Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

    Mensajes:
    8.464
    Ubicación:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Gracias Piscui!!! :5-okey: No la conocia!
     
  2. Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Está reiterativa "LA Piscui":11risotada: :11risotada: :11risotada:
    Esta es la versión que yo conocía y me gusta más.

    LA LEYENDA DEL PEHUÉN ERRANTE
    (Leyenda Mapuche)

    En una ocasión, una "niuque" (madre mapuche) le habló a su hijo diciendo: "El invierno ha llegado más temprano que nunca y la tierra ya se encuentra cubierta de nieve. Tu padre, el gran guerrero, aún no ha vuelto de su viaje en busca de la blanca sal y temo que se haya extraviado. Habíamos convenido que volvería antes de la caída de las primeras nevazones, pero hasta hoy no sabemos nada de él. Quizá lo ha devorado un puma en la región de les salinas. Puede ser que el hambre lo agotó. Ahora estamos solos y quiero que vayas a su encuentro, para aliviarlo de la carga de sal que sin duda trae. Las provisiones que tengo aquí me alcanzarán hasta que vuelvas y no debes preocuparte por mí. En esta caverna los esperaré a los dos.

    Entonces el hijo de Chacayal, sin decir una palabra, obedeciendo como los hijos de mapuches obedecen a sus mayores, partió en busca de su padre. Caminó mucho, esperando encontrarlo en El Paso, cargado con bolsas de sal, pero no lo encontró. Vino una noche muy fría. Nevaba. EI joven, cansado de tanto andar ya ni alimentarse podía con las provisiones que la madre le había preparado en la misma manta de cuero que llevaba como único vestido. Agotado. iba a tenderse en el suelo para esperar la muerte cuando advirtió a lo lejos un hermoso "pehuén", árbol entonces muy escaso en la cordillera. Fue lentamente acercándose al árbol sagrado para saludarlo, pero como por la tradición le era prohibido seguir adelante sin dejarle una ofrenda y no teniendo más que los zapatos de piel de zorro que le había hecho la madre, se los quitó y los colgó en la rama más baja del pehuén.

    Hecho esto se sintió mejor y prosiguió su camino y aunque descalzo y hundiendo sus pies en la nieve, caminó con renovados bríos y nuevas esperanzas.

    Andando varias horas llegó a un lugar donde percibió voces humanas y descubrió, detrás de una loma, un grupo de gente alrededor de una fogata, acampados sin duda para pasar la noche. Creyendo que eran hombres de su raza que volvían de las salinas, tal vez con su padre entre ellos, se acercó, lleno de alegría .. . Pero eran de otra tribu que no conocía. Sin embargo le permitieron calentarse cerca de la fogata y después de comer sus propios alimentos -de los cuales sus ocasionales compañeros se apoderaron en gran parte, sin decirle nada y él tampoco abrió la boca- se acostó a dormir, vencido por el cansancio y sintiéndose seguro. Pero sucedió que mientras dormía confiado, aquellos hombres le quitaron su manta de piel, sus armas y las escasas provisiones que le quedaban: lo ataron tan brutalmente las piernas y los brazos que quedó totalmente inmovilizado. Ahí quedó solo, desamparado, con el peligro de morir de frío, ser presa de los buitres, del feroz "trapial" o del "nahuel" hambriento, que sin duda andaban cerca. Cuando llegó el nuevo día la situación del muchacho era realmente crítica. él mismo se daba cuenta del peligro que lo amenazaba y casi perdió la esperanza de salvarse. Entonces, con una esperanza infundada, empezó a llamar a grandes voces a su madre.

    Sabía que la distancia que los separaba era enorme y que era imposible que lo oyera. Sin duda que en la caverna donde la había dejado hace muchas lunas ella seguía esperando a los dos, así como habían resuelto al partir.

    Pero . . . una noche la madre, durmiendo en su lecho de pieles, tuvo un sueño. Vio a su hijo en desesperado peligro. Escuchó su voz que la llamaba y lo vio, caído y cubierto de nieve. Vio al nahuel rondando y muy cerca de él al trapìal. También vio, en la solitaria y extensa salina, el cadáver de su señor asesinado.

    Al despertar, angustiada por aquel suelo, resolvió cumplir inmediatamente con la ley que marca la tribu y cortándose los cabellos, salió en busca del hijo.

    Mientras tanto el muchacho, sin poder desasirse de sus ligaduras, lloraba, después de cansarse gritando. Dominado por el temor a las fieras, se lamentaba de su mala suerte. Ya sentía el frío y la angustia de la muerte cercana.

    En un momento, al abrir los ojos heridos por los rayos del sol naciente, vio a lo lejos el árbol sagrado con sus zapatos colgados en la rama baja y le gritó: "¡Ah, si tú pudieras convertirte en mi madre! ¡Buen árbol con tu ramaje dilatado! ¡Niuque, niuque, ven! ¡Ven a salvarme, madre, niuque!".

    Y el buen árbol, llamado madre ("niuque'), cuyo corazón era cálido y maternal, oyó su ruego. No en vano su viejo tronco había visto a los pajaritos hacer sus nidos, buscar alimento para sus polluelos y enseñarles a volar cuando crecían. No en vano había vivido rosados amaneceres cuando la naturaleza despierta y había visto a las madres mapuches dar de comer y hacer dormir a sus pequeñuelos. Era nada más que un árbol, pero tenía la sensibilidad de una madre. Comprendió el grito desesperado del muchacho abandonado a su suerte por los hombres crueles de la tribu araucana.

    Con sorpresa el muchacho vio cómo el pehuén empezó a arrancar sus raíces del suelo; una por una las fue sacando de la tierra y cuando estuvo libre empezó a moverse lentamente. moviendo las raíces como si fueran patas, en dirección hacia el casi atemorizado joven mapuche, que nunca había visto caminar a un árbol. Cuando estuvo a su lado. el pehuén, cuyas hojas terminan en afilada punta, extendió sobre el muchacho su ramazón, la dobló hacia abajo, envolviéndolo en tal forma para que no pudiera ser visto por el "nahuel", que ya rondaba por ahí. El mismo ramaje lo protegió contra la nieve que caía; luego soltó frutos de sus piñas, para que comiera. Saciado y tranquilo, el muchacho se durmió apaciblemente.

    Cuando despertó, al amanecer, vio que Ilegaba la madre, que lo había reconocido en el refugio, sin haberlo visto, sino por los zapatos colgados en las ramas bajas del "pehuén", que no se doblaron hacia abajo. Con sus manos hábiles lo desató de sus ligamentos y el muchacho, al verla con la cabeza rapada, comprendió que su padre había muerto y los dos lloraron amargamente la pérdida de su señor, el gran cacique.

    Calmados y resignados, la madre agradeció al "pehuén" por su acción piadosa. acarició su estípite y como prueba de su devoción le dejó como ofrenda sus propios zapatos. Con los pies descalzos, hollando la nieve recién caída, madre e hijo regresaron a sus lares. Al principio el "pehuén" caminó junto con ellos, brindándoles protección. Cuando se acercaban a la caverna donde habían esperado la vuelta del padre el árbol se detuvo, hundió lentamente sus raíces en el suelo y quedó ahí. Cuando ambos contaron lo sucedido, la tribu resolvió llamar a aquel lugar "Niuque", el mismo nombre con que el muchacho había llamado al árbol en su desesperación y el nombre quedó por muchos años,

    Un día llegaron los "huincas" blancos, quienes, no conociendo la hermosa historia del "pehuén" andante, ni menos eI origen del nombre. lo cambiaron por el de Neuquén... que siempre significa madre para los mapuches. Sin embargo, muchos nativos la siguen llamando "niuque", aferrados a sus tradiciones milenarias. De las semillas desprendidas de los sabrosos piñones del árbol que salvó al hijo y los condujo después, junto con la madre, hasta cerca de la cordillera. nacieron infinidad de árboles que formaron los bosques de hoy y de los que muchos persisten, desde cerca de Zapala hasta el Norte, y no sólo embellecen los panoramas con su porte elegante y dan alimento natural a la población, sino que mantienen viva la leyenda de su origen milagroso.

