corría a la muerte, gritaban a voz en cuello: “¡Arrojaos al suelo, señor vizconde! ¡al suelo! ¡arrojaos al suelo!” Pro ya el señor de Bragelonne había llegado a tiro de pistola de la muralla, y contra él hicieron los árabes una descarga que lo envolvió en una nube de fuego y de humo. Disipada la humareda, le vimos a pie; acababan de matadle el caballo. Los árabes intimaron la rendición al vizconde; pero éste hizo una señal negativa con la cabeza, y continuó avanzando hacia la empalizada. Era una imprudencia mortal; sin embargo todo el ejército le agradeció que no retrocediese, ya que la desgracia le llevó tan cerca del enemigo. El señor de Bragelonne se adelantó todavía algunos pasos más en medio de los aplausos de los dos regimientos. En aquel instante una segunda descarga conmovió de nuevo las murallas, y el vizconde desapareció por segunda vez en el torbellino, pero ahora, al disiparse el humo, ya no le vimos en pie, sino tendido sobre los brezos y con la cabeza más baja que las piernas. Entonces, los árabes quisieron salir de sus trincheras para cortar la cabeza al señor de Bragelonne o apoderarse de su cuerpo, como es costumbre entre los infieles; pero Su Alteza, que había observado el triste espectáculo, que le arrancó profundos y dolorosos suspiros, al ver correr cual blancos fantasmas a los árabes al través de los lentiscos, gritó con todas sus fuerzas: “¡Granaderos! ¿consentiréis que se apoderen de ese noble cuerpo?”, dijo, y blandiendo su espada arremetió el primero contra el enemigo seguido de los dos regimientos, que prorrumpieron en gritos tan terribles cuanto salvajes eran los de los árabes. Entonces comenzó el combate sobre el cuerpo de Bragelonne, lucha tan encarnizada que en el sitio quedaron ciento sesenta árabes y más de cincuenta de los nuestros. Un teniente de Picardía fue el que cargó el cuerpo del vizconde y lo trajo a nuestras líneas. Entretanto, el ejército iba avanzando, y con el apoyo de la reserva destruyó las empalizadas. A las tres los árabes cesaron el fuego, y por espacio de dos horas no se hizo uso más que del arma blanca; fue una carnicería. A las cinco éramos victoriosos en toda la línea; el enemigo había abandonado sus posiciones y el duque de Beaufort hizo plantar la bandera blanca en la cumbre de la colina. Entonces pudieron tributarse todos los cuidados al señor de Bragelonne, que tenía el cuerpo atravesado por ocho balazos y había perdido casi toda su sangre. Con todo, el vizconde todavía respiraba, lo cual alegró por manera inefable a monseñor, que quiso asistir a la primera cura del herido y a la consulta de los cirujanos, dos de los cuales declararon que el señor de Bragelonne viviría, y a quienes abrazó el señor duque, ofreciendo mil escudos a cada uno si le salvaban. El vizconde oyó los extremos de alegría de monseñor, y ora porque estuviera desesperado, ya porque sus heridas le hiciesen padecer, imprimió a su rostro una expresión de contrariedad, que dio mucho que pensar, sobre todo a uno de los secretarios, cuando hubo oído lo que se dice más adelante. El tercer cirujano que se presentó fue el hermano Silvano de San Cosme, el más sabio de los nuestros, que a su vez sondeó las heridas, pero sin dar su parecer. El señor de Bragelonne tenía la mirada fija, como si hubiese querido interrogar los movimientos y la mente del cirujano, que a las preguntas de Su Alteza, respondió que de las ocho heridas del vizconde, tres eran mortales, pero que tanta era la robustez del herido, tan fecunda su juventud, y tan misericordiosa la bondad de Dios, que tal vez el señor de Bragelonne sanaría, con la condición, sin embargo, de que no hiciese el más leve movimiento. Y volviéndose hacia sus practicantes, el hermano Silvano añadió: “Sobre todo no lo toquéis con el dedo pues sería quitarle la vida”. Tras estas palabras del cirujano nos salimos todos de la tienda animados de alguna esperanza. El secretario a que más arriba me refiero, al salir le pareció que el vizconde se había sonreído con tristeza al decirle al señor duque con voz cariñosa: “Te salvaremos, Bragelonne, te salvaremos”. Mas, al llegar la noche, cuando todos suponíamos que el doliente había descansado, uno de los ayudantes entró en la tienda de aquél, para volver a salir de ella inmediatamente profiriendo lastimeras voces; acudimos todos apresuradamente y en desorden, y el señor duque con nosotros. Entonces, el ayudante nos mostró el cuerpo del señor de Bragelonne, tendido en tierra, al pie de la cama y bañado en el resto de su sangre. Se pensó que su caída fue debida a una nueva convulsión, a algún movimiento febril, y que la caída precipitó su fin. Tal es el parecer del hermano Silvano. Levantado el cuerpo del vizconde, frío y sin vida, vióse que en su crispada diestra apoyada sobre su corazón, tenía un rizo de blondos cabellos”. ––¡Desventurado! ––murmuró el mosquetero, ––¡se suicidó! –– Y volviendo los ojos hacia el aposento del castillo en que Athos dormía el sueño eterno, añadió: ––han cumplido mutuamente la palabra que se dieron. Ahora son dichosos, pues deben haberse reunido.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capitulo 54 EL ÚLTIMO CANTO DEL POEMA Al día siguiente se vio llegar a toda la nobleza de las cercanías y a la de provincia, hasta donde los mensajeros habían tenido tiempo de llevar la nueva. D'Artagnan se encerró para no hablar con ninguno; de tal suerte y por largo tiempo abrumaron a aquel corazón hasta entonces infatigable dos muertes para él tan dolorosas, después de la reciente muerte de Porthos. Excepto Grimaud, que entró una vez en su cuarto, el mosquetero no vio criado ni comensal. En el ruido de la casa, en las idas y venidas, a Artaghnan le pareció adivinar que se hacían los preparativos para los funerales del conde, y como iba a cumplirse el plazo de su licencia, escribió al rey para que le concediese algunos días más. Grimaud entró en el cuarto de D'Artagnan, se sentó en su escabel junto a la puerta, como quien medita profundamente, y luego se levantó e hizo seña al mosquetero de que le siguiese. Grimaud bajó hasta el dormitorio del conde, mostró con el dedo el sitio de la cama vacío, y levantó elocuentemente los ojos hasta el cielo. ––Sí, mi buen Grimaud, ––repuso D'Artagnan, ––al lado de su hijo que tanto amaba. Grimaud salió del dormitorio y llegó al salón, donde, según costumbre de provincias, estaba expuesto el cadáver antes del sepelio. D'Artagnan quedó parado al ver dos