Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Cuentan de un sabio que un día
    [Fragmento de La vida es sueño]
    Pedro Calderón de la Barca
    [​IMG]
    Cuentan de un sabio que un día
    tan pobre y mísero estaba,
    que sólo se sustentaba
    de unas hierbas que cogía.
    ¿Habrá otro, entre sí decía,
    más pobre y triste que yo?;
    y cuando el rostro volvió
    halló la respuesta, viendo
    que otro sabio iba cogiendo
    las hierbas que él arrojó.
    Quejoso de mi fortuna
    yo en este mundo vivía,
    y cuando entre mí decía:
    ¿habrá otra persona alguna
    de suerte más importuna?
    Piadoso me has respondido.
    Pues, volviendo a mi sentido,
    hallo que las penas mías,
    para hacerlas tú alegrías,
    las hubieras recogido.
     
  2. clause

    clause Claudia

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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo
    Primera Parte

    Capítulo séptimo

    El interrogatorio

    Apenas hubo salido del comedor, despojóse el sustituto de su risueña máscara, tomando el aspecto grave de quien va a decidir la vida o la muerte de un hombre. Sin embargo, aunque obligado a mudar su fisonomía, cosa que alcanzó el sustituto a fuerza de trabajo y tal vez ensayándose al espejo como los cómicos, en esta ocasión le fue doblemente difícil fruncir las cejas y dar a sus facciones la gravedad oportuna.

    Puesto que, dejando a un lado el recuerdo de las opiniones políticas de su padre, que podían en lo futuro impedirle su fortuna, Gerardo de Villefort era completamente feliz en aquel momento. Rico de suyo, además de gozar a los veintinueve años de una posición brillante en la magistratura, iba a casarse con una joven hermosa, a quien amaba, si no con ciega pasión, por lo menos razonablemente, como puede amar un sustituto del procurador del rey. Además de su belleza, notable sin duda alguna, la señorita de Saint-Meran, su futura esposa, pertenecía a una de las familias más importantes por aquel entonces, y con la influencia de su padre, que por ser hija única Renata pasaría al yerno enteramente, llevaba en dote cincuenta mil escudos, que con las esperanzas -palabra horrible inventada por los que hacen del matrimonio un juego de cubiletes- podía aumentarse un día hasta medio millón con una herencia. Todos estos elementos reunidos componían, pues, para Villefort, una suma increíble de felicidad, de tal manera que le faltaba poco para escupir al sol.

    El comisario de policía le esperaba a la puerta. La vista de este hombre hízole caer de su cielo a nuestro mundo material. Reformó su semblante de la manera que hemos dicho, y acercándose al oficial de justicia:

    -Ya me tenéis aquí -le dijo- He leído vuestra carta: hicisteis bien al prender a ese hombre. Referidme ahora cuanto sepáis de él y de su conspiración.

    -De la conspiración, señor, no sabemos nada todavía. En un legajo sellado tenéis sobre vuestro bufete cuantos papeles le hemos encontrado. Del preso tan sólo podré deciros que, según reza la carta que habéis visto, es un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, bergantín propio de la casa Morrel, que hace el comercio de algodón con Alejandría y Esmirna.

    -Antes de pertenecer a la marina mercante, ¿había servido quizás en la de guerra?

    -No, señor. ¡Si es muy joven!

    -¿Qué edad tiene?

    -Diecinueve o veinte años, a lo sumo.

    En este momento llegaba Villefort con el comisario a la parte de la calle Grande en que desemboca la de los Consejos. Un hombre que estaba como esperándole, salió a su encuentro. Era el señor Morrel.

    -¡Ah!, señor de Villefort -exclamó el buen hombre al ver al sustituto-. ¡Gracias a Dios que os encuentro! Sabed que acaba de cometerse la más escandalosa, la más terrible arbitrariedad. Acaban de prender al segundo de mi Faraón, al joven Edmundo Dantés.

    -Ya lo sé, caballero -respondió Villefort-; y ahora voy a tomarle declaración.

    -¡Oh, caballero! -prosiguió el naviero, llevado de su amistad hacia el joven-, vos no conocéis al acusado, yo sí, yo le conozco. Es el hombre más honrado y digno, y aún diré más entendido en su oficio que haya en toda la marina mercante. ¡Oh, señor de Villefort! ¡Os lo recomiendo encarecidamente!

    Como ya habrán comprendido los lectores, pertenecía Villefort al partido noble de la ciudad, y Morrel al plebeyo: con lo que el primero era ultrarrealista, y al segundo se le tildaba de bonapartista.

    Miró Villefort desdeñosamente a Morrel, y le dijo con frialdad:

    -Debéis comprender, caballero, que puede un hombre ser amable en su vida privada, honrado en sus relaciones comerciales, y ser, sin embargo, un gran culpable en política. Lo comprendéis así, ¿no es verdad?

    Y recalcó el magistrado estas últimas palabras, como queriéndolas aplicar al armador, mientras con su mirada escrutadora penetraba al fondo del corazón de aquel hombre, que se atrevía a interceder por otro, necesitando él mismo de indulgencia. Morrel se sonrojó, porque en punto a cosas políticas no tenía muy limpia la conciencia, y porque no se le apartaba de la memoria lo que Edmundo le había dicho de su entrevista con el gran mariscal, y de las palabras del emperador. Sin embargo, añadió con el interés más vivo:

    -Suplícoos, señor de Villefort, que justo como debéis de serlo, y bondadoso como sois, nos devolváis pronto al pobre Dantés.

    Este nos devolváis resonó revolucionariamente en los oídos del sustituto.

    -¡Vaya! ¡Vaya! -murmuró para su capote-: nos devolváis... ¿Si estará afiliado este Dantés en alguna sociedad secreta? Cuando su protector usa sencillamente de la fórmula colectiva... Creo que el comisario dice que le prendió en una taberna en medio de mucha gente... Esto merece la pena de pensarlo seriamente.

    Luego añadió en voz alta:

    -Podéis, caballero, estar tranquilo, que no en vano apeláis a mi justicia si el preso es inocente; pero si es culpable, me veré obligado a cumplir con mi obligación, pues en las circunstancias difíciles y azarosas en que nos hallamos, sería la impunidad muy mal ejemplo.

    Y habiendo llegado Villefort a la puerta de su casa, inmediata al Palacio de Justicia, entró en ella majestuosamente, después de saludar con mucha ceremonia al desdichado naviero, que se quedó como petrificado.

    Estaba llena la antecámara de gendarmes y agentes de policía, y entre ellos el preso, de pie, inmóvil y tranquilo, aunque todos le miraban con expresión rencorosa.

    Atravesó Villefort la antecámara mirando a Dantés de reojo, y después de recibir un legajo de manos de un agente, desapareció diciendo:

    -Que conduzcan aquí al preso.

    Por rápida que fuese, aquella mirada bastó a Villefort para formarse una idea del hombre a quien iba a interrogar. En aquella frente despejada y ancha había adivinado la inteligencia, el valor en aquellos ojos fijos y aquel fruncido entrecejo, y la franqueza en aquellos labios gruesos y entreabiertos, que dejaban ver sus dientes, blancos como el marfil.

    La primera impresión había sido favorable a Dantés; pero como Villefort había oído asegurar muchas veces como máxima de profunda política, que es bueno desconfiar de nuestro primer impulso, aplicó a la ocasión la máxima, sin tener en cuenta la diferencia que va del impulso a la impresión.

    Por lo tanto, ahogó los sanos instintos que se despertaban en su corazón, compuso al espejo su fisonomía como para caso tan grave, y sombrío y amenazador sentóse delante de su bufete.

    Un instante después entró Edmundo, que estaba muy pálido, aunque tranquilo y sonriendo. Saludó a su juez con cortés desembarazo, y se puso a buscar con los ojos una silla, como si estuviese en casa de su armador.