    (Extraída de "Leyendas indígenas" de José Lieberman, Centro Editor de América Latina, 1972)
     
  3. clause

    clause Claudia

    Mensajes:
    8.464
    Ubicación:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo
    Primera Parte
    Capítulo once

    El ogro de Córcega

    Al contemplar aquel rostro tan alterado, el rey Luis XVIII rechazó violentamente la mesa a que estaba sentado.

    -¿Qué tenéis, señor barón? -exclamó-. ¡Estáis turbado y vacilante! ¿Tiene alguna relación eso con lo que decía el conde de Blacas, y lo que acaba de confirmarme el señor de Villefort?

    Por su parte el conde de Blacas se acercó también al barón; pero el miedo del cortesano impedía el triunfo del orgullo del hombre. En efecto, en aquella sazón era más ventajoso para él verse humillado por el ministro de policía, que humillarle en cosa de tanto interés.

    -Señor... -balbució el barón.

    -Acabad -dijo Luis XVIII.

    Cediendo entonces el ministro de policía a un impulso de desesperación, corrió a postrarse a los pies del rey, que dio un paso hacia atrás frunciendo las cejas.

    -¿No hablaréis? -dijo.

    -¡Oh, señor! ¡Qué espantosa desgracia! ¿No soy digno de lástima? Jamás me consolaré.

    -Caballero -dijo Luis XVIII-, os mando que habléis.

    -Pues bien, señor, el usurpador ha salido de la isla de Elba el 26 de febrero, y ha desembarcado el 1 de marzo.

    -¿Dónde? -preguntó el rey vivamente.

    -En Francia, señor, en un puertecillo cercano a Antibes, en el golfo Juan.

    -¡Cómo! El usurpador ha desembarcado en Francia, cerca de Antibes, en el golfo Juan, a doscientas cincuenta leguas de París el día 1 de marzo, y hasta hoy, 3, no sabéis esta noticia... ¡Eso es imposible, caballero! Os han informado mal o estáis loco.



    -¡Ay, señor! Ojalá fuera como decís.

    Hizo Luis XVIII un inexplicable gesto de cólera y de espanto, levantándose de repente como si este golpe imprevisto le hiriese a la par en el corazón y en el rostro.

    -¡En Francia! -exdamó-. ¡El usurpador en Francia!, pero ¿no se vigilaba a ese hombre? ¿Quién sabe si estarían de acuerdo con él?

    -¡Oh, señor! --exclamó el conde de Blacas-, a una persona como el barón de Dandré no se le puede acusar de traición. Todos estábamos ciegos, alcanzando también nuestra ceguera al ministro de policía. Este es todo su crimen.

    -Pero... -dijo Villefort, y repuso al momento reportándose-. Perdón, señor, perdón, mi celo me hace audaz. Dígnese Vuestra Majestad excusarme.

    -Hablad, caballero, hablad libremente -contestó el rey Luis XVIII-. Ya que nos habéis prevenido del mal, ayudadnos a buscarle el remedio.

    -Todo el mundo, señor, aborrece a Bonaparte en el Mediodía; paréceme que si osa penetrar en su territorio, fácilmente se logrará que la Provenza y el Languedoc se subleven contra él.

    -Sin duda -dijo el ministro-; pero viene por Gap y Sisteron.

    -¡Viene! -exclamó Luis XVIII-. ¿Viene a París?

    El silencio del ministro equivalía a una confesión.

    -¿Y creéis, caballero, que podamos sublevar el Delfinado como la Provenza? -preguntó el rey a Villefort.

    -Lamento infinito, señor, decir a Vuestra Majestad una verdad cruel; pero las opiniones del Delfinado son muy diferentes de las de la Provenza y el Languedoc. Los montañeses, señor, son bonapartistas.

    -Vamos -murmuró Luis XVIII-, bien sabe lo que se hace. ¿Y cuántos hombres tiene?

    -Señor, me es imposible decirlo a Vuestra Majestad porque lo ignoro-dijo el ministro de policía.

    -¡No lo sabéis! ¿No os habéis informado de esta circunstancia? En verdad que no es importante -añadió el rey con una sonrisa irónica.

    -No pude informarme, señor. El despacho anunciaba solamente el desembarco y el camino que trae el usurpador.

    -¿Por qué medio habéis recibido ese despacho?

    El ministro bajó la cabeza, y el bochorno se pintaba en su semblante.

    -Por el telégrafo, señor -dijo Dandré.

    Luis XVIII dio un paso hacia atrás cruzándose de brazos, como Napoleón hubiera hecho, y dijo pálido de cólera:

    -¡Conque una coalición de siete ejércitos ha derrocado a ese hombre, conque un milagro de Dios me ha restituido el trono de mis padres tras veintitrés años de exilio, conque he estudiado, sondeado y analizado en ese destierro los hombres y las cosas de esta Francia, mi tierra de promisión, para que, al llegar al goce de mis anhelos, el mismo poder de que dispongo se escape de mis manos para aniquilarme!

    -Señor, es la fatalidad... -murmuró el ministro, aplastado por aquellas abrumadoras palabras.

    -¿De modo que es verdad lo que murmuraban nuestros enemigos? ¿Nada hemos aprendido? ¿Nada hemos olvidado? Si me vendiesen como a él le vendieron, me consolaría; pero estar rodeado de personas encumbradas por mí, que deben velar por mí, con más cuidado que por ellas mismas, porque mi fortuna es su fortuna, porque no eran nada antes que yo subiese al trono, porque nada serán si yo caigo, y caer, y por torpeza, y por incapacidad. ¡Ah! ¡Cuánta razón tenéis, señor mío, la fatalidad... !

    El ministro se inclinaba bajo el peso de tan terrible anatema; Blacas se limpiaba la frente cubierta de sudor, y Villefort, viendo crecer su importancia, estaba satisfecho en su fuero interno.

    -¡Caer...! -prosiguió Luis XVIII, que de una sola mirada sondeó el abismo que amenazaba tragar su trono-. ¡Caer! ¡Y saber por el telégrafo la noticia! ¡Oh!, mejor quisiera subir al cadalso de mi hermano Luis XVI, que bajar así las escaleras de las Tullerías, expuesto de ese modo al ridículo... ¿Sabéis, caballero, lo que el ridículo puede en Francia? No lo sabéis, aunque debíais de saberlo.

    -Señor, ¡señor! -murmuró el ministro-, ¡por piedad!

    -Acercaos, señor de Villefort -continuó el rey encarándose con el joven, que de pie y un tanto retirado observaba el desarrollo de esta conversación, en que se trataba el destino de un reino-, acercaos y decid a este caballero que pudo saber antes lo que no supo.

    -Señor, era materialmente imposible adivinar proyectos que el usurpador ocultaba a todo el mundo.

    -¡Materialmente imposible! ¡Gran palabra! Desgraciadamente hay palabras tan grandes como grandes hombres: ya conozco a ellas y a ellos. ¡Imposible a un ministro que cuenta con una administración, con oficinas, con agentes, con gendarmes, con espías, con un millón y quinientos mil francos de fondos secretos, imposible saber lo que pasa a sesenta leguas de las costas de Francia! Pues oíd: este caballero no contaba con ninguno de tales recursos; este caballero, simple magistrado, sabía más que vos con toda vuestra policía, y hubiese salvado mi corona a tener como vos el derecho de dirigir un telégrafo.

    El ministro miró con una expresión de despecho a Villefort, que inclinó la cabeza con la modestia del triunfo.

    No lo digo por vos, Blacas -continuó Luis XVIII-, pues si bien nada habéis descubierto, tuvisteis al menos la cordura de sospechar, y sospechar con perseverancia. Otro hombre, acaso hubiera tenido por intrascendente la revelación del señor Villefort, o por hija de una innoble ambición.