ataúdes abiertos en el salón, y al acercarse a una muda señal de Grimaud, vio en uno de ellos a Athos, hermoso aún en la muerte, y en el otro a Raúl; con los ojos cerrados, las mejillas nacaradas como el Palas de Virgilio, y la sonrisa en sus morados labios. La presencia del padre y del hijo, de aquellas dos almas desaparecidas y representadas en la tierra por dos yertos cadáveres incapaces de acercarse uno a otro por más que casi se estaban tocando, hizo estremecer a D'Artagnan, que exclamó en voz baja: ––¡Raúl aquí! ¡Ah! Grimaud, nada me habías dicho. Grimaud movió la cabeza sin despegar los labios; pero asió de la mano a D'Artagnan, lo condujo hasta el féretro de Raúl y le mostró bajo el transparente sudario las negras heridas por las que se escapó la vida de aquél. El mosquetero desvió la mirada, y estimando inútil interrogar a Grimaud, recordó que el secretario del duque de Beaufort decía algo más que él no tuvo el valor de leer. Abriendo, pues, nuevamente la relación del combate que costó la vida a Raúl, leyó estas palabras que formaban el último párrafo: “Por orden del señor duque, ha sido embalsamado el cuerpo del señor vizconde, como lo hacen los árabes cuando disponen que sus restos mortales sean trasladadas a la tierra natal. Además, monseñor ha destinado relevos para que un criado de confianza que educó al señor de Bragelonne, pudiese llevar su féretro al señor conde de La Fere”. ––Así, ––dijo para sus adentros D'Artagnan ––seguiré tu muerte, mi amado Raúl, yo viejo ya, yo, que nada valgo ya en la tierra, y esparciré la ceniza sobre esa tu frente que besé todavía no hace dos meses. Tú lo quisiste, y Dios lo ha permitido. Ni siquiera tengo el derecho de llorar, pues tú elegiste tu muerte que te pareció preferible a la vida. Por fin llegó el momento en que los fríos despojos de aquellos dos hidalgos debían ser restituidos a la tierra; y tal fue la afluencia de militares y paisanos que acudió a rendirles el último tributo, que el camino de la ciudad hasta la sepultura, que era una capilla situada en el llano, se vio inundado de jinetes y peones, todos ellos enlutados. Celebrado el oficio de los difuntos, y dado el postrer adiós a aquellos nobles muertos, los asistentes se dispersaron, hablando, por el camino, de las virtudes y de la dulce muerte del padre, y de las esperanzas que daba el hijo y de su triste fin en las africanas playas. Poco a poco los rumores fueron extinguiéndose como las lámparas encendidas en la humilde nave. D'Artagnan, que se había quedado solo, al advertir que la noche iba cerrando, se levantó del banco de encina en el cual se sentó en la capilla, se encaminó a la doble huesa que encerraba los cuerpos de Athos y de Raúl para darles el último adiós; una mujer oraba arrodillada sobre la húmeda tierra. D'Artagnan se detuvo en el umbral de la capilla para ver quién era aquella alma piadosa que llenaba con tanto fervor y perseverancia aquel deber sagrado. La incógnita ocultaba el rostro en las manos, blancas como el alabastro, y con la noble sencillez de su traje se veía que era dama de distinción. En la parte de afuera, algunos criados a caballo y una carroza de camino aguardaban a la incógnita; ésta se pasaba con frecuencia el pañuelo por el rostro; lloraba, y se golpeaba el pecho con la implacable compunción de la mujer cristiana, y D'Artagnan oyó que repetidas veces y con dolor profundo profería la palabra perdón. Y al ver que la mujer aquella parecía abandonarse por completo a su dolor, y que en medio de sus lamentos y de sus oraciones se echó atrás como si fuese a desmayarse, D'Artagnan, conmovido por amor a sus llorados amigos, se adelantó algunos pasos hacia la tumba para interrumpir el siniestro coloquio de la penitente con los muertos; mas apenas hubo crujido bajo sus pies la arena, la incógnita levantó la cabeza y mostró al mosquetero un rostro amigo y cubierto de lágrimas. Aquella mujer era La Valiére, que murmuró con voz apenas perceptible: ––¡Señor de D'Artagnan! ––¡Vos! ––dijo con acento sombrío el mosquetero, ––¡vos aquí! ¡Ah! señora, habría preferido veros adornada de flores en la mansión del conde de La Fere. Vos hubierais llorado menos, ellos y yo también. ––¡Caballero! ––repuso Luisa sollozando. ––Porque sois vos la que habéis tendido a esos dos hombres en la tumba, ––continuó el implacable amigo de los muertos. ––¡Ah! ya sé que la causa de la muerte del vizconde de Bragelonne soy yo, ––repuso La Valiére juntando las manos. ––La nueva de su muerte llegó ayer a la corte, y desde las dos de esta madrugada he recorrido cuarenta leguas para venir a pedir perdón al conde, suponiendo que aun vivía, y para suplicar a Dios, sobre la tumba de Raúl. que me envíe todas las desventuras que merezco, excepto una. Mas ahora que sé que la muerte del hijo ha causado la del padre, ya no tengo que echarme en cara un solo crimen, sino dos, como dos son los castigos que de Dios debo esperar. ––Voy a repetiros lo que Raúl me dijo en Antibes, cuando ya meditaba su muerte: “Si ha sucumbido al orgullo y a la coquetería, la perdono despreciándola; si el amor, la perdono también, jurándole que ningún hombre la hubiera amado como yo”. Ya sabéis que por amor iba a sacrificarme a mí misma, –– repuso La Valiére ––como sabéis cuál fue mi dolor cuando me encontrasteis sin sentidos, moribunda, abandonada. Pues bien, nunca he sentido un dolor tan punzante como el de hoy, porque entonces esperaba y deseaba, en tanto que hoy ya no me atrevo a amar sin remordimiento; porque presiento que aquel a quien amo me hará padecer uno por uno todos los tormentos que yo he hecho padecer a los demás. D'Artagnan, que conocía que Luisa no se engañaba, guardó silencio. ––Pues bien, señor de D'Artagnan, ––continuó La Valiére, ––no me abruméis ahora, por favor os lo pido. Amo con delirio, amo hasta el punto de cometer el sacrilegio de decirlo ante las cenizas de Raúl sin sonrojo y sin remordimiento. ¡Ay! el amor que yo siento es una religión; pero como tarde o temprano me veréis sola, olvidada y desdeñada; como me veréis castigada, compadeceos de mí durante mi efímera dicha, dejadme que goce de ella por algunos días, algunos minutos, si es que todavía dura ahora, si es que ese doble asesinato no está ya expiado. No había concluido de hablar La Valiére, cuando llamó la atención de D'Artagnan rumor de voces y pisar de caballos: era un amigo del rey, Saint-Aignán, que iba a buscar a Luisa de parte de Su majestad, a quien, dijo