    Entonces sus ojos tropezaron con la mirada impasible de Villefort, con aquella impasible mirada propia de los hombres de mundo, sin transparencia. Y esto hizo que el pobre joven reconociese cuál era su verdadera situación.

    -¿Quién sois, y cómo os llamáis? -le preguntó Villefort hojeando las notas que recibiera del agente al entrar, notas que en una hora habían alcanzado más que mediano volumen: tanto obra la corrupción de los espías en esto de prisiones.

    -Me llamo Edmundo Dantés -respondió el joven con voz sonora y tranquila-; soy segundo de El Faraón, buque perteneciente a los señores Morrel e hijos.

    -¿Vuestra edad?

    -Diecinueve años -respondió Dantés.

    -¿Qué hacíais cuando os prendieron?

    -Hallábame en la comida de mi boda, señor -repuso el joven con voz literalmente conmovida, por el contraste que hacía aquel recuerdo con su situación, y el sombrío rostro del sustituto, con la hermosa figura de Mercedes.

    -¡Comida de boda! -repitió Villefort, estremeciéndose a pesar suyo.

    -Sí, señor; voy a casarme pronto con una mujer a quien amo hace tres años.

    A pesar de su ordinario estoicismo, conmovió a Villefort esta coincidencia, que junto con la voz melancólica de Dantés, despertaba en el fondo de su alma una dulce simpatía. El también, como aquel joven, se casaba; él también era dichoso, y fueron a turbar su dicha para que él turbara a su vez la de aquel joven.

    «Esta homogeneidad filosófica -pensó interiormente- sorprenderá mucho a los convidados, cuando yo vuelva a casa de Saint-Meran.»

    En seguida, mientras Dantés esperaba que siguiese el interrogatorio, se puso a componer en su imaginación el discurso que debía de pronunciar, lleno de antítesis sorprendentes, y de esas frases pretenciosas que tal vez son tenidas por la verdadera elocuencia.

    Terminada en su mente la elocuente perorata, sonrió Villefort seguro de su éxito, y encarándose con Dantés:

    -Proseguid -le dijo.

    -¿Qué queréis que diga?

    -Todo aquello que pueda ilustrar a la justicia.

    -Dígame la justicia en qué quiere que la ilustre, y obedeceré de todo en todo: aunque le prevengo -añadió con una sonrisa- que cuanto puedo decir es de poca monta.

    -¿Habéis servido bajo el mando del usurpador?

    -Su caída estorbó que me viese incorporado a la marina de guerra.

    -Dicen que vuestras opiniones políticas son exageradas -prosiguió Villefort, que aunque nada sabía de esto, quiso darlo por seguro, porque le sirviera de añagaza.

    -¡Yo opiniones políticas, señor! ¡Ah!, casi me da vergüenza el decirlo, pero nunca he tenido opinión. Con mis diecinueve años escasos, como ya os dije, ni sé nada, ni estoy destinado a otra cosa que a la plaza que mis navieros quieran otorgarme. Así, pues, todas mis opiniones, no digo políticas, sino privadas, se resumen en tres sentimientos: el cariño de mi padre, el respeto al señor Morrel y el amor de Mercedes. Es cuanto puedo decir a la justicia. Supongo que no le debe de importar mucho.

    A medida que Dantés hablaba, Villefort estudiaba aquel rostro tan franco y dulce a la vez, y recordaba las palabras de Renata, que sin conocerle intercedió por aquel preso. Ayudado del conocimiento que ya tenía de los crímenes y de los criminales, hallaba en cada frase de Dantés una prueba de su inocencia. Aquel joven, o mejor dicho, aquel muchacho sencillo, natural, elocuente, con esa elocuencia del corazón que jamás encuentra el que la busca, henchido de afectos para todos, porque era dichoso, cosa que trueca en buenos a los hombres malos, contagiaba en su dulce afabilidad hasta a su mismo juez. A pesar de lo severo que se le mostraba Villefort, ni en sus miradas, ni en su voz, ni en sus acciones, tenía Edmundo para él más que bondad y dulzura.

    -¡Cáspita! -exclamó para sí Villefort-. ¡Qué joven tan interesante! No me costará mucho trabajo cumplir el primer deseo de Renata..., lo que me valdrá además un buen apretón de manos de todo el mundo.

    De tal modo serenó esta esperanza el ceño de Villefort, que cuando volvió a ocuparse de Dantés, el joven, que había observado atentamente las mudanzas de su rostro, le sonreía también como su pensamiento.

    -¿Tenéis enemigos? -le preguntó Villefort.

    -¡Enemigos yo! -repuso Dantés-. Afortunadamente valgo poco para tenerlos. Aunque mi carácter es tal vez demasiado vivo, procuro siempre refrenarlo con mis subordinados. Diez o doce marineros tengo a mis órdenes. Que se les pregunte y os responderán que me aprecian y me respetan, no diré como a un padre, que soy muy joven para eso, sino como a un hermano mayor.

    -Si no enemigos, podéis tener rivales. Vais a ser capitán a los diecinueve años, lo que para los vuestros es una posición elevada: ibais a casaros con una mujer que os quiere, felicidad rarísima en la tierra. Estos favores del destino os pueden acaso granjear envidias.

    -Sí, tenéis razón. Es muy posible, cuando vos lo decís: vos, que debéis conocer el mundo mejor que yo; pero si estos rivales fuesen amigos míos, os declaro que no deseo conocerlos por no verme obligado a aborrecerlos.

    -Os equivocáis, Dantés. Importa mucho conocer el terreno que pisamos, y de mí sé decir que me parecéis tan bueno, que por vos me separaré de las ordinarias fórmulas de la justicia, ayudándoos a descubrir quién sea el que os denuncia. Aquí tenéis la carta que me han dirigido. ¿Reconocéis la letra?

    Y sacando la denuncia de su bolsillo la presentó Villefort a Dantés. Al leerla éste pasó como una sombra por sus ojos, y respondió:

    -No conozco la letra, porque está de propósito disfrazada, aunque correcta y firme. De seguro la trazó mano habilísima. ¡Cuán feliz soy -añadió, mirando a Villefort con gratitud-, cuán feliz soy en haber dado con un hombre como vos, pues reconozco en efecto que el que ha escrito ese papel es un verdadero enemigo!

    Continua
     
  3. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Verde embeleso de la vida humana

    Sor Juana Inés de la Cruz
    [​IMG]
    (A la esperanza, escrito en uno de sus retratos )



    Verde embeleso de la vida humana,
    loca esperanza, frenesí dorado,
    sueño de los despiertos intrincado,
    como de sueños, de tesoros vana;

    alma del mundo, senectud lozana,
    decrépito verdor imaginado,
    el hoy de los dichosos esperado
    y de los desdichados el mañana:

    sigan tu sombra en busca de tu día
    los que, con verdes vidrios por anteojos,
    todo lo ven pintado a su deseo:

    que yo, más cuerda en la fortuna mía,
    tengo en entrambas manos ambos ojos
    y solamente lo que toco veo
    .
     
  4. clause

    clause Claudia

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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Primera Parte

    Capítulo séptimo

    El interrogatorio
    Continuación

    Y en la fulminante mirada con que acompañó el joven estas frases, pudo comprender Villefort cuánta energía se ocultaba bajo aquella apariencia de dulzura.

    -Seamos francos -dijo el sustituto-, habladme no como preso al juez, sino como hombre en una posición falsa a otro que se interesa por él. ¿Qué hay de verdad en esto de la acusación anónima?

    Y Villefort arrojó con disgusto sobre su bufete la carta que Dantés acababa de devolverle.

    -Todo y nada, señor: voy a deciros la pura verdad, por mi honor de marino, por el amor de Mercedes y por la vida de mi padre.

    -Hablad -dijo en voz alta Villefort.

    Luego añadió para sí:

    «Si Renata me viese, creo que quedaría contenta de mí, y no me llamaría ya corta-cabezas.»