    Estas palabras aludían a las que el ministro de policía pronunció tan sobre seguro una hora antes.

    Villefort comprendió perfectamente al rey. Otro en su lugar acaso se desvaneciera con el humo de la alabanza; pero temió, crearse un enemigo mortal en el ministro de policía, aunque lo tuviese por hombre perdido sin remedio. En efecto, aquel ministro que en la plenitud de su poder no supo adivinar el secreto de Napoleón, podía en sus últimos instantes de vida política descubrir el de Villefort, solamente con interrogar a Dantés. Por esto, en vez de cebarse en el caído le alargó la mano.

    -Señor -dijo--, la rapidez de este suceso debe probar a Vuestra Majestad que sólo Dios podía impedirlo. Lo que Vuestra Majestad achaca en mí a una perspicacia notable, es hijo del acaso pura y simplemente. Lo he aprovechado como un servidor fiel, y nada más. No me concedáis mérito mayor que el que tengo, para no veros obligado a recobrar la primera opinión que formasteis de mí.

    El ministro de policía, agradecido, dirigió al joven una elocuente mirada, con lo que conoció Villefort que había logrado su deseo, es decir, que sin perder la gratitud del rey, acababa de ganar un amigo con quien podía contar siempre.

    -Está bien -dijo Luis XVIII.

    Y añadió luego, volviéndose al ministro de policía y al señor de Blacas:

    -Podéis retiraros, señores. Lo que hay que hacer ahora atañe al ministro de la Guerra.

    -Afortunadamente -dijo el señor de Blacas-, podemos contar con la marina, Vuestra Majestad sabe cuán adicta es a su gobierno, según todos los informes.

    -No me habléis, conde, de informes, que ya sé la confianza que puedo poner en ellos. Y a propósito de informes, señor barón, ¿habéis sabido algo nuevo sobre el asunto de la calle de Santiago?

    -¡El asunto de la calle de Santiago! -exclamó el sustituto sin poder reprimir una exclamación.

    Continua
     
  4. clause

    clause Claudia

    Mensajes:
    8.464
    Ubicación:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    ¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.
    James Joyce

    (Del Libro del Fantasma de Alejandro Dolina)

    Espejos I
    La antigüedad clásica no conoció los espejos. Los sirios inventaron el vidrio soplado cien años antes de Cristo. Pero se trataba de un vidrio opaco. Recién en el siglo XIII, en Venecia, se pudo obtener vidrio totalmente incoloro y transparente.
    Las técnicas eran absolutamente secretas. Los artesanos trabajaban en una isla muy vigilada y las penas para los infidentes eran de la mayor severidad.
    En 1291 los venecianos descubrieron que si se revestía el vidrio con una lámina de metal se obtenía una superficie cuyos reflejos eran nítidos y luminosos.
    Durante muchos siglos, las personas sólo podían mirarse en el reflejo de las aguas quietas o en superficies de metal pulido.
    Pero como la quietud de las aguas no era frecuente y el metal pulido era demasiado oneroso, casi nadie conocía su propio aspecto. Las noticias que uno tenía acerca de su fealdad o belleza provenían de testimonios ajenos, siempre teñidos de subjetividad, cuando no de malicia.
    El padre Sallinger aseguró en el siglo XVIII que el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no siempre estuvieron incomunicados. Hace muchos siglos ambos reinos vivían en paz y eran diversos, es decir, no coincidían como ahora sus formas y colores. Los espejos no eran sino puertas que comunicaban un reino con otro.
    Pero un día la gente del espejo invadió la tierra. Hubo una larga lucha y finalmente el Emperador Amarillo derrotó a los invasores. El castigo que les impuso fue horroroso: los encarceló en los espejos y los obligó a repetir todos los actos de los hombres.
    Así están las cosas ahora. Pero un día la gente del espejo volverá a rebelarse.
    Primero advertiremos algunas imperfecciones en los reflejos. Después oiremos sonidos extraños hasta que un color no parecido a ningún otro señalará el comienzo de la nueva invasión. Las barreras de vidrio se romperán y esta vez la gente del espejo vencerá.
    Es probable que los sucesores del Emperador Amarillo ejerzan vigilancia permanente sobre el mundo del espejo. Quién sabe qué clase de atentos guardianes estarán pendientes de la mínima heterodoxia de las imágenes para dar la voz de alarma. Tal vez la rebelión esté próxima y también la venganza. Acaso pronto conozcamos la horrible condena de repetir servilmente los movimientos ajenos.
    Pero en este último instante aparece una idea perturbadora. ¿Quién nos asegura cuál es exactamente nuestro lado en el espejo? ¿Quién puede jurar que decide sus movimientos?
    Cabe la aciaga posibilidad de que otros estén tomando nuestras decisiones sin que nosotros lo sospechemos siquiera. Y quizá hasta nuestro más soberano grito de libertad no sea sino el cumplimiento de unas conductas que amos desconocidos nos imponen.
    En ese caso el color misterioso no debe ser para nosotros una posibilidad alarmante sino una esperanza. ¡Que tiemble el Emperador Amarillo! La hora de la venganza suena sólo para los derrotados.
     
  5. clause

    clause Claudia

    Mensajes:
    8.464
    Ubicación:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Primera Parte
    Capítulo once

    El ogro de Córcega
    Continuación

    Pero en seguida repuso:

    -Perdón, señor, si mi adhesión a Vuestra Majestad hace que me olvide, no del respeto que le debo, que ése está grabado profundamente, en mi corazón, sino de la etiqueta de palacio.

    -Decid y haced lo que queráis, caballero -respondió el rey Luis XVIII-; en esta ocasión habéis adquirido el derecho de interrogar.

    -Señor -respondió el ministro de policía-, venía justamente ahora a comunicar a Vuestra Majestad las últimas noticias que he adquirido sobre el asunto que nos ocupa. La muerte del general Quesnel nos va a dar el hilo de un gran complot.

    El nombre del general Quesnel hizo estremecer a Villefort.

    -En efecto, señor -prosiguió el ministro de policía-, todo induce a creer que esta muerte no ha sido suicidio, como al principio creía todo el mundo, sino asesinato. Cuando desapareció, salía, al parecer, el general Quesnel de un club bonapartista. Un hombre desconocido le fue a buscar aquella misma mañana, citándole en la calle de Santiago: desgraciadamente el ayuda de cámara del general, que le estaba peinando al entrar el desconocido en el gabinete, aunque recuerda bien que la calle era la de Santiago, no se acuerda del número de la casa.

    A medida que el ministro daba estos pormenores al rey, Vinefort, como pendiente de sus labios, mudaba instantáneamente de color.

    El monarca se volvió hacia él.

    -¿No suponéis como yo, señor de Villefort, que el general, a quien se tenía justamente por adicto al usurpador, pero que en el fondo era todo mío, haya muerto víctima de una venganza bonapartista?

    -Es probable, señor -respondió Villefort-; pero ¿no se conocen más detalles?

    -Hemos dado con el hombre de la cita, y se le sigue la pista.

    -¡Se le sigue la pista! -repitió el sustituto.

    -Sí; el ayuda de cámara dio sus señas. Es un hombre de cincuenta a cincuenta y dos años; moreno, ojos negros, cejas espesas y bigote. Lleva un levitón azul abotonado, y en un ojal la insignia de oficial de la Legión de Honor. Ayer la policía siguió a un individuo exactamente igual en todo a ese sujeto; pero le perdió de vista en la esquina de la calle de Coq-Heron.

    Villefort tuvo que apoyarse en el respaldo de un sillón, porque a medida que el ministro hablaba, negábanse sus piernas a sostenerle; pero cuando supo que el desconocido había escapado al agente que le seguía, respiró a sus anchas.

    -Buscad a ese hombre, caballero -dijo el rey al ministro de policía-, porque si es verdad, como todo hace suponer, que el general Quesnel que tan útil nos hubiera sido en estas circunstancias, ha caído bajo el puñal de un asesino, bonapartistas o no, quiero que los criminales sean castigados como se merecen.