aquél, roían los celos y la inquietud. Saint-Aignán no vio al mosquetero, medio oculto por el tronco de un castaño que sombreaba las dos tumbas. Luisa dio las gracias al emisario y lo despidió con un ademán. . ––Ya lo veis, todavía dura vuestra dicha, ––dijo D'Artagnan con amargura a la joven. ––Día llegará en que os arrepintáis de haberme juzgado tan mal, ––repuso Luisa levantándose con actitud solemne, ––y aquel día seré yo que suplique a Dios que olvide lo injusto que habéis estado conmigo. No me reprochéis mi dicha, señor de D'Artagnan, pues me cuesta muy cara y aun no he satisfecho por completo toda la deuda. Dijo, volvió a arrodillarse, y con voz dulce y afectuosa repuso: ––Perdón por última vez, mi prometido Raúl. Yo he roto la cadena que nos unía a los dos, pero yo, como tú, estoy destinada a morir de dolor. Tú has partido primero, y yo no tardaré en seguirte. Sólo quiero que veas que no he sido cobarde, y que he venido a darte el postrer adiós. El Señor es mi testigo, Raúl, de que en rescate de la tuya hubiera dado yo mi vida; pero no podía dar mi amor. Perdóname Raúl, perdóname. Luisa tomó una rama y la clavó en el suelo, se enjugó los ojos, saludó a D'Artagnan y desapareció. El capitán miró cómo partían caballos, jinetes y carrozas; luego cruzó los brazos sobre su oprimido pecho, y dijo con voz conmovida: ––¿Cuándo me tocará a mí partir? ¿Qué le queda al hombre después de la juventud, el amor, la gloria, la amistad, la fuerza y las riquezas? Le queda la peña bajo la cual duerme Porthos, que poseyó cuanto acabo de decir; este césped, bajo el cual descansan Athos y Raúl, que todavía poseyeron mucho más... Y tras un momento de vacilación, con la mirada atónita, se irguió y repuso: ––Sigamos adelante, y llegada la hora, Dios me lo dirá como se lo ha dicho a los demás. D'Artagnan tocó con las yemas de los dedos la tierra humedecida por el rocío de la noche, se persignó, y tomó solo, solo como nunca, la vuelta de París.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas HACIA DÓNDE ME LLEVAN… Hacia dónde me llevan estos firmes renglones, Cuando poso mi pluma riguroso de ellos. Y no alterno el descenso sobre sus escalones, Como brinda el amante su caricia al cabello. Si soy fiel a la prosa por qué envidio a los versos. Por qué miro su forma con oculto recelo. Por qué tiento a mi pulso transgredir ese velo, Como signo de furia, como juego perverso. Si la hoja es el blanco, si la pluma el acero, Si es el arco la Musa y el Poeta el arquero. Si el amor es el pulso, la palabra es la herida Y la tinta es la sangre del que entrega su vida. Hacia dónde me lleva todo el tiempo que resta… Me pregunto incesante, sin hallar la respuesta. Luciano Cavido
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capitulo 54 EL ÚLTIMO CANTO DEL POEMA Al día siguiente se vio llegar a toda la nobleza de las cercanías y a la de provincia, hasta donde los mensajeros habían tenido tiempo de llevar la nueva. D'Artagnan se encerró para no hablar con ninguno; de tal suerte y por largo tiempo abrumaron a aquel corazón hasta entonces infatigable dos muertes para él tan dolorosas, después de la reciente muerte de Porthos. Excepto Grimaud, que entró una vez en su cuarto, el mosquetero no vio criado ni comensal. En el ruido de la casa, en las idas y venidas, a Artaghnan le pareció adivinar que se hacían los preparativos para los funerales del conde, y como iba a cumplirse el plazo de su licencia, escribió al rey para que le concediese algunos días más. Grimaud entró en el cuarto de D'Artagnan, se sentó en su escabel junto a la puerta, como quien medita profundamente, y luego se levantó e hizo seña al mosquetero de que le siguiese. Grimaud bajó hasta el dormitorio del conde, mostró con el dedo el sitio de la cama vacío, y levantó elocuentemente los ojos hasta el cielo. ––Sí, mi buen Grimaud, ––repuso D'Artagnan, ––al lado de su hijo que tanto amaba. Grimaud salió del dormitorio y llegó al salón, donde, según costumbre de provincias, estaba expuesto el cadáver antes del sepelio. D'Artagnan quedó parado al ver dos ataúdes abiertos en el salón, y al acercarse a una muda señal de Grimaud, vio en uno de ellos a Athos, hermoso aún en la muerte, y en el otro a Raúl; con los ojos cerrados, las mejillas nacaradas como el Palas de Virgilio, y la sonrisa en sus morados labios. La presencia del padre y del hijo, de aquellas dos almas desaparecidas y representadas en la tierra por dos yertos cadáveres incapaces de acercarse uno a otro por más que casi se estaban tocando, hizo estremecer a D'Artagnan, que exclamó en voz baja: ––¡Raúl aquí! ¡Ah! Grimaud, nada me habías dicho. Grimaud movió la cabeza sin despegar los labios; pero asió de la mano a D'Artagnan, lo condujo hasta el féretro de Raúl y le mostró bajo el transparente sudario las negras heridas por las que se escapó la vida de aquél. El mosquetero desvió la mirada, y estimando inútil interrogar a Grimaud, recordó que el secretario del duque de Beaufort decía algo más que él no tuvo el valor de leer. Abriendo, pues, nuevamente la relación del combate que costó la vida a Raúl, leyó estas palabras que formaban el último párrafo: “Por orden del señor duque, ha sido embalsamado el cuerpo del señor vizconde, como lo hacen los árabes cuando disponen que sus restos mortales sean trasladadas a la tierra natal. Además, monseñor ha destinado relevos para que un criado de confianza que educó al señor de Bragelonne, pudiese llevar su féretro al señor conde de La Fere”. ––Así, ––dijo para sus adentros D'Artagnan ––seguiré tu muerte, mi amado Raúl, yo viejo ya, yo, que nada valgo ya en la tierra, y esparciré la ceniza sobre esa tu frente que besé todavía no hace dos meses. Tú lo quisiste, y Dios lo ha permitido. Ni siquiera tengo el derecho de llorar, pues tú elegiste tu muerte que te pareció preferible a la vida. Por fin llegó el momento en que los fríos despojos de aquellos dos hidalgos debían ser restituidos a la tierra; y tal fue la afluencia de militares y paisanos que acudió a rendirles el último tributo, que el camino de la ciudad hasta la sepultura, que era una capilla situada en el llano, se vio inundado de jinetes y peones, todos ellos enlutados. Celebrado el oficio de los difuntos, y dado el postrer adiós a aquellos nobles muertos, los asistentes se dispersaron, hablando, por el camino, de las virtudes y de la dulce muerte del padre, y de las esperanzas que daba el hijo y de su triste fin en