    -Oíd, señor. Al salir de Nápoles, el capitán Leclerc se sintió atacado de calentura cerebral. Como no había médico a bordo, y el capitán se negaba a que desembarcásemos en cualquier punto de la costa, porque tenía prisa en llegar a la isla de Elba, su enfermedad subió de punto hasta que a los tres días, sintiéndose acabar, me llamó y me dijo:

    «-Querido Dantés, juradme por vuestro honor que haréis lo que os voy a encargar ahora. De ello dependen los mayores intereses.

    »-Lo juro, capitán-le respondí.

    »-Pues oíd. Como después de que yo muera os pertenece el mando del Faraón, en calidad de segundo, lo tomaréis, y haciendo rumbo a la isla de Elba desembarcaréis en Porto-Ferrajo, preguntaréis por el gran mariscal y le entregaréis esta carta. Acaso entonces os darán otra con una comisión, que me estaba reservada a mí. La cumpliréis y todo el honor será vuestro.

    »-Así lo haré, mi capitán; pero supongo que no será tan fácil como pensáis el llegar hasta el gran mariscal.

    »-Esta sortija os abrirá todas las puertas, y allanará todas las dificultades -respondió Leclerc.

    »Y me entregó la sortija. Ya era tiempo, porque dos horas después deliraba, y a la mañana siguiente había ya muerto.

    -¿Qué hicisteis entonces?

    -Lo que debía, señor, lo que otro cualquiera en mi lugar hubiera hecho. Siempre son sagrados los deseos de un moribundo, y entre los marinos, órdenes. Hice, pues, rumbo a la isla de Elba, adonde llegué a la mañana siguiente, desembarcando yo solo, después de mandar que nadie se moviese. Conforme había previsto se me presentaron algunas dificultades para ver al gran mariscal, pero todas las allanó la sortija. Tras rogarme que le refiriera los detalles de la muerte de Leclerc, como el pobre capitán había sospechado, me entregó una carta encargándome que la llevara en persona a París. Prometíselo resueltamente porque así cumplía también la última voluntad de mi capitán.

    »Lo demás ya lo sabéis. Desembarqué en Marsella, arreglé todos los asuntos de aduana y sanidad, y corrí por último a ver a mi novia, que he encontrado más bella y más encantadora que nunca. Gracias al señor Morrel todas las diligencias eclesiásticas se apresuraron, de modo que cuando me prendieron asistía como dije a la comida de boda. Una hora después pensaba casarme y partir mañana a París, cuando esta maldita denuncia que parece despreciáis tanto como yo...

    -Sí, sí -murmuró Villefort-, todo lo creo, y a ser culpable lo sois de imprudencia, aunque imprudencia legítima, pues vuestro capitán os la impuso. Por consiguiente, dadme esa carta de la isla de Elba, y con palabra de presentaros así que os llame, podéis volver al lado de vuestros amigos.

    -¿Conque, es decir, que ya estoy libre, señor? -exclamó Dantés lleno de júbilo.

    -Sí, pero dadme primero esa carta.

    -Debe de estar en vuestro poder, porque en ese paquete reconozco algunos papeles de los que me cogieron.

    -Aguardad -dijo el sustituto a Dantés, que ya cogía su sombrero y sus guantes-; ¿a quién iba dirigida?

    -Al señor Noirtier, calle de Coq-Heron, París.

    Un rayo que hiriera a Villefort no le trastornara más que este imprevisto golpe. Dejóse caer sobre su asiento, del que se había separado un si es no es para asir el legajo, y ojeándolo precipitadamente, entresacó la carta fatal, contemplándola con terror indescriptible.

    -¡Al señor Noirtier, calle de Coq-Heron, número 13! -murmuró palideciendo cada vez más.

    -Sí, señor -respondió Dantés-. ¿Le conocéis?

    -No -respondió el sustituto vivamente-. Un fiel servidor del rey no conoce a los conspiradores.

    -¿Es una conspiración? -le preguntó Edmundo, que después de haberse creído libre empezaba de nuevo a asustarse-. De todos modos, os lo repito, señor, ignoraba el contenido de esa carta.

    . -Sí -repuso Villefort con voz sorda-, pero no ignorabais el nombre de la persona a quien va dirigida.

    -Era preciso que lo supiese para poder entregársela a él mismo.

    -¿Y no se la habéis enseñado a nadie? -dijo Villefort leyendo y demudándose al mismo tiempo.

    -A nadie; os lo juro por mi honor.

    -¿Ignora todo el mundo que sois portador de una carta de la isla de Elba para el señor Noirtier?

    -Todo el mundo, señor..., salvo la persona que me la entregó.

    -Eso ya es mucho..., muchísimo-murmuró Villefort.

    Su frente fruncíase cada vez más, a medida que proseguía la lectura de la carta: sus labios blancos, sus manos temblorosas, sus ojos sanguinolentos, hacían cruzar por el cerebro de Dantés las más dolorosas fantasías.

    Terminada la lectura, el sustituto dejó caer la cabeza entre las manos, permaneciendo un instante como fuera de sí.

    -¡Dios mío! ¿Qué ocurre de nuevo? -preguntó tímidamente Dantés.

    Villefort no respondió, y al cabo de un rato volvió a levantar su rostro descompuesto para releer la misiva.

    -¿Decís que no sabéis el contenido de esta carta? -volvió a preguntar a Edmundo.

    -Os juro por mi honor -respondió Dantés-, que lo ignoraba, pero, ¡Dios mío!, ¿qué tenéis? ¿Estáis malo? ¿Queréis que llame?

    -No, señor -dijo el sustituto levantándose vivamente-; no abráis la boca, no digáis una palabra. Yo soy quien manda aquí, no vos.

    -Era, señor, no más que por ayudaros -dijo Dantés un tanto herido en su amor propio.

    -De nada necesito; fue un mareo pasajero. Ocupaos de vos: dejadme a mí. Responded.

    Dantés esperó el interrogatorio que auguraba este mandato; pero vanamente. Volvió el sustituto a caer en el sillón, y pasándose por la frente su mano fría se puso a leer la carta por tercera vez.

    -¡Oh! ¡Si sabe lo que contiene esta carta, si sabe que Noirtier es padre de Villefort, estoy perdido, perdido para siempre!

    Y de vez en cuando miraba de reojo a Dantés, como si quisiese penetrar ese velo impenetrable que cubre en el corazón los secretos que no suben a los labios.

    -¡Oh! No vacilemos -exclamó de repente.

    -Pero en nombre del cielo -exclamó el desdichado joven-, si dudáis de mí, si sospecháis de mi honradez, interrogadme, que estoy dispuesto a contestaros.

    Hizo Villefort un violento esfuerzo sobre sí mismo, y con un acento que en vano procuraba fuese firme:

    -Caballero -le dijo-, resultan contra vos los más graves cargos. No está ya en mi poder, como creía antes, el poneros en libertad ahora mismo. Antes de paso tan grave, debo consultar al juez de instrucción. Mientras tanto, ya habéis visto de qué manera os traté...

    -¡Oh!, sí, señor -exclamó Dantés-, y os lo agradezco en el alma que habéis sido para mí más un amigo que un juez.

    -Pues, amigo, voy a teneros preso algún tiempo todavía, lo menos que pueda. El principal cargo que existe contra vos es esta carta, y ahora veréis...

    Villefort se acercó a la chimenea, y arrojó la carta al fuego, sin apartarse de allí hasta verla convertida en cenizas.

    -Mirad..., ya no existe.

    -¡Oh, señor! -exclamó Dantés-; no sois la justicia: sois la Providencia.

    -Escuchadme -prosiguió Villefort-: con lo que acabo de hacer me parece que confiaréis en mí, ¿no es verdad?

    -¡Oh, señor! Mandad y seréis obedecido.

    No -dijo Villefort, aproximándose al joven-; no son órdenes lo que quiero daros, sino consejos.