    Villefort necesitó de toda su sangre fría para no dejar traslucir los terrores que le inspiraban estas palabras del rey.

    -¡Cosa extraña! -prosiguió el rey, como bromeando-; la policía cree haberlo dicho todo cuando dice: se ha cometido un asesinato; y haberlo hecho todo cuando añade: he encontrado la pista de los culpables.

    -Señor, confío en que Vuestra Majestad quede completamente satisfecho esta vez.

    -Ya veremos. No quiero deteneros más, barón; iréis a descansar, señor de Villefort, que debéis hallaros muy fatigado del viaje. ¿Os alojáis en casa de vuestro padre?

    Villefort se turbó visiblemente.

    -No, señor -dijo-. Me hospedo en el hotel de Madrid, situado en la calle de Tournon.

    -Pero supongo que le habréis visto.

    -Señor, en cuanto llegué fui a buscar al conde de Blacas.

    -Pero ¿le veréis?

    -Ni siquiera trataré de hacerlo.

    -¡Ah!, es justo -dijo el rey sonriéndose como para probar que todas sus preguntas encerraban intención-; olvidábame de que estáis algo reñido con el señor Noirtier, nuevo sacrificio a la causa real, que debo recompensaros.

    -La bondad con que me trata Vuestra Majestad es ya recompensa tan sobre todos mis desos, que nada más tengo que pedir al rey.

    -No importa, caballero, os tendremos presente, descuidad: entretanto, esta cruz...

    Y quitándose el rey la cruz de la Legión de Honor que solía llevar en el pecho cerca de la cruz de San Luis, y por encima de las placas de la orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo y de San Lázaro, se la dio a Villefort, que repuso:

    -Señor, Vuestra Majestad se equivoca: esta cruz es de oficial.

    -Tomadla, a fe mía, sea la que fuere -dijo el rey-, que no tengo tiempo para pedir otra. Blacas, haced que extiendan el diploma al señor de Villefort.

    Los ojos de éste se humedecieron con una lágrima de orgullosa alegría; tomó la cruz y la besó.

    -¿Qué órdenes -dijo- tiene Vuestra Majestad que darme en este momento?

    -Descansad el tiempo que os haga falta, y tened presente que si en París no podéis servirme en nada, en Marsella puede ser muy al contrario.

    -Señor -respondió inclinándose Villefort-, dentro de una hora habré salido de París.

    -Marchad, caballero -dijo el rey-, y si yo os olvidase, que los reyes son desmemoriados, no temáis el hacer por recordaros... Señor barón, ordenad que busquen al ministro de la Guerra. Blacas, quedaos.

    -¡Ah, señor! -dijo al magistrado el ministro de policía, cuando salieron de palacio-. ¡Entráis con buen pie: vuestra fortuna es cosa hecha!

    -¿Durará mucho? -murmuró el magistrado saludando al ministro, cuya fortuna se deshacía, y buscando con los ojos un coche para volver a su casa.

    A una seña de Villefort se acercó un fiacre, a cuyo conductor dio las señas de su casa, lanzándose al fondo en seguida, donde se entregó a sus sueños ambiciosos.

    Diez minutos más tarde, el magistrado estaba ya en su casa, y mandó a par que le sirviesen el almuerzo y que preparasen los caballos para dentro de dos horas.

    Iba ya a sentarse a la mesa, cuando sonó fuertemente la campanilla, como agitada por una mano vigorosa. El ayuda de cámara fue a abrir, y Villefort pudo oír que pronunciaban su nombre.

    -¿Quién puede saber que estoy en París? -murmuró.

    En este momento entró el ayuda de cámara.

    -¿Y bien? -le dijo Villefort-. ¿Quién ha llamado? ¿Quién pregunta por mí?

    -Una persona que no quiere decir su nombre.

    -¡Una persona que no quiere decir su nombre! ¿Y qué quiere?

    -Desea hablaros.

    -¿A mí?

    -Sí, señor.

    -¿Ha dado mis señas? ¿Sabe quién soy yo?

    -Indudablemente.

    -¿Qué trazas tiene?

    -Es un hombre de unos cincuenta años.

    -¿Alto? ¿Bajo?

    -De la estatura del señor, sobre poco más o menos.

    -¿Blanco o moreno?

    -Muy moreno; de cabellos, ojos y cejas negros.

    -¿Y cómo va vestido? -preguntó vivamente el magistrado.

    -Un levitón azul, abotonado hasta arriba, con la roseta de la Legión de Honor.

    -¡Él es! -murmuró Villefort palideciendo.

    -¡Diantre! -dijo asomando en la puerta el hombre que hemos descrito ya dos veces-. ¡Diantre! ¡Qué conducta tan extraña! ¿Así hacen en Marsella esperar los hijos a sus padres en la antecámara?

    -¡Padre mío...! -exclamó el sustituto-, no me engañé..., sospechaba que fueseis vos.

    -Si lo sospechabas -contestó el recién llegado dejando el bastón en un rincón y el sombrero en una silla-, permíteme entonces, querido Gerardo, hacerte ver que has obrado mal haciéndome esperar.

    -Dejadnos, Germán -dijo Villefort.

    El criado se retiró, y veíase que le sorprendía lo ocurrido.
     
  6. clause

    clause Claudia

    Mensajes:
    8.464
    Ubicación:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



    POEMA DE LOS DONES

    Nadie rebaje a lágrima o reproche
    esta declaración de la maestría
    de Dios, que con magnífica ironía
    me dio a la vez los libros y la noche.

    De esta ciudad de libros hizo dueños
    a unos ojos sin luz, que sólo pueden
    leer en las bibliotecas de los sueños
    los insensatos párrafos que ceden

    las albas a su afán. En vano el día
    les prodiga sus libros infinitos,
    arduos como los arduos manuscritos
    que perecieron en Alejandría.

    De hambre y de sed (narra una historia griega)
    muere un rey entre fuentes y jardines;
    yo fatigo sin rumbo los confines
    de esta alta y honda biblioteca ciega.

    Enciclopedias, atlas, el Oriente
    y el Occidente, siglos, dinastías,
    símbolos, cosmos y cosmogonías
    brindan los muros, pero inútilmente.

    Lento en mi sombra, la penumbra hueca
    exploro con el báculo indeciso,
    yo, que me figuraba el Paraíso
    bajo la especie de una biblioteca.

    Algo, que ciertamente no se nombra
    con la palabra azar, rige estas cosas;
    otro ya recibió en otras borrosas
    tardes los muchos libros y la sombra.

    Al errar por las lentas galerías
    suelo sentir con vago horror sagrado
    que soy el otro, el muerto, que habrá dado
    los mismos pasos en los mismos días.

    ¿Cuál de los dos escribe este poema
    de un yo plural y de una sola sombra?
    ¿Qué importa la palabra que me nombra
    si es indiviso y uno el anatema?

    Groussac o Borges, miro este querido
    mundo que se deforma y que se apaga
    en una pálida ceniza vaga
    que se parece al sueño y al olvido.


    Jorge Luis Borges, 1960
     
  7. clause

    clause Claudia

    Mensajes:
    8.464
    Ubicación:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    BUENOS AIRES

    Y la ciudad, ahora, es como un plano
    de mis humillaciones y fracasos;
    desde esa puerta he visto los ocasos
    y ante ese mármol he aguardado en vano.

    Aquí el incierto ayer y el hoy distinto
    me han deparado los comunes casos
    de toda suerte humana; aquí mis pasos
    urden su incalculable laberinto.

    Aquí la tarde cenicienta espera
    el fruto que le debe la mañana;
    aquí mi sombra en la no menos vana

    sombra final se perderá, ligera.
    No nos une el amor sino el espanto
    será por eso que la quiero tanto.


    Jorge Luis Borges
     
  8. Anveri

    Anveri Fanática de nativas -aves

    Mensajes:
    401
    Ubicación:
    Santiago de Chile
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :happy:

    Estoy leyendo la leyenda del Pehuén, también los escritos de Alejandro Dolina, también los poemas de Jorge Luís Borges.