las africanas playas. Poco a poco los rumores fueron extinguiéndose como las lámparas encendidas en la humilde nave. D'Artagnan, que se había quedado solo, al advertir que la noche iba cerrando, se levantó del banco de encina en el cual se sentó en la capilla, se encaminó a la doble huesa que encerraba los cuerpos de Athos y de Raúl para darles el último adiós; una mujer oraba arrodillada sobre la húmeda tierra. D'Artagnan se detuvo en el umbral de la capilla para ver quién era aquella alma piadosa que llenaba con tanto fervor y perseverancia aquel deber sagrado. La incógnita ocultaba el rostro en las manos, blancas como el alabastro, y con la noble sencillez de su traje se veía que era dama de distinción. En la parte de afuera, algunos criados a caballo y una carroza de camino aguardaban a la incógnita; ésta se pasaba con frecuencia el pañuelo por el rostro; lloraba, y se golpeaba el pecho con la implacable compunción de la mujer cristiana, y D'Artagnan oyó que repetidas veces y con dolor profundo profería la palabra perdón. Y al ver que la mujer aquella parecía abandonarse por completo a su dolor, y que en medio de sus lamentos y de sus oraciones se echó atrás como si fuese a desmayarse, D'Artagnan, conmovido por amor a sus llorados amigos, se adelantó algunos pasos hacia la tumba para interrumpir el siniestro coloquio de la penitente con los muertos; mas apenas hubo crujido bajo sus pies la arena, la incógnita levantó la cabeza y mostró al mosquetero un rostro amigo y cubierto de lágrimas. Aquella mujer era La Valiére, que murmuró con voz apenas perceptible: ––¡Señor de D'Artagnan! ––¡Vos! ––dijo con acento sombrío el mosquetero, ––¡vos aquí! ¡Ah! señora, habría preferido veros adornada de flores en la mansión del conde de La Fere. Vos hubierais llorado menos, ellos y yo también. ––¡Caballero! ––repuso Luisa sollozando. ––Porque sois vos la que habéis tendido a esos dos hombres en la tumba, ––continuó el implacable amigo de los muertos. ––¡Ah! ya sé que la causa de la muerte del vizconde de Bragelonne soy yo, ––repuso La Valiére juntando las manos. ––La nueva de su muerte llegó ayer a la corte, y desde las dos de esta madrugada he recorrido cuarenta leguas para venir a pedir perdón al conde, suponiendo que aun vivía, y para suplicar a Dios, sobre la tumba de Raúl. que me envíe todas las desventuras que merezco, excepto una. Mas ahora que sé que la muerte del hijo ha causado la del padre, ya no tengo que echarme en cara un solo crimen, sino dos, como dos son los castigos que de Dios debo esperar. ––Voy a repetiros lo que Raúl me dijo en Antibes, cuando ya meditaba su muerte: “Si ha sucumbido al orgullo y a la coquetería, la perdono despreciándola; si el amor, la perdono también, jurándole que ningún hombre la hubiera amado como yo”. Ya sabéis que por amor iba a sacrificarme a mí misma, –– repuso La Valiére ––como sabéis cuál fue mi dolor cuando me encontrasteis sin sentidos, moribunda, abandonada. Pues bien, nunca he sentido un dolor tan punzante como el de hoy, porque entonces esperaba y deseaba, en tanto que hoy ya no me atrevo a amar sin remordimiento; porque presiento que aquel a quien amo me hará padecer uno por uno todos los tormentos que yo he hecho padecer a los demás. D'Artagnan, que conocía que Luisa no se engañaba, guardó silencio. ––Pues bien, señor de D'Artagnan, ––continuó La Valiére, ––no me abruméis ahora, por favor os lo pido. Amo con delirio, amo hasta el punto de cometer el sacrilegio de decirlo ante las cenizas de Raúl sin sonrojo y sin remordimiento. ¡Ay! el amor que yo siento es una religión; pero como tarde o temprano me veréis sola, olvidada y desdeñada; como me veréis castigada, compadeceos de mí durante mi efímera dicha, dejadme que goce de ella por algunos días, algunos minutos, si es que todavía dura ahora, si es que ese doble asesinato no está ya expiado. No había concluido de hablar La Valiére, cuando llamó la atención de D'Artagnan rumor de voces y pisar de caballos: era un amigo del rey, Saint-Aignán, que iba a buscar a Luisa de parte de Su majestad, a quien, dijo aquél, roían los celos y la inquietud. Saint-Aignán no vio al mosquetero, medio oculto por el tronco de un castaño que sombreaba las dos tumbas. Luisa dio las gracias al emisario y lo despidió con un ademán. . ––Ya lo veis, todavía dura vuestra dicha, ––dijo D'Artagnan con amargura a la joven. ––Día llegará en que os arrepintáis de haberme juzgado tan mal, ––repuso Luisa levantándose con actitud solemne, ––y aquel día seré yo que suplique a Dios que olvide lo injusto que habéis estado conmigo. No me reprochéis mi dicha, señor de D'Artagnan, pues me cuesta muy cara y aun no he satisfecho por completo toda la deuda. Dijo, volvió a arrodillarse, y con voz dulce y afectuosa repuso: ––Perdón por última vez, mi prometido Raúl. Yo he roto la cadena que nos unía a los dos, pero yo, como tú, estoy destinada a morir de dolor. Tú has partido primero, y yo no tardaré en seguirte. Sólo quiero que veas que no he sido cobarde, y que he venido a darte el postrer adiós. El Señor es mi testigo, Raúl, de que en rescate de la tuya hubiera dado yo mi vida; pero no podía dar mi amor. Perdóname Raúl, perdóname. Luisa tomó una rama y la clavó en el suelo, se enjugó los ojos, saludó a D'Artagnan y desapareció. El capitán miró cómo partían caballos, jinetes y carrozas; luego cruzó los brazos sobre su oprimido pecho, y dijo con voz conmovida: ––¿Cuándo me tocará a mí partir? ¿Qué le queda al hombre después de la juventud, el amor, la gloria, la amistad, la fuerza y las riquezas? Le queda la peña bajo la cual duerme Porthos, que poseyó cuanto acabo de decir; este césped, bajo el cual descansan Athos y Raúl, que todavía poseyeron mucho más... Y tras un momento de vacilación, con la mirada atónita, se irguió y repuso: ––Sigamos adelante, y llegada la hora, Dios me lo dirá como se lo ha dicho a los demás. D'Artagnan tocó con las yemas de los dedos la tierra humedecida por el rocío de la noche, se persignó, y tomó solo, solo como nunca, la vuelta de París.