    -Pues bien, los miraré como si fueran órdenes.

    -Hasta la noche os tendré aquí en el palacio de justicia: si otra persona viniese a interrogaros, decidle todo lo que me habéis dicho, excepto lo de la carta.

    -Os lo prometo, señor.

    Era como si el juez rogase y el preso concediese.

    -Ya comprendéis -añadió mirando las cenizas que aún conservaban la forma de papel, y revoloteaban en torno a la llama-; ya comprendéis que destruida esta carta y guardando el secreto por vos y por mí, nadie os la volverá a presentar. Negad, pues, si os hablan de ella, negadlo todo, y os habréis salvado.

    -Os lo prometo, señor -dijo Dantés.

    -¡Bien! ¡Bien! -añadió Villefort llevando la mano al cordón de la campanilla; pero se detuvo al ir a cogerlo.

    -¿No teníais más carta que ésa? -le preguntó.

    -No, señor, era la única.

    -Juradlo.

    -Lo juro -dijo Dantés extendiendo la mano.

    Villefort llamó, y apareció un comisario de policía.

    Acercóse Villefort al comisario para decirle al oído ciertas palabras, a las que respondió aquél con una leve inclinación de cabeza.

    -Seguidle -dijo Villefort a Dantés.

    Hizo el joven una genuflexión, y con una postrera mirada de gratitud salió de la estancia.

    Apenas se cerró tras él la puerta, cuando faltaron las fuerzas al sustituto, y cayendo en un sillón casi desvanecido, murmuró:

    -¡Oh, Dios mío! ¡De qué sirven la vida y la fortuna! Si hubiese estado en Marsella el procurador del rey, si hubieran llamado al juez de instrucción en lugar mío, segura era mi ruina. Y todo por ese papel, ¡por ese papel maldito! ¡Ah, padre mío, padre mío! ¿Habéis de ser siempre un obstáculo para mi felicidad en este mundo? ¿He de luchar yo siempre con vuestra vida pasada?

    De repente, brilló en toda su fisonomía un fulgor extraordinario: dibujóse en sus labios contraídos aún una sonrisa; sus ojos vagos parecían como si se fijasen con un solo pensamiento.

    -Eso es, sí... -dijo-. Esa carta, que debía perderme, labrará acaso mi fortuna. Ea, Villefort, manos a la obra.

    Y asegurándose de que el reo no estaba ya en la antecámara, salió a su vez el sustituto del procurador del rey, y se encaminó apresuradamente hacia la casa de su prometida.
     
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    clause Claudia

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    Es hielo abrasador
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    Francisco de Quevedo

    Es hielo abrasador, es fuego helado,
    es herida que duele y no se siente,
    es un soñado bien, un mal presente,
    es un breve descanso muy cansado.
    Es un descuido que nos da cuidado,
    un cobarde con nombre de valiente,
    un andar solitario entre la gente,
    un amar solamente ser amado.

    Es una libertad encarcelada,
    que dura hasta el postrero paroxismo;
    enfermedad que crece si es curada.

    Éste es el niño Amor, éste es su abismo.
    ¿Mirad cuál amistad tendrá con nada
    el que en todo es contrario de sí mismo!
     
  6. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    No me mueve, mi Dios, para quererte
    el cielo que me tienes prometido,
    ni me mueve el infierno tan temido
    para dejar por eso de ofenderte.

    Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
    clavado en una cruz y escarnecido,
    muéveme ver tu cuerpo tan herido,
    muévenme tus afrentas y tu muerte.

    Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
    que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
    y aunque no hubiera infierno, te temiera.

    No me tienes que dar porque te quiera,
    pues aunque lo que espero no esperara,
    lo mismo que te quiero te quisiera.






    (Han sido muchos los intentos de atribución de este soneto a uno u otro autor, sin que la crítica se haya sentido suficientemente comprometida a corroborar una autoría, falta de argumentos probatorios suficientes. San Juan de la Cruz, santa Teresa, el P. Torres, capuchino, y el P. Antonio Panes, franciscano perteneciente a la Provincia de Valencia, figuran entre otros de probabilidad más dudosa)

     
  7. clause

    clause Claudia

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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo
    Primera Parte

    Capitulo octavo

    El castillo de If

    Al atravesar la antecámara, el comisario de policía hizo una seña a dos gendarmes, que en seguida se colocaron a la derecha y a la izquierda de Dantés. Abrióse una puerta que conducía desde la habitación del procurador del rey al tribunal de Justicia, y echaron por uno de esos pasadizos sombríos que hacen temblar a los que por ellos pasan, aunque no tengan por qué temblar.

    Así como el despacho de Villefort comunicaba con el tribunal de Justicia, éste comunicaba con la cárcel, edificio sombrío pegado al palacio. Por todas sus ventanas y balcones se ve el famoso campanario de los Acoules, que se eleva enfrente.

    Tras haber andado un sinnúmero de corredores, vio Dantés abrirse una puerta con un candado de hierro, como en respuesta a tres golpes que dio el comisario con un martillo de hierro, y que sonaron lúgubremente en el corazón del preso. Recelaba éste en entrar; pero los dos gendarmes le empujaron ligeramente, y la puerta volvió a cerrarse. Ya respiraba otro aire, pesado y mefítico: ya estaba en los calabozos.

    Se le condujo a uno, aunque decente, bien guardado de barrotes y cerrojos; pero su aspecto no era para infundir serios temores. Por otra parte, las palabras del sustituto del procurador del rey, que habían parecido tan sinceras a Dantés, resonaban en sus oídos todavía como una promesa de esperanza.

    Eran las cuatro cuando Dantés entró en su prisión, de manera que la noche llegó muy pronto. Corría, como hemos dicho, el primero de marzo.

    Falto de empleo el sentido de la vista, se le aumentó grandemente el del oído. Creyendo que venían a ponerle en libertad al rumor más leve, se levantaba al punto encaminándose a la puerta; pero bien pronto el rumor se perdía en otra dirección, y el preso volvía a caer desesperado sobre su banquillo.

    A las diez de la noche, en fin, cuando iba ya perdiendo toda esperanza le pareció que un nuevo ruido se acercaba en efecto a su prisión. Y así fue. Oyéronse en el corredor unos pasos, que junto a su puerta cesaron; giró una llave, rechinaron los cerrojos, la pesada puerta de encina se abrió, inundando de luz deslumbradora la estancia.

    Al resplandor veía Edmundo brillar los sables y las alabardas de cuatro gendarmes.

    Había dado ya un paso hacia la puerta; pero se detuvo al ver aquel inusitado aparato militar.

    -¿Venís a buscarme? -inquirió.

    -Sí -respondió uno de los gendarmes.

    -¿De parte del sustituto del procurador del rey?

    -Eso es lo que creo.

    -Estoy pronto a seguiros -lijo entonces Dantés.

    Persuadido de que le buscaban de parte de Villefort, no tenía ningún recelo. Adelantóse, pues, con rostro tranquilo y paso firme, y se colocó él mismo en medio de su escolta.

    En la puerta de la calle esperaba un coche. Junto al cochero estaba sentado un guardia municipal.

    -¿Es para mí ese carruaje? -preguntó Dantés.

    -Para vos -respondió un gendarme-, subid.

    Quiso Dantés hacer algunas observaciones; pero la portezuela se abrió, sintiéndose empujado para que subiese, y como no tenía ni posibilidad ni intención de resistirse, hallóse al punto en el fondo del carruaje, sentado entre dos gendarmes. Ocuparon los otros dos el asiento de la delantera, y el pesado vehículo se puso en marcha, causando un ruido sordo y siniestro.

    El preso dirigió sus ojos a las ventanillas, pero todas tenían rejas: no había hecho sino mudar de prisión; solamente que ésta se movía, transportándole a un sitio de él ignorado. A través de los barrotes, tan espesos que apenas cabía la mano entre ellos, reconoció Dantés que pasaban por la calle de la Tesorería, y que bajaban al muelle por la calle de San Lorenzo y la de Taramis.