    Necesito tiempo para pensar en ellos.

    No conocía para nada a A. Dolina, gracias, muchas gracias.

    ¿Hay un cuento europeo donde también los árboles se mueven? Me parece que sí. Mi marido me lo ha leído, pero en estos momentos no me acuerdo con precisión, le voy a preguntar.

    ;)
     
  9. clause

    clause Claudia

    Mensajes:
    8.464
    Ubicación:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Hola Anveri!! Si , Dolina es contempóraneo. Es más, si bien yo lei algunos libros de él, donde más lo escucho es por la radio!;)
     
  10. clause

    clause Claudia

    Mensajes:
    8.464
    Ubicación:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Primera Parte

    Capítulo doce

    Padre a hijo

    El señor Noirtier, porque, en efecto, era él quien acababa de llegar, siguió con la vista al criado hasta que cerró la puerta, y luego, sin duda receloso de que se quedase a escuchar en la antecámara, la volvió a abrir por su propia mano. No fue inútil esta precaución, y la presteza con que salía Germán de la antecámara dio a entender que no estaba puro del pecado que perdió a nuestro primer padre. El señor Noirtier se tomó entonces el trabajo de cerrar por sí mismo la puerta de la antecámara, y echando el cerrojo a la de la alcoba, acercóse, tendiéndole la mano, a Villefort, que aún no había dominado la sorpresa que le causaban aquellas operaciones.

    -¿Sabes, querido Gerardo -le dijo mirándole de una manera indefinible-, sabes que me parece que no lo alegras mucho de verme?

    -Padre mío -respondió Villefort-, me alegro con toda el alma; pero no esperaba vuestra visita y me ha sorprendido.

    -Mas ahora que caigo en ello -respondió el señor Noirtier-, que yo os podría decir otro tanto. Me anunciáis desde Marsella vuestra boda para el 28 de febrero, ¡y estáis en Paris el 3 de marzo!

    -No os quejéis, padre mío, de mi estancia en París -dijo Gerardo acercándose al señor Noirtier-. He venido por vos, y mi viaje puede salvaros.

    -¿De veras? -dijo el señor Noirtier acomodándose en un sillón-; ¿de veras? Contadme eso, señor magistrado, que debe de ser cosa curiosa.

    -¿Habéis oído hablar, padre mío, de cierto club bonapartista de la calle de Santiago?

    -¿Número 53? ¡Ya lo creo! Como que soy su vicepresidente.

    -Vuestra sangre fría me hace temblar, padre.

    -¿Qué quieres? Quien ha sido proscrito por la Montaña, quien ha huido de París en un carro de heno, quien ha corrido por las Landas de Burdeos perseguido por los sabuesos de Robespierre, se acostumbra a todo en esta vida. Sigue. ¿Qué ha pasado en ese club de la calle de Santiago?

    -Lo que ha pasado es que han citado a él al general Quesnel, y éste, que salió a las nueve de la noche de su casa, ha sido hallado muerto en el Sena.

    -¿Y quién os contó esa historia?

    -El mismo rey, señor.

    -Pues a cambio de ella voy a daros una noticia -prosiguió Noirtier.

    -Supongo que ya sé de qué se trata.

    -¡Ah! ¿Sabéis el desembarco de Su Majestad el emperador?

    -¡Silencio, padre! Os lo suplico por vos y por mí. Ya sabía yo esa noticia, y aún antes que vos, porque hace tres días que bebo los vientos desde Marsella a París, rabioso por no poder apartar de mi imaginación esa idea que me la trastorna.

    -¡Hace tres días! ¿Estáis loco? Hace tres días no se había embarcado todavía el emperador.

    -No importa. Yo sabía su intento.

    -¿Cómo?

    -Por una carta que os dirigían a vos desde la isla de Elba.

    -¿A mí?

    -A vos: la he sorprendido, así como al mensajero. Si aquella carta hubiera caído en otras manos, quizás estaríais fusilado a estas horas, padre mío.

    El señor Noirtier se echó a reír.

    -No parece -dijo- sino que la restauración haya aprendido del imperio el modo de dar remate pronto a los asuntos. ¡Fusilado! ¿Adónde vamos a parar? ¿Y qué es de esa carta? Os conozco bastante bien para temer que hayáis dejado de destruirla.

    -La quemé, temeroso de que hubiese en el mundo un solo fragmento; porque aquella carta era vuestra perdición.

    -Y la pérdida de vuestra carrera -repuso fríamente Noirtier-. Ya lo comprendo todo; pero no hay por qué temer, pues me protegéis por vuestro interés.

    -Más que eso aún: os salvo.

    -¡Vaya, vaya! El interés dramático sube de punto. Explicaos.

    -Volvamos a hablar del club de la calle de Santiago.

    -Parece que el tal club ocupa mucho a la policía. Si lo buscasen mejor ya darían con él.

    Ya han dado con la pista.

    -Esa es la frase sacramental. Cuando la policía no ve más allá de sus narices en un asunto, asegura que ha dado con la pista; y con esto espera el gobierno tranquilamente a que venga a decirle con las orejas gachas: he perdido la pista.

    -Sí, pero encontró un cadáver. El general ha sido muerto: en todas partes del mundo se llama eso un asesinato.

    -¿Un asesinato decís? ¿Quién prueba que el general ha sido víctima de un asesinato? Todos los días se encuentran en el Sena cadáveres de desesperados o de personas que no saben nadar.

    -Sabéis muy bien, padre mío, que el general no se ha suicidado, así como que en el mes de enero nadie se baña. No, no, no os engañéis a vos mismo. Su muerte está bien calificada de asesinato.

    -¿Y quién la califica así?

    -El propio rey.

    -¿El rey? Lo tenía por filósofo: ¿cómo cree que en política haya asesinatos? En política, querido mío, y vos lo sabéis tan bien como yo, no hay hombres, sino ideas; no sentimientos, sino intereses; en política no se mata a un hombre, sino se allana un obstáculo. ¿Queréis que os diga cómo ha acaecido lo del general Quesnel? Pues voy a decíroslo. Creíamos poder contar con él, y aun nos lo habían recomendado de la isla de Elba. Uno de nosotros fue a su casa a invitarle para que asistiera a una reunión de amigos en la calle de Santiago. Accede a ello, se le descubre el plan, la fuga de la isla de Elba, el desembarco, todo en fin; y cuando lo sabe, cuando ya nada le queda por saber, nos declara que es realista. Entonces nos miramos unos a otros; le hacemos jurar, pero jura de tan mala gana que parecía como si tentase a Dios... Pues oye, a pesar de esto, se le deja salir en libertad, en libertad absoluta... Si no ha vuelto a su casa..., ¿qué sé yo? Habrá errado el camino, porque él se separó de nosotros sano y salvo. ¡Asesinato decís! Me sorprende en verdad, Villefort, que vos, sustituto del procurador del rey, baséis una acusación en tan malas pruebas. ¿Me ha ocurrido nunca a mí, cuando cumpliendo vuestro deber de realista cortáis la cabeza a uno de los míos, me ha ocurrido nunca el iros a decir: habéis cometido un asesinato? No, sino que os he dicho: bien, muy bien; mañana tomaremos el desquite.

    -Pero tened en cuenta, padre mío, que cuando nosotros la tomemos será terrible.

    -No os comprendo.

    -¿Vos contáis con la vuelta del usurpador?

    -Confieso que sí.

    -Pues os engañáis. No avanzará diez leguas al corazón de Francia, sin verse perseguido y acosado como un animal feroz.

    .-Mi querido amigo, el emperador está ahora camino de Grenoble; el día 10 ó 12 llegará a Lyon, y el 20 ó 25, a París.

    -Los pueblos van a sublevarse en masa.

    -En su favor.

    -Sólo trae algunos hombres y se enviarán ejércitos numerosos contra él.