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas EL RECUERDO Y EL OLVIDO EN EL BARRIO DE FLORES ( por Alejandro Dolina ) En nuestros tiempos, no son muchas las personas de buena memoria. Salvo, desde luego, en el barrio de Flores. Todos sabemos las cosas que se cuentan sobre el barrio del Angel Gris. Y, aunque conviene desconfiar de cualquier testimonio al respecto, es casi un hecho que los Hombres Sensibles hacen alarde de recordarlo todo y suelen ejercitarse en lances tan complicados como la tabla del 113. Esto puede sorprender a quienes han oido que los Hombres Sensibles de Flores huyen de las precisiones cientificas como de la peste y son mas bien proclives a la improvisacion. Pero tambien ocurre que estos espiritus atorrantes odian la muerte y sospechan que lo que se olvida, se muere. Por eso no es raro encontrar en los atardeceres de la calle Artigas a los muchachos sombrios memorizando versos murgueros , recordando la formacion de Boca en 1955 o repitiendo en voz baja la lista de asistencia del colegio secundario. Estan rescatando cosas de la muerte. A su manera, son salvadores. Entre tanton enemigos como tienen los Hombres Sensibles, se hallan los Amigos del Olvido, organizacion con sede en Caballito, que propugna la abolicion del recuerdo, segun dicen porque duele. "Todo recuerdo es triste" declaran estos caballeros. Lo peor de estos impios es su aire de inocencia, hijo del olvido de sus culpas. Sus semblantes sonrientes despiertan la simpatia de todos y cada dia, docenas de socios nuevos se inscriben en la sede de la calle Rojas. El grupo se organiza en subcomisiones que se encargan a su turno de olvidar ciertas porciones del universo. Asi, existe la Comision del Olvido Permanente de Marcos Ciani, des- tinada a borrar las huellas del veterano piloto de Venado Tuerto. En sus reuniones la subcomision delibera sobre toda clase de asuntos, con la excepcion de aquellos que se vinculen de algun modo con Marcos Ciani. Una rama radicalizada de los Amigos del Olvido declara que los recuerdos no solo son tristes sino tambien falsos. "Jamas recuerda uno las cosas tal cual fueron", declaman. De modo que para esa gente, los recuerdos son especies de sueños y lso sueños no merecen sino el desprecio. Mientras tanto, los Hombres sensibles tienen decidido que solo los sueños y los recuerdos son verdaderos, ante la falsedad engañosa de lo que llamamos el presente y la realidad. ?Que es mas verdadero?, se preguntan ?El amable recuerdo de nuestra primera novia, dulce, ansiosa, inexplicable o esta señora contundente que compra fruta en la verduleria de la calle Condarco? No hace falta decir que los Amigos del Olvido son mas numerosos que los Hombres Sensibles o- al menos- presumen de ello. Mas justo seria aclarar que muchas personas son Hombres Sensibles sin siquiera sospecharlo. Vale la pena admitir en este punto que hay quienes se acercan a los Amigos del Olvido, no por simpatia filosofica, sino animados por propositos tan mezquinos como el deseo de olvidarse de una señorita inconstante. Tales infiltrados son descubiertos casi siempre por los miembros de alguna comision, quienes poseen un olfato especial para distinguirlos. Las sanciones son, en general, muy severas. Pero rara vez se cumplen, precisamente porque los encargados de ejecutarlas se olvidan de hacerlo. Los Amigos del Olvido aman el futuro. Pasan largas veladas contando hazañas que aun no han cumplido y jactandose de los amores que tendran alguna vez. Sostienen -ademas- que siempre es mejor lo que ha ocurrido despues. Constituye una experiencia interesante proponer a la eleccion de un amigo del Olvido dos objetos cualesquiera, siempre eligiran lo que se menciona en ultimo termino. - ?Quiere usted un helado de crema o de chocolate? - De chocolate. -?Lo prefiere usted de chocolate o de crema? - De crema. De este criterio surge un insoportable optimismo y espiritu progresista. Cualquier novedad es acogida en la sede de la calle Rojas con aplausos y vi'tores. Los Hombres Sensibles - como todo el mundo sabe- odian el futuro, porque han descubierto que en el futuro esta la muerte. El enfrentamiento entre ambos grupos ha llegado muchas veces a una modica violencia. Pero las ofensas no dejan rastros En unos, porque olvidan,. En los otros, porque perdonan. Segun los Amigos del Olvido, la existencia de medios idoneos para almacenar el conocimiento torna inutil todo esfuerzo mental al respecto. Poco sentido tiene - arguyen- memorizar la historia de los fenicios, cuando hay libros que la atesoran cabalmente. Al oir esto, los Hombres sensibles se enfurecen: - Eh...los libros solo son recipientes que contienen lo que luego han de beber los hombres... Pero a estas alturas, los Amigos del Olvido ya estan en otra cosa. Muchos Hombres Sensibles temen a las computadoras, a las calculadoras electronicas y al Cerebro Magico. Sostienen que el uso de estos aparatos embota el ingenio y atrofia el intelecto. Por eso es que, con toda frecuencia, una melancolica patota recorre el barrio del Angel Gris, destruyendo las maquinas de pensar que suelen cundir en oficinas, para no mencionar las cajas registradoras de los bares, los fixtures de Glostora, las balanzas y los relojes automaticos. (A la hora de destruir, los Hombres Sensibles se enardecen y no se andan con sutilezas) En su larga lucha contra el recuerdo y la memoria, los Amigos del Olvido han desarrollado interesantes estrategias. Pero, sin ninguna duda, su mas importante hallazgo fue el Licor del Olvido, un cordial de existencia incierta que -segun parece- tiene la virtud de abolir el pasado en quien lo toma. En epocas lejanas, los hombres de la calle Rojas se limitaban a beber ellos mismos su licor, emborrachandose locamente de esperanzas sin presagios. Pero luego empezaron a mezclar el licor en la ginebra de los Hombres Sensibles para inducirlos a olvidar. Pero lo peor ocurrio cuando los Hombres Sensibles alcanzaron a destilar el Vino del Recuerdo, cuyos efectos son -como ya se sospechara- opuestos a los del licor. Tambien los muchachos del Angel Gris recorrieron el mismo camino : bebieron solos primero y trataron despues de usurpar las copas de los que nada recuerdan. Y eso fue terrible. Porque si el Licor del Olvido y el Vino del Recuerdo son de por si peligrosos, la mezcla es verdaderamente mortal. El autor de esta cronica cree haber probado -sin sospecharlo- ese espantoso coctel. Sus efectos se traducen en oscuras añoranzas de lo que vendra, en olvidos de lo que nunca fue y en un sabor amargo y dulce que hace llorar. Las señoritas Amigas del Olvido suelen pasearse por el barrio de Flores para enamorar a los Hombres Sensibles. Los muchachos del Angel Gris -bien lo sabemos- son de corazon blando y se enamoran para siempre. Entonces las señoritas de Caballito se olvidan de ellos y los abandonan sin remordimiento. Estos