    Luego, a través de la reja del coche, vio brillar las luces de la Consigna.

    El carruaje se paró, apeóse el municipal y se acercó al cuerpo de guardia, de donde salió al punto una docena de soldados que se pusieron en fila, viendo Dantés relucir sus fusiles al resplandor de los reverberos del muelle.

    -¿Se desplegará para mí ese aparato de fuerza militar? -murmuró para sus adentros.

    Al abrir el municipal la portezuela, que estaba cerrada con llave, respondió a la pregunta de Dantés sin pronunciar una sola palabra, porque pudo ver entonces entre las dos filas de soldados un como camino preparado para él desde el carruaje al puerto.

    Los dos gendarmes que ocupaban el asiento delantero bajaron los primeros, haciéndole a su vez apearse, en lo que le imitaron luego los dos que llevaba al lado. Dirigiéronse hacia una lancha que un aduanero de la marina sujetaba a la orilla con una cadena, mientras los soldados contemplaban al preso con aire de estúpida curiosidad. Inmediatamente encontróse instalado en la popa, siempre entre los cuatro gendarmes, y el municipal a la proa. Una violenta sacudida separó el barco de la orilla, y cuatro remeros vigorosos lo enderezaron hacia el Pillón. A un grito de los remeros bajó la cadena que cierra el puente, y se encontró Edmundo en lo que se llama el freón, es decir, fuera del puerto.

    Al salir al aire libre el primer impulso del preso fue de alborozo, porque el aire significa libertad. Así, pues, respiró a sus anchas esa brisa ligera que lleva en sus alas los dulcísimos a incomprensibles misterios de la noche y del mar. Pronto, sin embargo, exhaló un suspiro, porque pasaba por delante de aquella Reserva donde tan feliz había sido aquella misma mañana, antes de su prisión. Para mayor dolor, a través de las luminosas rendijas de dos ventanas, los alegres rumores de un baile llegaban a sus oídos.

    Dantés, con las manos puestas en actitud de orar, levantó los ojos al cielo.

    El bote proseguía su camino, y pasada ya la Téte-de-More, hallábase enfrente de la columna del Faro, donde dobló. Esta maniobra era incomprensible para Dantés.

    -Pero ¿adónde me lleváis? -preguntó a uno de los gendarmes.

    -Ahora lo sabréis.

    -Pero...

    -Nos está prohibido dar ninguna explicación.

    Tenía Dantés mucho de soldado, y calló por parecerle cosa absurda el preguntar a hombres a quienes estaba prohibido responder, y entonces las más bizarras fantasías cruzaron por su imaginación. Como en tal barco era humanamente imposible hacer una larga travesía, y como no se veía ningún otro buque anclado por aquellos alrededores, se imaginó que le iban a desembarcar en algún punto lejano de la costa, diciéndole que estaba libre. Todo contribuía a reforzar con buenos agüeros esta imaginación. Ni estaba atado, ni intentaron siquiera ponerle grillos. Luego, el sustituto, que tan bien le tratara, ¿no le había dicho que con tal de que nunca pronunciase aquel nombre fatal de Noirtier nada le sucedería? Ante sus mismos ojos, ¿no había quemado Villefort aquella carta peligrosa, única prueba que había contra él?

    Decidióse, pues, a esperar mudo y pensativo. Sus ojos, acostumbrados a las tinieblas como los de todo marino, devoraban la oscuridad y el espacio.

    Habían dejado a la derecha la isla de Ratonmeau con su faro, y bordeando la costa llegaban a la sazón a la altura de los Catalanes. Aquí fueron dobles y devoradoras las miradas del preso; porque estaba cerca de Mercedes, y a cada instante creía ver dibujarse entre las tinieblas de la orilla la forma indecisa y vaga de una mujer.

    ¿Cómo el corazón no decía a Mercedes que pasaba su amado a trescientos pasos de ella?

    Una luz solamente brillaba en los Catalanes. Al buscar Dantés la posición de esta luz, llegó a comprender que alumbraba a su novia: Mercedes era, a no dudar, la única que velaba en la colonia. Con un solo grito que él diera podía oírle y reconocerle.

    Un falso amor propio le detuvo, sin embargo. ¿Qué dirían los gendarmes oyéndole gritar como un demente?

    Silencioso y con los ojos clavados en la luz quedó, mientras el barco proseguía su camino, sin pensar ni en el barco ni en el camino, sino sólo en Mercedes.

    Un accidente topográfico hizo que la luz se perdiese de vista. Volvióse Dantés al punto, y conoció que la embarcación entraba en alta mar.

    A pesar de la repugnancia que experimentaba Dantés en dirigir nuevas preguntas al gendarme, acercándose a él, y tomándole una mano:

    -Camarada -le dijo-, suplícoos por vuestra conciencia y a fuer de soldado que tengáis piedad de mí y me respondáis. Yo soy el capitán Edmundo Dantés, francés bueno y leal, aunque acusado de no sé qué traición. ¿Adónde me lleváis? Decídmelo, que os doy mi palabra de marino de resignarme a mi suerte.

    El gendarme se rascó la oreja mirando a su camarada, que hizo un ademán como si dijese:

    -A la altura en que nos hallamos creo que ya no hay peligro.

    Y volviéndose el primero a Edmundo:

    -¡Siendo marino y marsellés preguntáis adónde vamos! -le dijo.

    -Sí, puesto que lo ignoro, palabra de honor.

    -¿No sospecháis nada?

    -No lo sospecho.

    -Es imposible.

    -Os lo juro por lo más sagrado. Contestadme en nombre del cielo.

    -Pero la consigna...

    -La consigna no os prohíbe decirme lo que yo sabré dentro de diez minutos, o tal vez antes. Con decírmelo me ahorráis siglos de incertidumbre. Os lo pregunto como si fueseis mi amigo. Mirad: ni puedo ni quiero moverme ni huir. ¿Adónde vamos?

    -Si no estáis ciego, como hayáis salido alguna vez por mar de Marsella, podréis adivinarlo.

    -Pues no acierto.

    -Mirad a vuestro alrededor.

    Púsose Dantés de pie, y mirando hacia donde el barco parecía dirigirse, distinguió en la oscuridad, a cien toesas, la negra y descarnada roca en que campea como una esfinge el sombrío castillo de If.

    Esta mole informe, esta prisión terrorífica que provee a Marsella de consejas y tradiciones lúgubres, como Dantés no pensaba en ella, le hizo al distinguirla aquel efecto que el cadalso hace al que va a morir.

    -¡Dios mío! -exclamó-. ¡El castillo de If! ¿Qué vamos a hacer allí?

    El gendarme se sonrió.

    -No se me conducirá allí para dejarme preso -prosiguió Dantés-, porque el castillo de If es una prisión de Estado donde entran sólo los grandes criminales políticos. ¿Hay allí quizá jueces o magistrado?

    -Yo supongo -dijo el gendarme- que no hay sino murallas de piedra, gobernador, carceleros y guarnición. Ea, ea, amiguito, no os hagáis el sorprendido, que no parece sino que me agradecéis con burlas mi complacencia.

    Dantés apretó la mano del gendarme.

    -¿Sospecháis que me llevan a encerrar al castillo de If?

    -Es probable, camarada; pero no sé a qué viene el apretarme tanto la mano.

    -¿Sin más formalidades? ¿Sin más averiguaciones?

    -Las formalidades están cumplidas, y las averiguaciones hechas.

    -¿De modo que a pesar de la promesa del señor de Villefort...?

    -Ignoro si el señor de Villefort os ha prometido algo -dijo el gendarme-, pero sé que vamos al castillo de If. ¡Eh! ¿Qué hacéis? ¡Camaradas, a mí!