    -Que le escoltarán el día de su entrada en la capital. En verdad, querido Gerardo, que sois un niño todavía, pues os creéis bien informado porque el telégrafo dice con tres días de atraso: “El usurpador ha desembarcado en Cannes con algunos hombres. Ya se le persigue”. Sin embargo, ignoráis lo que hace y la posición que ocupa. Ya se le persigue, es el non plus de vuestras noticias. Si son ciertas se le perseguirá hasta París sin quemar un cartucho.

    -Grenoble y Lyon son dos ciudades fieles que le opondrán una barrera infranqueable.

    -Grenoble le abrirá sus puertas con entusiasmo, y Lyon le saldrá al encuentro en masa. Creedme: estamos tan bien informados como vosotros, y nuestra policía vale tanto como la vuestra... ¿Queréis que os lo pruebe? Intentabais ocultarme vuestra llegada y sin embargo la he sabido a la media hora. A nadie sino al cochero disteis las señas de vuestra casa, y no obstante yo las sé, pues que llego precisamente cuando os ibais a sentar a la mesa. A propósito, pedid otro cubierto y almorzaremos juntos.

    -En efecto -respondió Villefort mirando a su padre con asombro-; en efecto estáis bien informado.

    -Es muy natural. Vosotros estáis en el poder, no disponéis de otros recursos que los que procura el oro, mientras nosotros, que esperamos el poder, disponemos de los que proporciona la adhesión.

    -¿La adhesión? -repuso riendo Villefort.

    -Sí, la adhesión, que así en términos decorosos se llama a la ambición que espera.

    Y esto diciendo Noirtier alargó la mano al cordón de la campanilla para llamar al criado, viendo que su hijo no le llamaba; pero éste le detuvo, diciéndole:

    -Esperad, padre mío, oíd una palabra.

    -Decidla.

    -A pesar de su torpeza, la policía realista sabe una cosa terrible.

    -¿Cuál?

    -Las señas del hombre que se presentó en casa del general Quesnel la mañana del día en que desapareció.

    -¡Ah! ¿Conque sabe eso? ¡Miren la policía! ¿Y cuáles son sus señas?

    -Tez morena, cabellos, ojos y patillas negros, levitón azul abotonado hasta la barba, roseta de oficial de la Legión de Honor, sombrero de alas anchas y bastón de junco.

    -¡Vaya! ¿Conque se sabe eso? -dijo Noirtier-. ¿Y por qué no le ha echado la mano?

    -Porque ayer le perdió de vista en la esquina de la calle de CoqHeron.

    -¡Cuando yo os digo que es estúpida la policía!

    -Sí, pero de un momento a otro puede dar con él.

    -Sí, si no estuviese sobre aviso -dijo Noirtier mirando a su alrededor con la mayor calma-; pero como lo está, va a cambiar de rostro y de traje.

    Y levantándose al decirlo, se quitó el levitón y la corbata, tomó del neceser de su hijo, que estaba sobre una mesa, una navaja de afeitar, se enjabonó la cara, y con mano firme quitóse aquellas patillas negras que tanto le comprometían.

    Su hijo le miraba con un terror que tenía algo de admiración.

    Cortadas las patillas, peinóse Noirtier de modo diferente, cambió su corbata negra por otra de color que había en una maleta abierta, su gabán azul cerrado, por otro de su hijo de color claro, observó ante el espejo si le caería bien el sombrero de alas estrechas de Villefort, y dejando el bastón de junco en el rincón de la chimenea donde lo había puesto agitó en su nerviosa mano un ligerísimo junco del cual Villefort se servía para presentarse y andar con desenvoltura, que era una de sus principales cualidades distintivas.

    -¿Y ahora crees que me reconocerá la policía? -preguntó volviéndose hacia su estupefacto hijo.

    -No, señor -balbució el sustituto-. A lo menos, así lo espero.

    -Encomiendo a la prudencia -prosiguió Noirtier- estos trastos que dejo aquí.

    -¡Oh! Id tranquilo, padre mío -respondió Villefort.

    -Ya lo creo. Oye: empiezo a comprender que en efecto puedes haberme salvado la vida; pero, anda, que muy pronto te lo pagaré.

    Villefort inclinó la cabeza.

    -Creo que os engañáis, padre mío.

    -¿Volverás a ver al rey?

    -¿Quieres pasar a sus ojos por profeta?

    -Los profetas de desgracias no son en la corte bien recibidos, padre.

    -Pero a la corta o a la larga se les hace justicia. En el caso de una segunda restauración pasarás por un gran hombre.

    -¿Y qué he de decir al rey?

    --«Señor, os engañan acerca del espíritu reinante en Francia, y en las ciudades y en el ejército. El que en París llamáis el ogro de Córcega, el que se llama todavía en Nevers el usurpador, se llama ya en Lyón Bonaparte, y el emperador en Grenoble. Os lo imagináis fugitivo, acosado, y en realidad vuela como el águila de sus banderas. Sus soldados, que creéis muertos de hambre y de fatiga, dispuestos a desertar, multiplícanse como los copos de nieve en torno del alud que cae. Partid, señor, abandonad Francia a su verdadero dueño, al que no la ha comprado, sino conquistado; partid, señor, y no porque estéis en peligro, que él es bastante poderoso para no tocaros el pelo de la ropa; sino porque sería una mengua para un nieto de San Luis, deber la vida al hombre de Arcolea, de Marengo de Austerlitz.» Dile esto, Gerardo..., o mejor será que no le digas nada. Disimula tu viaje a todo el mundo; no te vanaglories de lo que has venido a hacer, ni de lo que hiciste en París; si has bebido los vientos a la venida, devóralos a la vuelta, entra en tu casa de modo que nadie lo sospeche y en particular sé desde ahora humilde, inofensivo, astuto; porque te juro que obraremos como aquel que conoce a sus enemigos y es fuerte de suyo. Andad, andad, mi querido Gerardo, que con obedecer las órdenes paternales, o mejor dicho, si queréis, con atender a los consejos de un amigo, os sostendremos en vuestro destino. Así podréis -añadió Noirtier sonriendo-, salvarme por segunda vez si la rueda de la fortuna política vuelve a levantaros y a bajarme a mí. Adiós, mi querido Gerardo: en el primer viaje que hagáis, venid a parar en mi casa.

    Y con esto se marchó tranquilo, como no había dejado de estarlo un solo momento durante esta conversación, mientras que Villefort, pálido y agitado, corrió a la ventana, desde donde le pudo ver pasar impasible entre dos o tres hombres de mala traza, que emboscados detrás de la esquina, y en los portales, esperaban quizás al de las patillas negras, el gabán azul y el sombrero de alas anchas, para echarle el guante.

    Villefort permaneció de pie y lleno de ansiedad, hasta que, viéndole desaparecer en la encrucijada de Bussy, se precipitó sobre el malhadado traje, ocultó en el fondo de su maleta el levitón azul y la corbata negra, aplastó el sombrero escondiéndolo debajo de un armario, hizo pedazos el bastón arrojándolos al fuego, y poniéndose la gorra de viaje llamó al ayuda de cámara, vedándole con un gesto las mil preguntas que éste ansiaba hacer; pagóle la cuenta y se precipitó al carruaje que ya le estaba aguardando. En Lyón supo que Bonaparte acababa de entrar en Grenoble, y participando de la agitación que reinaba en los pueblos del tránsito llegó a Marsella henchida el alma con las angustias con que la ambición y los primeros medros suelen envenenarla.
     
  11. clause

    clause Claudia

    Mensajes:
    8.464
    Ubicación:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    CURSO DE LOS RECUERDOS
    Jorge Luís Borges



    Recuerdo mío del jardín de casa:
    vida benigna de las plantas,
    vida cortés de misteriosa
    y lisonjeada por los hombres.

    Palmera la más alta de aquel cielo
    y conventillo de gorriones;
    parra firmamental de uva negra,
    los días del verano dormían a tu sombra.