tristes episodios propenden -sin embargo- al florecimiento de las artes en Flores, pues los Hombres Sensibles suelen componer sus mejores versos, elaborar sus canciones mas sentidas y tallar sus mas hermosos anillos cuando sufren. Poco cuesta imaginar cual sera el fin de esta lucha entre olvido y memoria. Los Hombres Sensibles de Flores estan derrotados. De nada les valdra oponerse a la muerte, porque la muerte llegara de todos modos. De nada les servira su pasion por la memoria, pues toda memoria es perecedera. Y -en definitiva - el tiempo es el mejor aliado de los Amigos del Olvido. Pero es obligacion de todos nosotros hacer un poco de fuerza por los muchachos de Flores, para que su derrota sea mas honrosa. Recordemos todo el tiempo. No olvidemos nada. Ni el color de nuestras corbatas perdidas, no el olor a tiza y sudor del colegio, ni el calor del asfalto sobre los pies descalzos, ni el gusto a jazmin de los besos en la noche, ni el aroma de la untura blanca. Si nos espera el olvido, tratemos de no merecerlo. Y pensemos que despues de todo, aunque la victoria final sea de los Amigos del Olvido, sera un triunfo sin festejo. Nadie lo recordara jamas.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Los Juegos (Monologo transcripto del programa radial "La Venganza sera Terrible!") Uds. saben que inventar personajes que hagan carrera en todas las naciones no es cosa facil... no es cosa facil... Pocos escritores lo han logrado realmente. E incluso a veces lo logran a esto de crear un personaje que tenga curso en todas las culturas, en todas las naciones...a veces lo logran, digo, escritores de segundo orden. Estoy pensando en Arthur Conan Doyle, un escritor de segundo orden que ha generado un personaje mundial como es Sherlock Holmes. Y hoy quiero hablar de otro que tambien lo logro y que es Sir James Barrie. Tanto lo logro que cuando yo digo Sir James Barrie nadie - no creo que nadie - recuerde de quien se trata. Y sin embargo cuando mencione el personaje que el invento, todos lo van a conocer: Peter Pan. Pero al pobre Barrie le paso lo que esta muchacha... Margaret Mitchell, la que escribio "Lo que el viento se llevo". El cine lo devoro. Y yo creo que todos los muchachos dan en pensar que Peter Pan es una creacion de Walt Disney. Del mismo modo se piensa de Pinocho y hasta de Blancanieves y de cosas asi; tal es la fuerza del cinematografo! Bueno, si quiere que le confiese, no me mataria por ser el autor del Pinocho. Nunca que me ha conmovido mucho ese personaje pero otro dia vamos a hablar de eso. [-Es de madera...] Si creo que es de madera... A la chica Mitchell le paso esto. El otro dia creo que nos acordabamos de la siguiente circunstancia: en los creditos de la pelicula "Lo que el viento se llevo" no figura el nombre del autor de la novela. Nada menos. Nada menos, caramba! La que invento la historia! Tampoco escribio ninguna otra cosa. Era una periodista ella; escribio una sola novela, una extensa novela, una copiosa novela pero nunca mas nada. Gano un premio con ella: el premio Pulitzer -de todas maneras- que es un premio a los periodistas. [-Bastante desprestigiado por otra parte como el periodismo mismo...]. No en el tiempo en que ella lo gano pero ahora si. Quien era James Barrie? Y en que epoca lo situamos? Nacio el siglo pasado, en 1860 en un pueblito muy pobre de Escocia. Era mal alumno, no se destacaba mucho por nada. Casi nunca abria los libros... No tenia gran cosa... Por ahi, ya cuando joven le dio por escribir pero siempre estaba acomplejado porque creia que lo unico que conocia del mundo era su minusculo pueblo de Escocia. Entonces escribia con cierto recelo. Hasta que algunas novelas sentimentales de el empezaron a tener cierto exito. Y publica por ahi, un libro que se llama "El pequeño Ministro" hecho alla por 1890-91 y la gente empieza a conocerlo. Hasta que en 1896 -y esto me interesa a mi- escribe una conmovedora biografia de su madre, Margaret Oglivy. Este libro contiene una frase que paso a leer que revela toda la literatura de Barrie y dice asi: "El horror de mi infancia era que yo sabia que se acercaba el tiempo en que deberia renunciar a mis juegos y eso me parecia intolerable. Entonces resolvi seguir jugando en secreto." Yo me voy a detener aqui. Los juegos de Barrie fueron sus libros "El muchacho y David", "Peter Pan"... y el mas exitoso de todos es "Peter Pan". Pero me gusta esto: "Entonces resolvi seguir jugando en secreto." Me detengo aqui y me detengo a recordar a todos los que, como a Peter Pan o como a Barrie, decidieron seguir jugando en secreto. Y no es que a uno le moleste crecer. De paso, crecer no es una actividad relacionada con el tiempo -quiero aclarar- sino con el espacio. Ser grande no es ser viejo, es otra cosa, muchachos! Pero siempre he tenido la sorpresa de que el orden establecido y sus secuaces manifiestos o encubiertos se interesan muchisimo en que uno abandone la niñez para que deje de jugar. Digo, para que uno abandone esa gravedad de los chicos que juegan... esa solemnidad... Quiero decir que los chicos que juegan, no juegan por dinero, ni por obligacion, juegan porque les gusta. Y juegan al juego que les gusta y con la gente que les gusta y sino, no juegan. No juegan por codicia y ademas lo hacen seriamente, sin ese cinismo que viene despues con aquello que suele llamarse madurez. Yo creo que de ahi quieren sacarnos para convertirnos en personas resignadas a nuestra suerte, por mediocre que sea esta suerte Finalmente hay gentes vulgares que desprecian a los que siguen jugando, a los que siguen soñando, a los que siguen engrandeciendose, no creciendo... Mejor dicho: si creciendo, no envejeciendo. Quieren que no seamos esa gente que se arriesga en cada cruce, esa gente que juega fuerte como si cada baraja fuera la ultima. Para los que ya no juegan, para los enemigos de Barrie y de Peter Pan, esto es locura -seguir jugando. Nos convidan a la resignacion, a la madurez; gente que no soporta a los que -digo- parados en su propia sombra hacen frente, por ahi, a los miembros de su propia generacion que los invitan a crecer - dicen: "Vamos! Tenes que crecer! Y obtener una cuenta bancaria y engordar y renunciar a los cambios bruscos!"