    Continua
     
  8. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Arte poética

    Jorge Luis Borges
    [​IMG]
    Mirar el río hecho de tiempo y agua
    y recordar que el tiempo es otro río,
    saber que nos perdemos como el río
    y que los rostros pasan como el agua.

    Sentir que la vigilia es otro sueño
    que sueña no soñar y que la muerte
    que teme nuestra carne es esa muerte
    de cada noche, que se llama sueño.

    Ver en el día o en el año un símbolo
    de los días del hombre y de sus años,
    convertir el ultraje de los años
    en una música, un rumor y un símbolo,

    ver en la muerte el sueño, en el ocaso
    un triste oro, tal es la poesía
    que es inmortal y pobre. La poesía
    vuelve como la aurora y el ocaso.

    A veces en las tardes una cara
    nos mira desde el fondo de un espejo;
    el arte debe ser como ese espejo
    que nos revela nuestra propia cara.

    Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
    lloró de amor al divisar su Itaca
    verde y humilde. El arte es esa Itaca
    de verde eternidad, no de prodigios.

    También es como el río interminable
    que pasa y queda y es cristal de un mismo
    Heráclito inconstante, que es el mismo
    y es otro, como el río interminable.
     
  9. Anveri

    Anveri Fanática de nativas -aves

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :happy:
    Estas palabras, tienen hechizo.

    Hace días que he estado copiando un poema y ahora recién lo terminé.
    Espero que no tenga tantos errores porque lo copié cuando era una niña de más o menos 11 años y ya han pasado varias décadas, la letra no estaba muy legible y hasta el momento no lo he encontrado en internet.
    Son versos sencillos, pero hermosos

    LAS DOS HERMANAS.

    José Antonio Soffia.

    En una tarde limpia y serena
    como del trópico ideal
    a las orillas del Magdalena
    grato respiro bajé a buscar
    Las auras tibias de la montaña
    mecían lentas el platanal
    y no distante vi una cabaña
    cual nido oculto bajo el palmar
    en el sendero, junto a un bohío
    dos aldeanas hallé al pasar
    una penosa miraba al río
    la otra bordaba con triste afán.

    Aquélla, al verme, se alejó esquiva
    ésta, al contrario, con dulce faz,
    corta en palabras, pero expresiva
    me acogió afable con su mirar
    ¿Sois dos hermanas? Le dije incierto
    Si, dos hermanas somos no más
    ¿Y vuestro padre? Mi padre ha muerto
    mi madre anciana y enferma está
    Siguió un silencio de causar frío
    miré a la niña y la vi llorar
    su hermana inmóvil miraba al río
    y ya venía la oscuridad

    Era la solemne hora
    de los recuerdos …muy lejos
    del vivo sol los reflejos
    morían en confusión
    y la estrella brilladora
    del crepúsculo en la altura
    con su voz brillante y pura
    convidaba a la oración

    ¡Bello es el río! El paisaje
    muestra el lujo de grandeza
    con la naturaleza
    colma el suelo tropical
    selvas de inmenso follaje
    todo virgen y risueño
    edén forjado en un sueño
    de fantasía oriental

    Cual centinelas inmobles
    que abren paso a su monarca
    en cuanto la vista abarca
    se ven sus filas tender
    gruesas ceibas, altos robles
    mangles y cedros pomposos
    que contemplan silenciosos
    el Magdalena correr.

    Las luces de las cayuyas
    que de la orilla se alejan,
    entre las selvas semejan
    luces de oculta ciudad
    y con primores tan suyos
    que imposible imitar fuera
    se ve una y otra ribera
    competir en majestad.

    Como un tritón prepotente
    navega el vapor silbando
    y sus chispas pregonando
    grandioso futuro van
    Ruge al chocar la corriente
    del agua contra la quilla
    y al fondo desde la orilla
    se echa el pesado caimán
    Sentado en rústico tronco
    junto a la pobre cabaña
    quedéme absorto en extraña
    profunda contemplación
    Del río el murmullo ronco
    y el vago soñar del viento
    hablaban con triste acento
    de algo raro al corazón.
    Pensaba… mas, de repente
    la joven de la ribera
    como si nadie la oyera
    entonó con blanda voz
    esta canción tan doliente
    y de tal melancolía,
    de la angustia más atroz.

    Que grande que viene el río
    que grande se va a la mar
    si lo aumenta el llanto mío
    ¡Cómo grande no ha de estar!
    ¡Río! ¡Río!
    Devuélveme el amor mío
    que me canso de esperar.
    ¡Qué negra la noche ingrata!
    viene mi pena a aumentar
    Si ella mi dolor retrata
    como negra no ha de estar
    ¡Río! ¡Río!
    Devuélveme el amor mío
    que me canso de esperar.
    ¡Que triste susurra el viento
    Parece ausencias llorar!
    Si el repite mi lamento
    ¡Cómo negro no ha de estar!
    ¡Río! ¡Río!
    devuélveme el amor mío
    que me canso de esperar

    ¡Que sordo que el río suena!
    No quiere a nadie escuchar
    Cuando no escucha mi pena
    Devuélveme el amor mío
    Que me canso de esperar.


    Entretanto, sin hablar
    Con su hermana a corto trecho
    la miramos inclinar
    la cabeza sobre el pecho
    y silenciosa llorar.
    Vuestra historia será triste
    -dije al fin a la aldeana.
    La mía no, que no existe
    La triste es la de mi hermana
    que su aflicción no resiste.
    ¡Cuéntamelo! Soy viajero
    y aunque pronto partiré
    esa historia saber quiero.
    -Dejadme llorar primero
    Y luego os la contaré.
    Miró a su hermana un momento
    las lágrimas enjugó
    y con simpático acento
    ocultando su tormento
    su relato principió:
    Tras penosos desengaños
    sin fortuna y sin hogar
    en estos bosques extraños
    con mi madre hace veinte años
    mi padre vino a habitar.
    Cuanto este cercado encierra
    con su trabajo adquirió;
    mas sonó el grito de guerra
    y atravesando la sierra
    fue a la guerra…¡Y no volvió!
    Crecimos en la orfandad
    Mas, mi hermana, aunque lloraba
    creyó en la felicidad.
    Pues era amada y amaba
    con toda sinceridad.
    El dueño de su alma pura
    era un joven pescador
    de varonil apostura
    un tigre por su bravura
    y una paloma en su amor.
    El río era su elemento
    y en su balsa o su chapán,
    siempre encontró salvamento
    cada viajero en tormento
    o apurado capitán.
    Jamás le encontró cobarde
    la muerte con que luchaba,
    noble, bueno, sin alarde
    a esta caleta arribaba
    con más amor cada tarde.
    En la noche, entusiasmado
    nos relataba la historia
    de sus días de soldado.
    ¡Pero su sueño de gloria
    Era amar y ser amado!
    La víspera de aquel día
    fijado para alcanzar
    su ambicionada alegría
    uniendo a la hermana mía
    su existencia ante el altar
    el grito horrendo de un náufrago
    se escuchó
    hervir su sangre sintió
    vencer su instinto no pudo
    y en el río se lanzó.

    Entre las aguas nadando
    lo miramos como un pez.
    Iba al náufrago alcanzando
    y…aunque seguimos mirando
    no lo vimos otra vez.
    Sólo dos bultos unidos
    la corriente nos mostró…
    escuchamos los gemidos.
    Ella perdió los sentidos
    Y enajenada quedó…
    Lento su mal la devora
    y, loca, mirando al río
    canta a veces, otras llora
    y sigue su desvarío
    día a día, hora tras hora.
    Sintiéndose conmovida
    Su relato interrumpió.
    la vi llorar afligida
    mas de pronto decidida
    la niña así continuó:
    “Qué hacer si Dios lo ha mandado”
    Confía en El respondí.
    Dejé mi óbolo olvidado
    Miré su rostro y lo vi
    risueño… pero empapado.
    Y al ver tal conformidad
    mezclada con tanto duelo
    dije a ese ángel de bondad.
    ¿Cómo te llamas?
    Consuelo
    ¿Y tu hermana?
    Soledad.​


    Los versos acentuados en azul, años atrás se cantaban, especialmente cuando se viajaba en grupo a un campamento. Quizás ya nadie cante estos versos. No lo sé.