    Molino colorado:
    remota rueda laboriosa en el viento,
    honor de nuestra casa, porque a las otras
    iba el río bajo la campanita del aguatero.

    Sótano circular de la base
    que hacías vertiginoso el jardín,
    daba miedo entrever por una hendija
    tu calabozo de agua sutil.

    Jardín frente a la verja cumplieron sus caminos
    los sufridos carreros
    y el charro carnaval aturdió
    con insolentes murgas.

    El almacén, padrino del malevo,
    dominaba la esquina;
    pero tenía cañaverales para hacer lanzas
    y gorriones para la oración.

    El sueño de tus árboles y el mío
    todavía en la noche se confunden
    y la devastación de la urraca
    dejó un antiguo miedo en mi sangre.

    Tus contadas varas de fondo
    se nos volvieron geografía;
    un alto era "la montaña de tierra"
    y una temeridad su declive.

    Jardín, yo cortaré mi oración
    para seguir siempre acordándome:
    voluntad o azar de dar sombra
    fueron tus árboles.
     
  12. clause

    clause Claudia

    Mensajes:
    8.464
    Ubicación:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    LA LEYENDA:
    LA MARIPOSA Y LA ESTRELLA

    Cuenta la leyenda que una joven mariposa, de cuerpo frágil y sensible volaba cierta tarde jugando con el viento, cuando vio una estrella muy brillante, y se enamoró.

    Excitadísima, regresó inmediatamente a su casa, loca por contar a su madre que había descubierto lo que era el amor...

    ¡Qué tontería! Fué la fría respuesta que escuchó.
    Las estrellas no fueron hechas para que las mariposas pudieran volar a su alrededor.

    Búscate un poste, o una pantalla, y enamórate de algo así, para eso fuimos creadas.

    Decepcionada, la mariposa decidió simplemente ignorar el comentario de su madre, y se permitió volver a alegrarse con su descubrimiento.

    ¡Qué maravilla poder soñar pensaba!

    La noche siguiente la estrella continuaba en el mismo lugar, y ella decidió que subiría hasta el cielo y volaría en torno de aquella luz radiante para demostrarle su amor.

    Fue muy difícil sobrepasar la altura a la cual estaba acostumbrada, pero consiguió subir algunos metros por encima de su nivel de vuelo normal. Pensó que si cada día progresaba un poquito, terminaría llegando hasta la estrella.

    Así que se armó de paciencia y comenzó a intentar vencer la distancia que la separaba de su amor.
    Esperaba con ansiedad la llegada de la noche, y cuando veía los primeros rayos de la estrella, agitaba ansiosamente sus alas en dirección al firmamento.

    Su madre estaba cada vez más furiosa.

    Estoy muy decepcionada con mi hija, decía. Todas sus hermanas, primas y sobrinas ya tienen lindas quemaduras en sus alas, provocadas por las lámparas.

    Sólo el calor de una lámpara es capaz de entusiasmar el corazón de una mariposa: deberías dejar de lado estos sueños inútiles y conseguir un amor posible de alcanzar.
    La joven mariposa, irritada porque nadie respetaba lo que sentía, decidió irse de la casa. Pero en el fondo, como, por otra parte, siempre sucede, quedó marcada por las palabras de su madre, y consideró que ella tenía razón.

    Así, durante algún tiempo, intentó olvidar a la estrella y enamorarse de la luz de las pantallas de casas suntuosas, de las luces que mostraban los
    colores de cuadros magníficos, del fuego de las velas que quemaban en las más bellas catedrales del mundo.

    Pero su corazón no conseguía olvidar a la estrella, y después de ver que la vida sin su verdadero amor no tenía sentido, resolvió reemprender su itinerario en dirección al cielo.

    Noche tras noche intentaba volar lo más alto posible, pero cuando la mañana llegaba, estaba con el cuerpo helado y el alma sumergida en la tristeza.

    Entretanto, a medida que se iba haciendo mayor, pasó a prestar atención a todo cuanto veía a su alrededor.

    Desde allá arriba podía vislumbrar las ciudades llenas de luces, donde posiblemente sus primas, hermanas y sobrinas ya habrían encontrado un amor.

    Veía las montañas heladas, los océanos con olas gigantescas, las nubes que cambiaban de forma a cada minuto.

    La mariposa comenzó a amar cada vez más a su estrella, porque era ella la que la impulsaba a conocer un mundo tan rico y hermoso. Pasó mucho tiempo y un buen día ella decidió volver a su casa.

    Fue entonces que supo por los vecinos que su madre, sus hermanas, primas y sobrinas, y todas las mariposas que había conocido, habían muerto quemadas en las lámparas y en las llamas de las velas, destruidas por un amor que juzgaban fácil.

    La mariposa, aun cuando jamás haya conseguido llegar hasta su estrella, vivió muchos años aún, descubriendo cada noche cosas diferentes e interesantes.
    Y comprendiendo que, a veces, los amores imposibles traen muchas más alegrías y beneficios que aquellos que están al alcance de nuestras manos.
     
  13. clause

    clause Claudia

    Mensajes:
    8.464
    Ubicación:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    VIERTE,
    CORAZÓN TU PENA

    XLVI

    Vierte, corazón, tu pena
    Donde no se llegue a ver,
    Por soberbia, y por no ser
    Motivo de pena ajena.
    Yo te quiero, verso amigo,
    Porque cuando siento el pecho
    Ya muy cargado y deshecho,
    Parto la carga contigo.

    Tú me sufres, tú aposentas
    En tu regazo amoroso,
    Todo mi ardor doloroso,
    Todas mis ansias y afrentas.

    Tú, porque yo pueda en calma
    Amar y hacer bien, consientes
    En enturbiar tus corrientes
    En cuanto me agobia el alma.

    Tú, porque yo cruce fiero
    La tierra, y sin odio, y puro,
    Te arrastras, pálido y duro,
    Mi amoroso compañero.
    Mi vida así se encamina
    Al cielo limpia y serena,
    Y tú me cargas mi pena
    Con tu paciencia divina.

    Y porque mi cruel costumbre
    De echarme en ti te desvía
    De tu dichosa armonía
    Y natural mansedumbre;
    Porque mis penas arrojo
    Sobre tu seno, y lo azotan,
    Y tu corriente alborotan,
    Y acá lívido, allá rojo,
    Blanco allá como la muerte,
    Ora arremetes y ruges,
    Ora con el peso crujes
    De un dolor más que tú fuerte.

    ¿Habré, como me aconseja
    Un corazón mal nacido,
    De dejar en el olvido
    A aquel que nunca deja?
    ¡Verso, nos hablan de un Dios
    A donde van los difuntos:
    Verso, o nos condenan juntos,
    O nos salvamos los dos!

    JOSÉ MARTÍ
     
  14. Anveri

    Anveri Fanática de nativas -aves

    Mensajes:
    401
    Ubicación:
    Santiago de Chile
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :happy:
    ¡Qué increíble! Encontré un cuento de Alejandro Dolina donde los árboles se mueven. A propósito del pehuén que puso Piscui

    Con sorpresa el muchacho vio cómo el pehuén empezó a arrancar sus raíces del suelo; una por una las fue sacando de la tierra y cuando estuvo libre empezó a moverse lentamente. moviendo las raíces como si fueran patas, en dirección hacia el casi atemorizado joven mapuche, que nunca había visto caminar a un árbol. Cuando estuvo a su lado. el pehuén, cuyas hojas terminan en afilada punta, extendió sobre el muchacho su ramazón, la dobló hacia abajo, envolviéndolo en tal forma para que no pudiera ser visto por el "nahuel", que ya rondaba por ahí. El mismo ramaje lo protegió contra la nieve que caía; luego soltó frutos de sus piñas, para que comiera. Saciado y tranquilo, el muchacho se durmió apaciblemente

    No conocía a Alejandro Dolina e inquieta mucho.