... Y a contraer -como suelo decir yo- esa medriocre eficacia que se llama madurez. Pero estos hombres tambien hacen frente a las generaciones mas jovenes que les reclaman el derecho a no jugar, ser vulgares, a no ser señalados finalmente en su vulgaridad. No, yo creo que la vida de Barrie y de Peter Pan y de los que, en secreto, han resuelto seguir jugando es muy dura. Y a que siguen jugando esas personas en secreto, siempre tratando de que nadie los vea? Cuando las personas serias que manejan este mundo, los personeros de la razon, del dinero ven al que sigue jugando lo señalan con el dedo. Pero, a que juegan? - se preguntaran ustedes. Y ... algunos juegos parecen inocentes: Digo, hay quienes no pisan las baldosas celestes para no matar angeles y pisan las baldosas rojas, para matar demonios... cuando nadie los ve. Hay quienes, por ejemplo, corren carreras en la calle contra desconocidos y se juegan la vida en llegar a la esquina antes que ese desconocido y dicen cosas tales como: "Si no llego a la esquina antes que el conscripto ese que va adelante mio, morire!" Sucede, a veces, que el conscripto tambien es uno de los que estan jugando en secreto! Y entonces se producen carreras tremendas en la que se estan jugando la vida el conscripto y nuestro amigo! Y nadie lo sabe! Solo ven dos personas apuradas que transpiran y sufren y tratan de llegar primero a la esquina... y, mirandose, todos dicen: "A donde iran estos?" y no saben que se estan jugando la vida! Pero a veces, digo, esos juegos no son tan inocentes y, a veces, el juego consiste simplemente en vivir como si todavia no nos hubiera ocurrido lo mejor. Y ese ya es un juego mas pesado, un juego que a veces cuesta caro, un juego serio. No como los juegos cinicos de los que se cubren con apuestas laterales o aquellos que juegan pero dejan en su bolsillo algun dinero para el regreso. No! Me gusta el que se lo juega todo! Y el que lo juega seriamente como los chicos o con la misma fe poetica que pedia Coleridge para entender el arte, con esa renuncia a la incredulidad. Ese es el juego! Yo que, tambien como Peter Pan, he perdido mi sombra declaro que pienso seguir jugando... Claro que en secreto... Y el que quiera seguir jugando va a ser mi amigo. Y el que ya no juegue mas se ira un cielo personal que tengo yo, un cielo de olvido en donde, asi como muchos heroes griegos al morir se convertian en constelaciones, quienes resuelven no jugar mas tambien van a ese cielo de mis olvidos y se convierten en constelaciones, constelaciones que tienen nombres... y apellidos. Ay, muchachos! Que hermosas estrellas brillan en ese cielo de mi olvido!... Quiero dedicar la charlita de hoy a Barrie, a Peter Pan, a mis amigos queridos que siguen jugando conmigo este juego hermoso pero fortisimo de hacer un programa en el que parece que uno hace chistes... ...Y EN REALIDAD SE ESTA JUGANDO EL ALMA! Alejandro Dolina
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capitulo 55 EPÍLOGO Cuatro años después de la escena que acabamos de describir, y al amanecer de hermoso día, dos jinetes bien montados llegaron a la ciudad de Blois a fin de disponerlo todo para una caza de volatería que el rey quería efectuar en la variada planicie partida en dos por el Loira, y que confina con Meung por un lado, y por el otro con Amboise. Aquellos dos jinetes, que no eran otros que el perrero y el halconero de Su majestad; personajes respetabilísimos en tiempo de Luis XIII, pero algo desatendidos por su sucesor; después de haber explorado el terreno, se volvían, cuando divisaron acá y allá algunos pelotones de mosqueteros del rey, a los cuales sus respectivos sargentos colocaban de trecho en trecho en los extremos de los cercados. Detrás de los mosqueteros, subido en brioso corcel y fácil de conocer en sus bordados de oro, venía el capitán, hombre de cabello casi enteramente cano y barba entrecana, algo cargado de espaldas, pero que manejaba con soltura el caballo y no perdía de vista ninguna de las evoluciones de sus soldados. ––A fe mía, ––dijo el perrero al halconero; ––el señor de D'Artagnan no envejece; con diez años más que nosotros, parece un cadete a caballo. ––Es verdad ––repuso el halconero; ––en veinte años que le conozco no ha variado. El halconero se engañaba; durante los últimos cuatro años el mosquetero había envejecido por doce. En las comisuras de los ojos el tiempo le había impreso sus implacables garras; tenía despoblada la frente, y sus manos, antes morenas y nervudas, blanqueaban como si en ellas empezara a enfriarse la sangre. D'Artagnan se acercó con el ademán de afabilidad, propio de los hombres de valer, al halconero y al perrero, que le saludaron con el mayor respeto. ––¡Qué feliz casualidad el veros por aquí, señor de D'Artagnan! ––exclamó el halconero. ––Yo soy quien debería decir tal, señores ––replicó D'Artagnan, ––pues en nuestros días el rey se sirve con más frecuencia de sus mosqueteros que de sus halcones. ––¡Quién volviera a aquellos tiempos! ––exclamó el halconero exhalando un suspiro. ––¿Os acordáis, señor de D'Artagnan, de cuando el difunto rey cazaba con urraca por las viñas del otro lado de Beaugenci? Entonces no erais capitán de mosqueteros. ––Y vos, sólo erais cabo de terzuelos, ––repuso D'Artagnan con jovialidad. ––No importa; ello es que aquel era un buen tiempo, como lo es siempre el de la juventud... Buenos días, señor capitán perrera. ––Me hacéis mucho favor, señor conde, ––repuso el saludo. D'Artagnan, no obstante ser conde hacía cuatro años, no oyó con gusto el calificativo que acababa de darle el perrero y se calló. ––¿No os ha fatigado el camino, señor de D'Artagnan ––preguntó el halconero, ––si no me engaño, de Pignerol aquí hay doscientas leguas. Doscientas setenta a la ida y otras tantas a la vuelta, ––repuso con la mayor naturalidad el gascón. ––¿Y “él” sigue bien? ––preguntó en voz baja el halconero. ––¿Quién? ––El señor Fouquet ––continuó el halconero en la misma voz mientras el perrero se hacía a un lado por prudencia. ––No, ––respondió D'Artagnan, ––el desventurado está sumamente abatido; no puede de ningún modo creer que la prisión sea un favor; dice que el parlamento le absolvió al desterrarle, y que el destierro es la libertad. El pobre no se figura que había el deliberado propósito de matarlo, y que al salvar de las garras del parlamento la vida es ya deberle mucho a Dios. ––Es verdad, ––dijo el halconero, ––el infortunado estuvo a dos dedos del patíbulo; dicen que el señor Colbert había transmitido ya las órdenes para el caso al gobernador de la Bastilla y que la ejecución estaba decidida. ––¡En fin! ––exclamó D'Artagnan como para cortar la conversación. ––¡En