    ;)
     
  10. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Muy lindo Anveri !! No los conocia!!:5-okey:
     
  11. Anveri

    Anveri Fanática de nativas -aves

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :happy:
    No tengo mucho tiempo para leer, el tiempo reposado que requiere especialmente la poesía.

    De todos modos leo, aunque sea en forma saltada.

    Anita.

    ;)
     
  12. Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Es precioso, Anveri! Y tan triste!
    Gracias por compartirlo. :beso:
     
  13. Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Ahora voy a colaborar yo;)

    Este poema se lo recitaba mi abuelo a mi mamá.


    LA ROSA DEL JARDINERO

    Era un jardín sonriente;
    era una tranquila fuente
    de cristal;
    era a su borde asomada,
    una rosa inmaculada
    de un rosal.
    Era un viejo jardinero
    que cuidaba con esmero
    del vergel,
    y era la rosa un tesoro
    de más quilates que el oro
    para él.

    A la orilla de la fuente
    un caballero pasó,
    y la rosa dulcemente
    de su tallo separó.
    Y al notar el jardinero
    que faltaba en el rosal,
    cantaba así, plañidero,
    receloso de su mal:

    —Rosa la más delicada
    que por mi amor cultivada
    nunca fue;
    rosa, la más encendida,
    la más fragante y pulida
    que cuidé;
    blanca estrella que del cielo
    curiosa del ver el suelo
    resbaló;
    a la que una mariposa
    de mancharla temerosa
    no llegó.

    ¿Quién te quiere? ¿Quién te llama
    por tu bien o por tu mal?
    ¿Quién te llevó de la rama
    que no estás en tu rosal?

    ¿Tú no sabes que es grosero
    el mundo? ¿Que es traicionero
    el amor?
    ¿Que no se aprecia en la vida
    la pura miel escondida
    en la flor?
    ¿Bajo qué cielo caíste?
    ¿A quién tu tesoro diste
    virginal?
    ¿En qué manos te deshojas?
    ¿Qué aliento quema tus hojas
    infernal?
    ¿Quién te cuida con esmero
    como el viejo jardinero
    te cuidó?
    ¿Quién por ti sólo suspira?
    ¿Quién te quiere? ¿Quién te mira
    como yo?

    ¿Quién te miente que te ama
    con fe y con ternura igual?
    ¿Quién te llevó de la rama,
    que no estás en tu rosal?

    ¿Por qué te fuiste tan pura
    de otra vida a la ventura
    o al dolor?
    ¿Qué faltaba a tu recreo?
    ¿Qué a tu inocente deseo
    soñador?
    En la fuente limpia y clara
    ¿espejo que te copiara
    no te di?
    ¿Los pájaros escondidos,
    no cantaban en sus nidos
    para ti?
    ¿Cuando era el aire de fuego,
    no refresqué con mi riego
    tu calor?
    ¿No te dio mi trato amigo
    en las heladas abrigo
    protector?
    ¿Quién para sí te reclama?
    ¿te hará bien o te hará mal?
    ¿Quién te llevó de la rama
    que no estás en tu rosal?

    Así un día y otro día,
    entre espinas y entre flores,
    el jardinero plañía
    imaginando dolores,
    desde aquel en que a la fuente
    un caballero llegó
    y la rosa dulcemente
    de su tallo separó.

    Álvarez Quintero, Serafín y Joaquín
     
  14. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Muy bonito Piscui!:happy:
     
  15. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo


    Primera Parte

    Capitulo octavo

    El castillo de If Continuacion

    Rápido como el rayo, Dantés había querido arrojarse al mar; pero los ojos infatigables y peritos del gendarme lo habían adivinado, y cuatro brazos vigorosos le sujetaron cuando ya sus pies iban a abandonar el suelo de la barca, después de lo cual volvió a caer en el fondo de ésta, rugiendo de cólera.

    -¡Muy bien! -exclamó el gendarme poniéndole sobre el pecho una rodilla-. ¡Muy bien! ¡Así cumplís vuestras palabras de marino! ¡Quién se fía de moscas muertas! Ahora, amiguito, si os movéis tan siquiera, os soplo una bala en el cráneo. Falté a la primera parte de mi consigna, pero os juro que no faltaré a la segunda.

    Y Dantés sintió, en efecto, apoyado en su sien el cañón del mosquetón.

    De momento estuvo tentado de hacer el movimiento que se le prohibía para acabar de una vez con aquella serie de inesperadas desgracias; pero por lo mismo que eran inesperadas, no pudo creerlas duraderas, y con esto, y con recordar las promesas de Villefort, y con parecerle indigna, preciso es decirlo, aquella muerte a manos de un gendarme en el fondo de una lancha, volvió a su sitio primero, sollozando de ira y retorciéndose las manos con furor.

    Casi en el mismo instante hizo temblar el barco un choque violentísimo. Saltó uno de los remeros a la roca en que acababa de tocar la proa; crujió una maroma enroscándose en una polea, y pudo comprender Edmundo que había llegado al término del viaje y amarraban el bote.

    En efecto, sus guardias, que le sujetaban a la vez por los brazos y por el cuello, obligáronle a levantarse y a saltar a tierra, impeliéndole hacia los escalones que conducían a la ciudadela, mientras que el municipal los seguía detrás con la bayoneta calada.

    Ya no hizo Dantés vanas resistencias. Su lentitud en el andar más le producía la inercia que la resistencia, y daba traspiés como un borracho. Veía escalonarse soldados por el camino; conoció que subía una escalera que le obligaba a alzar los pies, y que entraba por una puerta, y que esta puerta se cerraba detrás de él; pero todo maquinalmente, como a través de una nube, sin distinguir nada con claridad. Ya ni siquiera veía el mar, esa fuente de dolores para los presos, que contemplan su espacio afligidos por no poderlo salvar.

    En un momento que hicieron alto, procuró Edmundo recogerse en sí mismo, y darse cuenta de su situación. Miró en derredor, y vio que se encontraba en un patio cuadrado de altísimas paredes; oíase a lo lejos el paso acompasado de los centinelas, y tal vez cuando pasaban al resplandor proyectado en los muros por dos o tres luces que había dentro del castillo, veía brillar el cañón de sus fusiles.

    Aguardaron allí como por espacio de diez minutos. Seguros de que ya no podría escapárseles, los gendarmes habían abandonado a Dantés. Parecía que esperasen órdenes, órdenes que al fin llegaron.

    -¿Dónde está el preso? -preguntó una voz.

    -Aquí -respondieron los gendarmes.

    -Que venga conmigo, voy a llevarle a su departamento.

    -Id -dijeron los gendarmes a Dantés.

    Siguió el preso a su guía, que, en efecto, le condujo a una sala casi subterránea, cuyas paredes negras y húmedas parecía que sudasen lágrimas. Una especie de lámpara, de fétida grasa en vez de aceite, ardía sobre un banco iluminando aquella mansión horrible. Con su luz pudo reconocer Dantés a su conductor, carcelero subalterno, mal vestido y de mala facha.

    -He aquí vuestro cuarto para esta noche -le dijo- Es ya tarde y el señor gobernador está acostado. Cuando mañana se levante, según las órdenes que tenga, acaso os mudarán de domicilio. Mientras tanto, aquí tenéis pan, agua en ese cántaro, y paja allí en un rincón. Es cuanto puede un preso desear. Buenas noches.