    LOS ÁRBOLES DEL AZUL

    A pesar de los exasperantes testimonios de los traficantes de yuyos y de los recitadores criollos, puede afirmarse enérgicamente que la gran mayoría de los árboles del pueblo de Azul no presenta ninguna singularidad.
    El interés de los botánicos y de los supersticiosos proviene del comportamiento heterodoxo de unos pocos ejemplares.
    Sería absurdo creer que todos los árboles del pueblo caminan de un lado para otro. A decir verdad, un árbol peregrino es un fenómeno excepcional y hasta algunos incrédulos se atreven a negar de plano su existencia. Yo mismo tengo en el fondo cuatro fieles naranjos, de lo más sedentarios, que permanecen en su puesto llueva o truene. Hay un dato central que dificulta la certeza: los árboles se mueven en secreto, cuando nadie los ve. Peor aún, se dice que los involuntarios testigos pierden la razón o la memoria.
    Los primeros indicios fueron más bien confusos: plátanos que desaparecían de sus veredas; sauces llorones que cruzaban el arroyo; tilos inconstantes que emigraban hacia el norte. No había en realidad pruebas concluyentes de que los árboles caminaran. Nadie estaba seguro de que el nogal aparecido en un baldío fuera el mismo que faltaba en la plaza. Después de todo, la identificación de un árbol se realiza principalmente señalando el lugar donde está plantado y es raro que se puntualicen sus rasgos y particularidades morfológicas.
    El primero en denunciar un traslado comprobable fue un enamorado. El farmacéutico Heraldo Barcalá dibujó su nombre y el de una dienta en un álamo del parque bajo el cual habían intercambiado las caricias más vulgares. Tiempo más tarde vino a encontrar el álamo y la inscripción en la calle Rivadavia, a casi seiscientos metros del emplazamiento original.
    Debo admitir que el farmacéutico fue prolijo: tomó fotografías, convocó a un escribano y publicó un pequeño artículo en el diario El Tiempo.
    Ya sabemos que la superstición es contagiosa. Algunos vecinos empezaron a contar historias de árboles inquietos que venían manteniendo en secreto por temor al ridículo.
    El famoso automovilista Cacho Franco me juró que, durante una carrera, marchó casi cien kilómetros detrás de un pino que siempre estaba en el horizonte.
    Los guardianes del parque registraron siete árboles sobrantes cuyo origen resultaba inexplicable.
    La señora Esther Cristaldo, viuda de Montanari, denunció que la higuera que siempre había tenido en el fondo de su casa aparecía ahora, del modo más ilegal, en el terreno de su vecino, sin que se despertaran en éste intenciones resarcitorias de ninguna clase. La viuda de Montanari aprovechó para recordar que el citado vecino ya comía los frutos de aquella higuera en tiempos de su locación anterior.
    Tengo para mí que estos relatos, sin ser enteramente falsos, pueden ser hijos del cansancio visual, de errores de recuento o de viejos resentimientos contiguos.
    Poco después, el farmacéutico Barcalá y su clienta terminaron su romance. Quien conoce los procedimientos conjeturales de la ignorancia no se caerá de la silla al saber que muchos indoctos creyeron que la razón de aquella ruptura estaba en el influjo maléfico del álamo.
    Los brujos de las sierras y las Organizaciones Supersticiosas de la región vieron en el caso la confirmación de un disparate que siempre habían sostenido: existen precisas conexiones entre los árboles y los destinos humanos. Es posible averiguar el diseño de esas regularidades descifrando las claves que la naturaleza esconde hasta en los más humildes sucesos cotidianos.
    Según estos obtusos criterios, todo árbol que camina tiene un mensaje que dar o una misión que cumplir. Los astrólogos de la Municipalidad hablaban de la existencia de un árbol del amor, bajo el cual nadie se resistía a nadie. Al parecer, las fragancias o el polen de aquel vegetal operaban como un formidable afrodisíaco, de modo que los caminantes que pasaban bajo su sombra entraban en un estado de escandalosa lujuria. No decían los astrólogos cuál era ese árbol. Recomendaban, eso sí, no buscarlo, sino más bien esperarlo. Si uno era sincero en sus pasiones, el árbol se acercaría tarde o temprano. Debo decir que algunas parejas ansiosas se revolcaban a la sombra de frondas indiferentes y eludían de este modo la responsabilidad de sus excesos venéreos.
    Muy pronto los charlatanes perdieron todo pudor. Instituyeron árboles del olvido y del recuerdo. El olmo del rechazo aseguraba una negativa a cualquier ruego formulado bajo su influencia. El menos interesante era quizás el árbol del aburrimiento: bastaba con recostarse contra su tronco durante cuatro o cinco horas para que el tedio se apoderara de uno.
    Las viejas contaban que había en la plaza un caldén en cuyas hojas estaba escrito el porvenir. Cada habitante del pueblo tenía una hoja asignada y la escritura era sólo visible para él. Quien examinara hojas ajenas no vería más que nervaduras sin sentido.
    Nadie pudo jamás encontrar la hoja que le correspondía pero, otoño tras otoño, las muchachas del pueblo pasaban las horas buscando una palabra reveladora. Algunos poetas incrédulos afirmaron que todas las hojas decían lo mismo.
    El anciano Nereo Fuentes, que adivina la suerte por dos pesos, me dijo una tarde, a los gritos, que los árboles del Azul tenían un plan y que ese plan era malvado y fatal para los habitantes de la ciudad. Yo preferí no creerle, por pereza. Pero algunas noches más tarde, Inés, una criolla que a fuerza de trayectos repetidos llegué a considerar mi novia, me confesó que tenía miedo de los árboles y me pidió que en lo sucesivo camináramos siempre por el medio de la calle. De todos modos, ella empezó a tornarse distante. Cada vez nos veíamos menos, nuestra pasión iba amainando y he de reconocer que la mayoría de las veces yo prefería quedarme en casa.
    Una mañana, demasiado temprano para mi gusto, recibí la visita del viejo Nereo.
    —Váyase —me dijo—, váyase del Azul, usted que es empleado del ferrocarril. Los ómnibus ya no circulan. Se acerca la catástrofe y la gente ni siquiera tiene espíritu para huir.
    —¿Por qué no me explica qué es lo que sucede? —alcancé a decir medio dormido.
    —No me diga que usted no se ha dado cuenta. Son esos árboles. Ahora caminan sin pudor. Anoche, yo mismo me crucé con una tropilla de paraísos que andaban a paso redoblado por el balneario. Y nadie hace nada. Los vigilantes ya ni salen de la comisaría, los vecinos miran todo el día la televisión, los negocios están cerrados. Algo pasa, se lo juro. Yo me iría a pie, pero no tengo fuerzas. Vayamos a la estación y colémonos en el primer tren.
    Lo despedí casi sin palabras. Y volví a la cocina, a la silla de paja que empecé a preferir en los últimos días. Por la radio me enteré que las clases estaban suspendidas. Después, tuve que escuchar emisoras de Buenos Aires, las de aquí estaban silenciosas. Ayer se cortó la luz.
    A veces trato de extrañar a Inés, pero no puedo. Hace rato que no tengo noticias de ella, ni en verdad de nadie. Por suerte no tengo hambre ni sed. Ya casi no escribo. El viejo Nereo está loco... Yo no me muevo de Azul. Éste es mi pueblo, ésta es mi casa, ésta es mi silla. El lugar exacto en que ha de transcurrir mi vida. Mi cuerpo saluda al amanecer inclinándose hacia la ventana. Frente a ella pasan mis cuatro naranjos, soberbios, agitados, chucaros, galopando rumbo al centro.


    Gracias, muchas gracias.

    Estoy por creer que es magia, magia de las palabras.

    ;) ;) ;)
     
  15. Anveri

    Anveri Fanática de nativas -aves

    Mensajes:
    401
    Ubicación:
    Santiago de Chile
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :11risotada: :11risotada: :11risotada:

    Por favor, den datos de este escritor. No se me ocurre qué decir, simplemente que es transgresor y de una fineza para ver el mundo. Tienen escritores muy, pero muy inteligentes.

    ;) ;) ;)