fin! ––repitió el perrero acercándose, ––si el señor Fouquet está en Pigneroi, merecido se lo tiene; bastante había robado al rey. Además, ¿no es nada el haber tenido la dicha de ser conducido allá por vos? ––Caballero, ––replicó D'Artagnan lanzando una mirada de enojo al perrero, ––si me dijesen que habéis comido la pitanza de vuestros galgos, no sólo no lo creería, sino también os compadecería si por eso os condenaran a encierro, y no. consentiría que hablasen mal de vos. Con todo eso y por muy probo que seáis, sé deciros que no lo sois más que lo era el infeliz señor Fouquet. Este discurso hizo agachar las orejas al perrero, que dejó que el halconero y D'Artagnan se le adelantaran dos pasos. A lo lejos asomaban ya los cazadores por las salidas del bosque, y veíanse pasar por los claros y cual estrellas errantes, los penachos de las amazonas, y los blancos caballos atravesar como luminosas apariciones la sombría floresta. ––¿Va a ser larga la cacería? ––preguntó D'Artagnan. ––Os ruego que soltéis pronto el ave, puesto estoy que me caigo de fatiga. ¿Cazáis garzas o cisnes? ––Cisnes y garzas, señor de D'Artagnan, ––respondió el halconero; ––pero nada temáis, el rey no es práctico, y si caza es sólo para divertir a las damas. ––¡Ah! ––exclamó con acento de sorpresa D'Artagnan, mirando al halconero que había vertido las tres últimas palabras con marcada intención. El perrero se sonrió como queriendo hacer las paces con el gascón. ––Reíos, reíos, ––exclamó D'Artagnan; ––llegué ayer tras un mes de ausencia, y por consiguiente, estoy muy atrasado de noticias. Cuando partí, la corte estaba aún muy triste con la muerte de la reina madre, y el rey había dado fin a las diversiones después de haber recogido el postrer suspiro de Ana de Austria; pero en este mundo todo tiene fin. ––Y también todo principio, ––dijo el perrero lanzando una carcajada. ––¡Ah! ––repitió D'Artagnan que ardía en deseos de saber, pero que por su categoría no podía ser interrogado por sus inferiores; ––¿conque hay algo que empieza? El perrero guiñó el ojo de una manera significativa; pero como D'Artagnan nada quería saber por boca de aquél, preguntó al halconero: ––¿Vendrá pronto el rey? Tengo orden de soltar las aves a las siete. ––¿Quién viene con el rey? ¿Qué tal la princesa? ¿Cómo está la reina? ––Mejor, señor de D'Artagnan. ––¿Ha estado enferma? ––Desde el último disgusto que ha pasado está enfermiza. ––¿Qué disgusto? Como llego de viaje, nada sé. ––Según parece, la reina un poco desdeñada desde la muerte de su suegra, se quejó al rey, que, según dicen la contestó que pues dormía con ella todas las noches, que más quería. ––¡Pobre mujer! ––dijo D'Artagnan. ––¡Que odio debe profesar a La Valiére! ––¿A la señorita de La Valiére? ––repuso el halconero. ––¡Bah! no, señor. ––¿A quién pues? El cuerno, llamando a los perros y a las aves, cortó la conversación. Perrero y halconero picaron a sus caballos y dejaron a D'Artagnan en lo mejor, mientras a lo lejos aparecía el soberano rodeado de damas y jinetes, que formaban un conjunto animado, bullicioso y deslumbrador, como hoy no podemos formarnos idea, a no ser en la mentida opulencia y en la falsa majestad del teatro. D'Artagnan, que ya tenía la vista débil, divisó tras el grupo tres carrozas, la primera, destinada a la reina, estaba vacía; luego y al no ver junto al rey a La Valiére, la buscó y la vio en compañía de dos mujeres que al parecer se aburrían mucho como ella. A la izquierda del rey y montada en fogoso corcel hábilmente manejado, brillaba una mujer de portentosa hermosura, que sostenía con Su Majestad una correspondencia de sonrisas y despertaba con su hablar las carcajadas de todos. Yo conozco a aquella mujer, ––dijo mentalmente D'Artagnan. Y volviéndose hacia su amigo el halconero le preguntó: ––¿Quién es la dama aquella? ––La señorita de Tonnay––Charente, marquesa de Montespan, ––respondió el halconero. Cuando Luis XIV vio a D'Artagnan exclamó: ––¡Ah! ¿estáis de vuelta, conde? ¿Por qué no habéis venido a verme? ––Porque cuando he llegado, Vuestra majestad estaba todavía durmiendo, y cuando he tomado mi servicio esta mañana, todavía no estabais despierto. ––Siempre el mismo, ––dijo en alta voz el rey y con acento de satisfacción. ––Descansad, conde, os lo ordeno. Hoy cenaréis conmigo. Un murmullo de admiración envolvió como una inmensa caricia al mosquetero.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas .............."Ese sentimiento ético, que acompañó a la lucha de millones de argentinos que combatieron por la libertad y la justicia, quiere decir, también, que el fin jamás justifica los medios. Quienes piensan que el fin justifica los medios suponen que un futuro maravilloso borrará las culpas provenientes de las claudicaciones éticas y de los crímenes. La justificación de los medios en función de los fines implica admitir la propia corrupción, pero, sobre todo, implica admitir que se puede dañar a otros seres humanos, que se puede someter al hambre a otros seres humanos, que se puede exterminar a otros seres humanos, con la ilusión de que ese precio terrible permitirá algún día vivir mejor a otras generaciones. Toda esa lógica de los pragmáticos cínicos remite siempre a un porvenir lejano. Pero nuestro compromiso está aquí, y es básicamente un compromiso con nuestros contemporáneos, a quienes no tenemos derecho alguno de sacrificar en función de hipotéticos triunfos que se verán en otros siglos. Nosotros vamos a trabajar para el futuro. La democracia trabaja para el futuro, pero para un futuro tangible. Si se trabaja para un futuro tangible se establece una correlación positiva entre el fin y los medios. Ni se puede gobernar sin memoria, ni se puede gobernar sin la capacidad de prever, pero prever para un tiempo comprensible y no para un futuro indeterminado. Los totalitarios piensan en términos de milenios y eso les sirve para erradicar las esperanzas de vida libre entre los seres humanos concretos y cercanos. Los problemas que debemos prever son, a lo sumo, los de las siguientes dos generaciones. Como dijo Juan XXIII, más allá de eso no hay conclusiones seguras y los datos son demasiado inciertos u oscilantes, lo que puede justificar la investigación, pero no la acción política." ....................................................... Del Mensaje del Doctor Raúl Alfonsín ante la Asamblea Legislativa al asumir la Presidencia de la Nación Argentina el 10 de diciembre de 1983.