    Y antes de que Dantés hubiera pensado en contestar, antes que reparase dónde ponía el pan el carcelero, antes que comprendiese dónde estaba el cántaro ni en qué rincón la paja, había el carcelero cogido la lamparilla, y cerrando la puerta, le había robado aquella mezquina luz, que como la de un relámpago hizo distinguir al preso las grasientas paredes de su calabozo.

    Por consiguiente, encontróse solo, en silencio y oscuridad, mudo y triste como aquellas paredes cuyo frío glacial helaba el sudor de su frente.

    Cuando el primer albor de la aurora envió a aquel antro un poco de claridad, volvió el carcelero con orden de dejarle en el mismo calabozo. Dantés ni siquiera había mudado de sitio, cual si una mano de hierro le hubiese clavado en él la víspera. Inmóvil y con la cabeza baja, notábasele una alteración solamente: casi cubiertos los ojos por una hinchazón producida por la humedad.

    Así había pasado toda la noche: de pie, sin dormir un solo instante.

    Acercósele el carcelero, y aún dio en torno suyo algunas vueltas: pero parecía que Dantés no le veía. Al fin le dio un golpecito en la espalda, que le hizo estremecer.

    -¿Habéis dormido? -le preguntó el carcelero.

    -No lo sé -respondió Dantés.

    El carcelero le miró sorprendido.

    -¿Tenéis hambre? -prosiguió.

    -No lo sé -respondió de nuevo Dantés.

    -¿Queréis algo?

    -Quisiera ver al gobernador.

    El carcelero se encogió de hombros y se marchó.

    Siguióle Dantés con la vista, extendiendo los brazos a la puerta entreabierta, pero ésta se cerró de repente.

    Entonces su pecho se desgarró, por decirlo así, en un interminable sollozo. Corrieron a torrentes las lágrimas que hinchaban sus pupilas; púsose de hinojos con la frente pegada al suelo, y a rezar por largo rato, repasando en su imaginación toda su vida pasada, y preguntándose qué crimen había cometido en aquella vida tan corta aún para merecer tan duro castigo, y así pasó todo el día.

    Algunos bocados de pan y algunas gotas de agua fueron todo su alimento. Ora se sentaba absorto en sus meditaciones, ora giraba en torno de su cuarto como una fiera enjaulada.

    Una idea le atormentaba sobre todas. Durante la travesía, ignorando su destino, permaneció tranquilo a inmóvil, cuando pudo muchas veces arrojarse al mar, donde gracias a que era gran nadador y buzo de los más célebres de Marsella, hubiera escapado por debajo del agua a la persecución de los gendarmes, y ganada la costa, huido a una isla desierta, con la esperanza de que algún navío genovés o catalán le llevase a Italia o a España. Desde allí escribiría a Mercedes que viniera a reunirse con él. Ni por asomo le inquietaba la miseria en ninguna parte del mundo a que fuese, pues los buenos marinos en todas son raros, sin contar que hablaba el italiano como un toscano, y el español como un castellano viejo. De este modo, pues, habría vivido libre y feliz con Mercedes y con su padre, que también se les juntaría, mientras en la presente situación, encerrado en el castillo de If, sin esperanzas, ni aun el consuelo tendría de saber de su padre y de Mercedes. ¡Y todo por haberse fiado de las palabras de Villefort! Motivo era para perder el juicio.

    A la misma hora de la mañana siguiente volvió el carcelero.

    -¿Seréis ya más razonable? -le preguntó.

    Dantés no le respondía.

    -Vamos, valor -prosiguió aquél-. ¿Deseáis algo que yo pueda proporcionaros? Decidlo.

    -Deseo ver al gobernador.

    -¡Ea!, ya os dije que es imposible -repuso el carcelero con impaciencia.

    -¿Por qué?

    -Porque el reglamento no lo permite a los presos.

    -¿Qué es lo que les permite, entonces?

    -Que coman mejor, si lo pagan, que salgan a pasear y tal vez lean.

    -Ni quiero leer, ni pasear, ni comer mejor. Sólo quiero ver al gobernador.

    -Si me fastidiáis repitiéndome lo mismo -prosiguió el carcelero-, no os traeré de comer.

    -Pues me moriré de hambre, no me importa -dijo Dantés.

    El acento de estas palabras dio a entender al carcelero que no sería el morir desagradable a Edmundo; y como por cada preso tenía diez cuartos diarios sobre poco más o menos, calculando el déficit que su falta le ocasionaría, respondió en tono más dulce:

    -Escuchad: ese deseo es imposible; desechadlo, porque no hay ejemplo de que haya bajado una sola vez el gobernador al calabozo de un preso; pero si os portáis cuerdamente se os concederá pasear, con lo que acaso algún día veáis al gobernador, y entonces podréis hablar con él.

    -Pero ¿cuánto tiempo -dijo Edmundo- tendré que esperar a que se presente esa ocasión?

    -¡Diantre! -respondió el carcelero-: Un mes, tres meses, medio año o quizás un año entero.

    -Eso es mucho -exclamó Dantés-. Quiero verle en seguida.

    -No seáis terco; no os empeñéis en ese imposible, o antes de quince días os habréis vuelto loco.

    -¿Lo creéis así? -dijo Dantés.

    -Sí, loco; así es como empieza la locura. Aquí tenemos un ejemplar. Con el tema de ofrecer un millón al gobernador si le ponía en libertad, ha perdido el seso un abate que antes que vinierais ocupaba este calabozo.

    -¿Y cuánto tiempo hace que salió de aquí?

    -Dos años.

    -¿En libertad?

    -No, se le ha trasladado al subterráneo.

    -Escucha -dijo Dantés-; yo no soy abate ni loco, que por desdicha tengo aún completo mi juicio...; voy a hacerte una proposición.

    -¿Cuál?

    -No voy a ofrecerte un millón, porque no podría dártelo, pero sí cien escudos, como quieras el primer día que vayas a Marsella llegar a los Catalanes con una carta mía, para una joven que se llama Mercedes... ¿Qué digo carta? Cuatro letras.

    -Si se descubriera que había llevado esas cuatro letras, perdería mi destino, que vale mil libras anuales, sin contar las propinas y la comida. ¿No será imbecilidad que yo aventure mil libras por trescientas?

    -Pues oye, y tenlo presente -dijo Edmundo-. Si te niegas a avisar al gobernador de que deseo hablarle; si te niegas a llevar mi carta a Mercedes, o siquiera a notificarle que estoy preso aquí, te esperaré el día menos pensado detrás de la puerta, y cuando entres te romperé el alma con ese banco.

    -¡Amenazas a mí! -exclamó el carcelero retrocediendo y poniéndose en guardia-. Por lo visto se os trastorna el juicio. Como vos principió el abate: dentro de tres días estaréis como él, loco de atar. Por fortuna hay subterráneos en el castillo de If.

    Dantés cogió el banco y lo hizo girar en ademán amenazador.

    -¡Está bien! ¡Está bien! -dijo el carcelero-; vos lo habéis querido. Voy a prevenir al gobernador.

    -¡Enhorabuena! -respondió Dantés colocando el banco en su sitio, y sentándose con la cabeza baja y la mirada vaga, como si realmente se hubiera vuelto loco.

    Salió el carcelero, y un momento después volvió con cuatro soldados y un cabo.

    -De orden del gobernador -les dijo-, llevad a este hombre a los calabozos del piso bajo.

    -¿Al subterráneo? -preguntó el cabo.

    -Al subterráneo: los locos deben estar con los locos.

    Los cuatro soldados se apoderaron de Dantés, que los seguía sin ofrecer resistencia.

    Bajaron quince escalones, y se abrió la puerta de un subterráneo, en el que entró murmurando:

    -Tienen razón: los locos, con los locos.

    La puerta se cerró y Dantés caminó hacia delante hasta tropezar con la pared: entonces se acurrucó inmóvil en un ángulo, mientras sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, comenzaban a distinguir los objetos.

    El carcelero tenía razón. Poco le faltaba a Dantés para perder el juicio.